Habían pasado unas tres semanas desde que Hermes había
dejado a su hermano con Ino y Atamante. El mensajero no dejaba de vigilar distante
como seguían sucediéndose los acontecimientos en aquel reino, pero era
demasiado pronto para predecir cambios en Orcómeno. Su hermano parecía un bebé bastante tranquilo
pese a todo, aunque hacía levantarse a su nodriza muy de madrugada para comer.
Había estado tan ocupado, que no se había percatado de que tenía a Hefestos
bastante abandonado con el encargo, por lo que aquella tarde decidió visitarle
intrigado por la reconstrucción de Pandora.
Al entrar en el Etna, Hermes se dirigió a la
fundición de la fragua. Sabía más o menos la rutina de trabajo que tenía su
hermano, después de tantos mensajes entregados cada jornada. Hefestos por las mañanas se mezclaba con los
artesanos bajo su cargo; así podía vigilar sus trabajos y ayudar a los más
novatos. Al mediodía almorzaba y las tardes las pasaba entre los lemurianos
ingeniando nuevos inventos o en la soledad de su taller particular. A veces se
prolongaba tanto sus deliberaciones con los lemurianos que entraba muy tarde en
su taller para poner en funcionamiento sus ideas. Ésta era la razón por la que
se le hacía tan tarde allí y no regresara a descansar al Olimpo debidamente.
La zona de fundición era la favorita de
Hermes. Aquella estancia era presidida por un amplio lago de magma, donde se
recalentaban fosas de piedra para fundir las menas de metal. Éstas eran
sometidas a un tratamiento especial creado por Hefestos muy revolucionario, así
podían soportar temperaturas extremas. Los recipientes se agrupaban por
secciones; cada una era destinada a la fundición de un metal distinto, Desde el
frágil estaño hasta el duro hierro. En
una zona más exclusiva se fundían los metales preciosos: El oro, la plata y el
platino. Éstos últimos eran destinados para engarzar joyas, decorar objetos y armas
o acuñar monedas.
Las numerosas fosas con forma de cubo
facilitaban la producción a gran escala, acelerado el trabajo y la comodidad
para los artesanos.
El hijo de Maya, desde que había descubierto
el mecanismo para soportar las altas
temperaturas de los hornos y el magma; se quedaba fascinado por las
labores de los artesanos. Solía
mantenerse ahí en pie un tiempo indeterminado, hipnotizado por el incandescente
metal que era vertido sobre los moldes.
Habiendo comprobado, después de volver a la realidad,
la ausencia de su hermano en aquella zona, se dirigió a la zona norte de la
fragua. Allí los artesanos, comenzaban a trabajar los moldes de las
herramientas y objetos a golpe de martillo o cincel. Se acercó a uno de los
trabajadores y le preguntó si había visto a Hefestos. El artesano le indicó que
estaría en la cabina espacial.
—
¿Cabina espacial? — dijo Hermes extrañado.
—
Es el habitáculo situado entre los túneles tres y cuatro. — dijo
el artesano señalando un túnel enfrente suyo.
Hermes se dirigió hacia el túnel, mirando con detenimiento
el plano del volcán que se encontraba en el umbral. Sacándose el petaso, se
rascó pensativo mientras leía.
—
Cada vez que paso por aquí es como si viajara a otra era,
atravesando las dimensiones temporales. — se dijo el hijo de Zeus.
Volviéndose a poner el petaso entró en el
túnel moviéndose según las indicaciones que le ponían por el camino. Pese a
todos los letreros, la probabilidad de perderse entre aquellas galerías no era
pequeña. Estuvo tentado a usar sus poderes para terminar antes, pero fue una
tremenda percepción cósmica la que le favoreció alcanzar a su hermano.
El cosmos helado de Hefestos le había
alertado. Era perfectamente legible, pues era muy puro y distinto al de sus
otros hermanos. Lo que más llamaba la atención a Hermes, era que la potencia
del mismo era desmesurada a lo habitual. Intrigado por localizar su lugar,
siguió su rastro con rapidez hasta que finalmente llegó a un túnel cuyo suelo
desaparecía enfrente. Hermes inesperadamente frenó su velocidad llegando su pie
al límite del camino. Impidiendo caer al río de lava del fondo.
Alzando su mirada pudo comprobar que se
encontraba en lo que era la chimenea principal del volcán. Por ahí salía
despedido el magma hacia su cráter externo cuando entraba en erupción la
montaña. En las paredes de la chimenea había varios túneles, que, como el suyo,
se abrían hacia aquel lugar.
—
¿Será esto la cabina espacial? Espaciosa es sin duda y también
peligrosa.
Pero Hermes seguía percibiendo el cosmos de su
hermano en la cima de la chimenea. ¿Estaría entonces en el cráter su hermano?
Hermes alzó el vuelo para alcanzar el cráter. Fijando su mirada de águila hacia
la cima taponada, una parte de ese tapón se iba haciendo más grande y venía
directo hacia él muy velozmente. La esquivó a tiempo el mensajero mirando hacia
abajo. Se detuvo el tapón frente a uno de los túneles, bajando por él un
pasajero que se perdió en el umbral del túnel.
—
¿Qué diablos era eso? — Se acercó al objeto mirándolo curioso.
Era un sólido suelo de piedra con una barandilla
de hierro. En la superficie había una palanca y unas sólidas cadenas sostenían
el trampolín por arriba y por abajo. Hermes posó sus pies sobre la sólida
superficie y dio unos saltos.
—
Parece estable. – Se dijo. Después miró travieso la palanca y la
accionó hasta el fondo
La superficie descendió a una velocidad
imperceptible con el chirriar de las cadenas colgantes, lo cual obligó a Hermes
agarrarse a la baranda gritando de la impresión, sujetando su sombrero para no
perderlo en el camino. El suelo se paró en seco rozando el lago de lava. Hermes
podía sentir el apabullante calor bajo sus pies, recuperándose del susto, pero
a la vez con una sensación de diversión inexplicable. Volvió a accionar la
palanca hacia el lado opuesto, pero sin llegar al fondo, elevándose ésta vez su
soporte hasta nueve túneles arriba. La sensación había sido más intensa pero
más corta, provocándole carcajadas de diversión que le hicieron repetir varias
veces el ascenso y descenso, como un niño pequeño que pide una y otra vez a sus
progenitores que repitan sus tonterías.
Los hermanos cíclopes Brontes, Estéropes y
Piragmón, que estaban controlando todas las secciones del Etna se encontraban
en el delimitado lago de lava donde jugaba Hermes. Los disturbios de la chimenea eran evidentes,
pues se escuchaba muy bien cada vez que se movían las plataformas.
—
Iré a ver qué sucede. — dijo Brontes, mientras sus hermanos
seguían con sus labores.
Brontes se ató una cuerda a la cintura y la
enlazó en el gancho de la pared central del lago. Pese a las dimensiones de la
criatura, su engañoso aspecto torpe y su único ojo, éste se manejó a la
perfección por entre las rocas de la pared, con la agilidad de un gato. Cuando llegó a la torre de visión de la chimenea,
pudo comprobar que una de las plataformas ascendía y descendía sin control
aparente.
—
¿Qué significa esto? — Tomando los mandos de emergencia frenó en
seco la alocada plataforma que despedía unas sonoras carcajadas. — ¿Quién está
allí? Las plataformas espaciales no son un columpio. — Hermes asomó la nariz y
sus ojos se encontraron con el cíclope. — ¡Hermes!
—
¡Hey Brontes! ¿Cómo has sido capaz de ocultarme esto? Es
divertidísimo. – dijo sonriente Hermes.
—
¿Qué haces allí? Baja si no quieres que nos castigue el señor
Hefestos.
Hermes descendió el vuelo hacia el lago. Se
posó grácil como un pajarillo sobre la barandilla de hierro de la plataforma
que sostenía a Brontes.
—
Estaba buscando a Hefestos, pero no sé dónde está la cabina
espacial.
—
¿Y no podías preguntarnos directamente a nosotros? la plataforma
espacial puede romperse y el señor Hefestos descargaría su furia en nosotros.
Cuando se enfada es temible.
—
¡Oh vamos, vamos! Sabes que si eso pasase saldría en vuestra
defensa. Declararía mis culpas ante mi hermano.
El cíclope
resopló.
—
Estabas cerca. La cabina espacial está en el cráter principal del
volcán. Al final de la chimenea. — Brontes señaló hacia arriba.
—
Genial. Y esas cosas ¿Cómo las has llamado?
—
¿Plataformas espaciales?
—
Sí eso. Es para alcanzar la cima antes ¿verdad?
—
Esa es su funcionalidad. También para cargar materiales a los
pisos del Etna de forma más rápida.
—
Increíble. ¿Puedo subirme en ella otra vez?
—
Vale, pero te la muevo yo. — dijo Brontes.
—
Sin problema.
Hermes se subió feliz en la plataforma.
Tomando la barandilla. Saludó a Brontes y éste accionó una de las palancas de
sus pies ascendiendo a Hermes hasta la cima del volcán.
La luz se hizo sobre la cabeza de Hermes. El
cielo estaba despejado formando una circunferencia irregular por la que se
podía descubrir una traslúcida cúpula de hierro y hielo. El suelo del cráter
había sido cubierto por hielo también. A través de él se podía ver la tierra
multicolor negra, rojiza y anaranjada de lava solidificada. El efecto del hielo
y esos colores era llamativo y hermoso a la vez. Hermes estaba maravillado por
la curiosa arquitectura del lugar. Tan extraño como el taller personal de Hefestos,
pero mucho más ordenado y agradable a la vista.
El hijo de Maya se centró en la figura confusa
del centro; más parecida a un torbellino que a una persona. Entre las veloces
ondas del torbellino se distinguía un extasiado individuo descamisado y
sudoroso. La fuerte musculatura de su tronco, estaba completamente tensa e
hinchada, reflejo de la fuerza que ejercía sobre su gran martillo. Una y otra
vez éste chocaba con un material similar al acero, pero más flexible y fino.
Hermosas virutas de fuego de forja saltaban desordenadas a cada golpe.
—¿Hefestos? — preguntó Hermes alzando su voz.
Acercándose a la columna de nieve, extendió su
brazo sintiendo el golpe de frescor que la figura emanaba. Partiendo la
trayectoria del aire, fijó su mirada en el sobrenatural rostro del herrero. Su
hermano tenía los ojos fijos e iluminados de poder. El reflejo rojo de sus
materiales de herrería inundaba sus claras pupilas. Había en ellas, una mirada
que iba más allá de su trabajo. Su pelo se agitaba azotado por las fuertes
ráfagas hipnóticamente.
—
¡Hefestos! — volvió a llamarle Hermes lo más alto que pudo al oído.
En ese instante el martillo dio en el pobre dedo de su dueño y Hefestos emitió
un doloroso grito, llevándose el dedo a su boca.
—
Hermes, ¡por todos los dioses! — protestó el hijo de Hera,
cortándose la corriente sobrenatural que le envolvía antes.
—
¿Estás bien? — dijo Hermes asustado por el aparatoso accidente de
su hermano.
—
¿Tú qué crees? — dijo enfadado Hefestos agitando su mano que aún
le dolía. Se quitó las pesadas manoplas de protección para comprobar que su
articulación estaba bien. Para su alivio, solo tenía el dedo un poco hinchado y
enrojecido.
—
Pensé que te habías quedado manco, hermano. — dijo Hermes
respirando aliviado.
—
Bendito el día que creé estas sólidas protecciones para mantener
mis manos sanas y salvas. ¡Son mi único instrumento de trabajo!
El hijo de Hera
abrió la mano opuesta a la accidentada, apareciendo entre sus dedos una pequeña
nova de hielo. Introdujo allí su lesionada articulación, bajando la hinchazón y
el dolor considerablemente. Cuando se sitió más aliviado miró a Hermes que
miraba la nova helada fijamente. — ¿Te resulta entretenido? — dijo Hefestos todavía malhumorado, mientras se vendaba el dedo. — Si tienes algún mensaje dámelo ya y lárgate, tengo mucho que hacer.
—
No.
—
Entonces ¿qué haces aquí?
—
Venía a ver los progresos de mi pequeño encargo…
—
Pequeño, dice…— dijo Hefestos riendo sarcásticamente. Colocándose
nuevamente la manopla, encogió y estiró sus dedos repetidamente, como un leve
pre calentamiento. — Sabes bien que no enseño mis trabajos hasta que no están
completados.
—
¡Oh vamos! Eso lo puedes hacer con cualquiera, pero no con tu
amantísimo hermano pequeño, que tanto te aprecia y admira…
—
No te molestes, Hermes. De
nada va a servir tu persuasión conmigo.
—
Pues si no me enseñas los avances, no te pagaré la siguiente cuota
de nuestro contrato.
—
¡¿Cómo?! Sin dinero no hay materiales para trabajar; y sin
materiales para trabajar, no hay Pandora. — le reprochó el artesano.
—
Pues sin adelantos de trabajo, no hay pago y no tendrás para
financiar tu fragua. — dijo con firmeza el dios del comercio. Duro como nadie,
cuando se hablaba de negocios. Después suavizó su tono. — Vamos Hefestos, somos
familia. No quiero manchar nuestra relación con una discusión tan avara.
Hefestos resopló
abrazándose los codos. Se detuvo
pensativo un momento mientras miraba a su derecha, valorando las posibilidades,
después volvió a centrarse en Hermes.
—
Está bien. — accedió finalmente el inventor.
—
¿Ves como no es tan difícil? — dijo Hermes sonriéndole
ampliamente.
—
Te advierto que todavía no está acabada.
—
Sí, lo que tú digas ¿Dónde está? — dijo Hermes con ojos golosos
esperando ver una hermosa obra como la originaria.
Hefestos se dirigió hacia las paredes del
cráter. Posando su mano sobre ella el cosmos del dios comenzó a expandirse por
las paredes de hielo rellenando invisibles ramificaciones que iluminaban
hermosas toda la estancia.
—
¡Alucinante! — exclamó Hermes.
—
Apliqué el circuito cómico de tus sandalias a esta cabina
espacial. Es el modo que tengo para proteger la fragua de una inesperada
erupción volcánica. También he descubierto que con él puedo modificar el
espacio.
Separando la mano
de la pared. El espacio de la cabina se
desdobló y recolocó como las enormes piezas de un rompecabezas. Paredes
cambiaron su ubicación, giraron y desaparecieron en un doble fondo. Nuevos elementos invisibles antes, salieron a
la luz. La cabina había cambiado su morfología y arquitectura en un instante. Aparecieron muebles, herramientas de trabajo, estanterías, pilas de pergaminos y anotaciones. Pero lo más llamativo fue que el centro lo cubrió una urna de hielo, rodeada de cuatro columnas del mismo material.
—
Adelante. — dijo Hefestos a su hermano. Hermes avanzó sin
percatarse de que un escalón, inexistente antes, casi le hace caer.
—
Vigila tus pasos. Ahora todo ha cambiado.
—
Esto es la pesadilla de un ciego. — dijo Hermes centrando sus ojos
en el suelo esperando no encontrarse con alguna otra sorpresa.
Hefestos se
adelantó frenándose frente a la urna de hielo del centro de la estancia. Hermes
miró la columna más cercana a él, donde descansaba una pequeña canica.
—
Esto es…
—
Sí, el oricalco puro que me diste. ¿Sabías que la canica que me
diste es el resultado de la fusión de todas estas más pequeñas?
—
Yo qué voy a saber. — dijo Hermes encogiéndose de hombros.
—
Esto quiere decir que robaste a Poseidón un trozo de él, pero no todo
el oricalco que posee.
—
Me alegra oír eso. Pensaba ser el responsable de haberle quitado
la posibilidad de rejuvenecer otra vez a mi tío.
—
¿El qué?
—
Nada, es lo mismo.
—
Está bien, ahora acércate a la urna. Allí verás tu fetiche.
ñññHermes se acercó ansioso a asomarse a la urna,
esperando ver a una bella durmiente en ella, pero la visión que tuvo le
desagradó tanto que se echó hacia atrás repelido.
—
¿Eso es mi Pandora?
—
Sí.
—
Pero por qué luce tan…— Hermes intentaba encontrar las palabras
adecuadas para describirla, pero no las hallaba.
—
¿Poco atractiva?
—
Sí, entre otras cosas.
—
Está sin terminar.
—
¿Y qué es todo lo que tiene? ¡da un poco de repelús!
—
¿Cómo? Repelús mi hermosa creación. — dijo alterado Hefestos. —
Tienes más críticas absurdas. ¡Mi trabajo es perfecto! — el hijo de Hera se
enfureció en un instante. Hermes apurado, sabiendo que su sinceridad había
herido el orgullo de su hermano, le calmó.
—
Entiéndeme… esperaba ver algo más parecido a la anterior.
—
Por eso no me gusta enseñar las cosas sin terminar. La gente se
pone a sacar defectos sin tener ni idea de lo que ve — dijo Hefestos cruzándose
de brazos.
—
Lo siento… me he precipitado. Seguro que queda perfecta. — dijo
Hermes dando unas palmaditas al hombro de su hermano. Hefestos resopló
calmándose.
—
Escúchame bien, Hermes. Me las he tenido que ingeniar para hacer
una criatura sin la ayuda de Zeus. — le dijo Hefestos. — La anterior Pandora
era solo una talla a la que Zeus dio vida; pero sin su ayuda he tenido que
cambiar su elaboración. No basta solo con una talla. Si tiene que tener todas
las funciones vitales, en necesario crear todos los órganos del cuerpo humano.
—
¿Me estás intentando decir que te has puesto a construirla órgano
por órgano?
—
Así es.
—
¡Vaya! No me podía imaginar que fuera tan complicado. – dijo
Hermes admirando una vez más a su ingenioso hermano.
—
Nada que yo no pueda hacer. — Dijo Hefestos sonriendo satisfecho.
— Es complejo, pero lo estoy disfrutando.
—
¿Y así es como son los humanos?
—
Y los dioses también. Solo unas pequeñas diferencias nos
distancian.
—
¿Y cómo has conseguido ser tan preciso?
—
Me tome la libertad de acompañar a Asclepios unas semanas para que
me explicara con sus conocimientos médicos cómo funcionaba el organismo. El
esqueleto es de hierro ligero. Tiene que sostener y proteger todos los órganos.
Cada órgano está hecho con láminas de acero flexible. El oricalco me ayudó a
realizarlos, pero cada uno tiene su propio circuito interno; por lo que he
trabajado muy pacientemente para hacerlo lo más parecido a un cuerpo vivo.
—
Me estás dejando completamente atónito. Después de lo que me andas
diciendo, me entran ganas de hacer algo para compensar tu trabajo y para que me
perdones el comentario de antes.
—
Ya has hecho mucho al plantearme un desafío como éste. Estoy
completamente absorbido por él y deseando comprobar que funcione. — Los ojos de
Hefestos brillaban de energía y entusiasmo.
—
Así que te está gustando.
—
¡Me está encantando! — Hermes se echó a reír.
—
De verdad que eres un otaku sin remedio. Muy bien, pues sigue con
ello. ¿Cuánto crees que te queda?
— de dos a cuatro meses
—
¡¿Tan rápido lo vas a tener?!
—
Antes de la primera prueba, por supuesto.
—
¡Qué eficiencia!
—
Queda poco. Sin embargo, antes de cerrar el cuerpo, necesito el
corazón de Pandora.
—
Por eso no te preocupes; lo tendrás a tiempo.
—
Está bien. Ahora que ya has visto cómo va, necesito regresar a mi
trabajo.
—
Y yo al mío. ¡Hasta luego! — Hermes se dirigió a la plataforma
espacial.
—
¡Espera! Reparar esas plataformas cuesta mucho; ya te has cargado
una, así que sal por la cúpula.
—
Así que te has enterado ¿eh?
—
Era imposible no oír esas carcajadas.
Hefestos alzó su
índice a la cúpula, lanzando un rayo blanquecino. La cúpula se abrió y Hermes
salió al exterior. Cuando se giró hacia atrás, la cúpula había desaparecido y
el cráter parecía igual que siempre.
—
Así que también es una especie de barrera para proteger la fragua
¿eh? Muy interesante.
Habían pasado los dos meses más rápido de lo
que podía imaginar Hermes. Ya había llegado el día esperado, el día en que el
mensajero iría a buscar la última pieza del puzle que había ideado Atenea. Debía
estar agradecido, pues Hades todavía no se había percatado de que el casco de
su armadura era falso. Probablemente porque no la había usado en esos meses,
pero para visitar a los Titanes ¿iba a necesitarla?
Sentado en la ventana de la habitación de
Zeus, Hermes le miraba con una copa de vino en la mano pensativo. El momento en
el que su padre se iba vistiendo estaba siendo casi un ritual. Los criados le
iban colocando los pesados brazaletes y hombreras pausadamente, encajaban cada
pieza con mesura y respeto. Zeus se miraba al espejo con reserva, sus anchas
cejas bancas dibujaban una mueca de sabiduría y fuerza a la vez…; de
determinación y prudencia. Sus ojos
azules no mostraban una pizca de humedad. Atenea, Ares y Apolo también estaban
ahí.
—
Padre, ¿de verdad no queréis que os acompañe? — dijo Ares en
resolutiva y potente voz. — Este brazo puede cortar cualquier amenaza que se cierna
sobre su reino.
—
Mi arco os guardará las espaldas también. — dijo Apolo.
Atenea se mantenía silenciosa y contemplativa
como siempre, pero Hermes podía percibir preocupación en ella. Era la más lista
sin duda, pues por mucho que insistiera en proteger a su padre como sus hermanos,
bien sabía la diosa que aquel asunto lo debía resolver él solo, junto a sus
hermanos directos.
Zeus se volvió a sus cuatro hijos mientras se
ajustaba la capa y el cinturón de oro.
—
No habréis de preocuparos hijos míos. Esto es algo que solo yo y vuestros
dos tíos debemos hacer. Bien lo sabéis; nuestros tres poderes combinados
consiguieron apresar la violencia de Cronos. Son esos tres poderes los que
deben ser restaurados nuevamente. El resto de los Titanes sin Cronos, no son
peligrosos. Se mantienen en sus jaulas sin atender a cambios ni amenazas.
—
Padre…, — dijo Atenea. — ¿Cómo os sentís cuando veis a Cronos?
Zeus se giró a Atenea, quien como mujer se
preocupaba más por los sentimientos que por la mera inspección.
—
Nuestro padre dejó de inspirarnos amor mucho antes de que
creciéramos lo suficiente, hija. Cada alumbramiento de tu abuela, se convertía
en una enorme pesadilla para tu abuelo. La profecía le había atormentado desde
que la oyó por primera vez y el tiempo fue devorando su seguridad, cordura y bien
hacer. Por eso hizo lo que hizo con nosotros. Sinceramente, no puedo sentir más
que lástima por él. Por eso tuve que destronarle y enclaustrar su locura en el Tártaro
antes de que provocaran más muertes sus fantasmas.
—
Sois un hombre justo, padre, y también bondadoso.
Hermes no pudo evitar soltar una risa en ese
momento al oír las palabras de Atenea. La diosa de la sabiduría disimulaba muy
bien sus planes. Nadie podía imaginarse que iba a ser la propia hija preferida
de papá la que le iba a traicionar.
—
¿Te parece gracioso, Hermes? — dijo Apolo con el ceño fruncido. —
Nuestro padre se dispone a arriesgar su vida por el bien de la humanidad y
¡solo se te ocurre beber vino y reír! — Apolo quitó la copa a su hermano menor
quien protestó.
—
¿Qué mosca te ha picado? ¡Devuélveme ese vino! ¿Acaso me he metido
contigo?
—
Eres el parásito de este lugar, Hermes. — dijo Ares. — Todavía no
puedo creer que nuestro padre te aceptara entre nosotros.
—
¿Es que habéis de descargar vuestros absurdos miedos en mí? – dijo
Hermes levantándose.
—
¿Qué diablos te pasa? ¿De verdad eres tan insensible? No te
preocupas ni tan solo un poquito por lo que pueda pasar. Es lógico preocuparse
por los seres queridos. — dijo Apolo.
—
Ni tengo miedo, ni soy un insensible. — dijo Hermes sonriente. —
Es solo que permanezco tranquilo. — dijo cruzándose de brazos. — ¿Acaso no hay
razón para estarlo? Nuestro padre es Zeus ¡Por todos los sátiros de Arcadia!
¿Qué hay que temer?
Los tres hermanos se quedaron perplejos ante
las palabras de Hermes. El pequeño pícaro desplegaba una confianza muy poco
común. Zeus respondió con una sincera y afable carcajada.
—
Me alegra que estés con nosotros, hijo. — Dijo Zeus acercándose a Hermes.
— Siempre dices las palabras adecuadas cuando hace falta. Por eso te adoro. —
Zeus dio un beso en la mejilla a Hermes quien protestó asqueado. — Y a vosotros
también, hijos míos. Somos una familia grande y unida. Por eso hemos de
mantenernos juntos. — Los grandes brazos de Zeus se cerraron en sus otros tres
hijos, quienes, dolidos y aplastados por el exacerbado afecto de su padre, no
podían ni respirar. – Ahora almorcemos todos juntos; el solsticio no entrará
hasta las diez de la noche. Hermes, tú nos acompañarás a Poseidón y a mí. Con
tus habilidades nos trasladaremos con más rapidez al Hades.
—
Cómo deseéis, padre. — respondió el argicida
—
Después dedícate a las almas.
—
De acuerdo. Así el viaje será más entretenido.
Apolo
y Ares se miraron de reojo. Los dos estaban celosos de que Hermes tuviera el
privilegio de acompañar a su padre en tan importante labor. Atenea seguía
silenciosa mirando a Hermes, quien se giró disimuladamente y le guiñó un ojo:
“Hoy
es el día, hermanita, pronto terminaré tu encargo”
Escuchó
Atenea por el pensamiento a su hermano.
El
resto de la tarde se le pasó a Hermes muy despacio, probablemente por lo que
tenía que hacer aquella noche. Entrar en el Tártaro le provocaba una mezcla de
intriga y nervios, pues él nunca había estado allí. Podía perderse, que el
casco de invisibilidad no funcionara correctamente con él o que su padre y tíos
le descubrieran con las manos en la masa. Todo era una mezcla de sensaciones que le
provocaban cosquillas en el estómago, comenzando la adrenalina a despertar
todos sus sentidos. ¡Iba a ver a los legendarios Titanes! Quería que llegara ya
el tan esperado momento y a las siete de la tarde llegó.
Sentado
sobre la rama de un árbol, a los pies del río Ínaco en Argos, Hermes se
encontraba a la espera de que llegara su padre y Poseidón. Desde allí iba a
trasladar a las almas que ya esperaban acumuladas en torno a él y a los dos
reyes. Desde la lejanía el mensajero percibió un zumbido que se hizo cada vez
más fuerte. Sonaba como una enorme ola.
Alzándose hasta lo alto de los árboles pudo ver desde la desembocadura
del río una ola y una potente luz turquesa acercarse a toda velocidad. Era Poseidón quien se deslizaba sobre una
enorme concha tirada por un enorme delfín. Iba acompañado de Glauco, quien le
escoltaba hasta su destino. Al llegar a la altura de Hermes, el mensajero se
adelantó para saludarle con respeto.
Poseidón
se irguió altanero, dejando de luchar contra el zarandeo de la concha al chocar
contra las olas. El rey había surfeado
expertamente, lo que incluyendo su exótico físico, no podía más que hacerlo
todavía más atractivo a las miradas. Por eso todas las almas se habían girado a
contemplarle, maravilladas por el porte del dios del océano.
—
¿Qué es esto? — preguntó inquieto Glauco, al ver a las almas desamparadas.
— Esperad majestad, dejadme que los aparte de vuestro camino. — Glauco adoptó
postura de ataque, pero Hermes se interpuso delante suyo para detenerle.
—
¿Acaso no sabes que recién oculto el sol, la muerte es la que
acumula a estas almas en torno a su psicopompo?
— dijo Hermes.
—
¿Cómo osas a hablarme así? — respondió Glauco indignado. — Soy el
general del Atlántico Norte.
—
Y yo el guía de estas almas y miembro Olímpico, ¡no lo olvides!
—
Impertinente…— dijo entre dientes Glauco.
—
¡Basta! — dijo Poseidón. El general se inclinó humildemente y el
mensajero miró al hijo de Rea atentamente. — Hermes está aquí, por mandato de
Zeus. Ya has hecho suficiente hoy al escoltarme hasta aquí.
Poseidón bajó de
su peculiar transporte dejando apreciar su vestimenta completamente. Un quitón blanco deslumbrante le cubría todo
el poderoso cuerpo. Una llamativa túnica turquesa, bordada con meandros en
forma de ondas de mar, colgaba de sus fuertes brazos. Una impecable capa blanca con forro le
arrastraba por la espalda. Portaba sobre las sienes su corona de nácar y en la
mano derecha el tridente de oro.
—Ahora el relevo
pasa a Hermes. — continuó Poseidón. — Vuelve al pilar y vigila bien mi templo.
Ya sabes que no me gusta dejarlo solo tanto tiempo. En cuanto termine regresaré
a la Atlántida.
—
Como deseéis, su majestad.
Glauco se levantó
y regresó a las aguas del río echando una mirada de desconfianza y advertencia
a Hermes.
—
¡Bienvenido, querido tío! — dijo Hermes sonriente quitándose el
petaso e inclinándose respetuoso.
—
¡Mide tus palabras conmigo, desvergonzado! — dijo severamente el
dios del mar, ofendido por el familiar nombre de “tío” — No hablas con un general marino sino con un
rey. Que te quede claro: Vives en el Olimpo, pero no sigues siendo más que otro
bastardo de mi hermano.
“También me alegro
de verle.” Pensó Hermes con resignación mientras ocultaba sus pensamientos bajo
un gesto serio. Poseidón se giró a las almas quienes aún le miraban.
—
¿No podías haberlas dejado antes en el Hades? No es muy regio
entrar en el Hades seguido de una corte semejante.
—
He dejado ya unas seis tandas de almas antes pensando que ya había
terminado; pero la gente muere a todas horas. Habitúese su majestad pues ahí abajo habrá
muchísimas más como éstas y algunas de ellas, menos agraciadas a la vista. —
Poseidón levantó su ceja derecha con recelo, pero parecía comprender la
situación mejor. No obstante, no se privó de devolver a Hermes su ironía
diciéndole:
—
Esa desorganización de tus tareas y falta de responsabilidad es
muy típica de ti. Me pregunto cuándo madurarás de una vez.
—
Como si sus hijos fueran
mejores que yo. — dijo Hermes en voz baja y maliciosa, poniendo los ojos en
blanco.
—
¡¿Cómo has dicho?!
Afortunadamente,
antes de entrar en una acalorada discusión familiar entre tío y sobrino,
irrumpió un rayo en medio de las almas. Los espíritus se alejaron huidizos,
pero cuando su luz los inundó cálidamente se acercaron atraídos por la
agradable sensación. Cuando el
resplandor se disipó, se descubrió al creador del fenómeno, quién no podía ser
nada más ni nada menos que Zeus. Las almas se arrodillaron maravilladas al identificarle.
Zeus les sonrió cálidamente mientras avanzaba hacia los dioses. No tuvo inconveniente en tender la mano a
quienes le tendían las suyas para poder tocarle. Parecía un profeta andando
entre las masas de fieles.
—
Allí viene el rey del mambo. — dijo Poseidón con una extraña
mezcla de tirria y simpatía. Hermes arqueó las cejas sorprendido por el
comentario del soberano del mar. Nunca
podía haberse imaginado algo así en el antipático de su tío.
—
Ya estamos aquí. Te veo muy bien acompañado, hijo. — Escuchó decir
a Zeus, el mensajero.
—
Sí por supuesto. — dijo Hermes respondiendo a su padre sobre las
almas.
Zeus se dirigió a
Poseidón con una amplia sonrisa.
—
¡Hola hermano!
—
Hola chispas. — contestó Poseidón entornando una sonrisa. Hermes
miró el encuentro anonadado. Nunca había pensado que entre Zeus y Poseidón
hubiera tan buena sincronía. Además, ¿qué era eso de chispas?
Los dos hermanos
se abrazaron cariñosamente.
—
Mucho tiempo sin vernos. — dijo Zeus
—
Demasiado. — contestó Poseidón. — Aunque he de reconocer que te
conservas bien a tu edad.
—
No tanto como tú. ¿Cómo es que te hiciste joven otra vez?
—
Sufrí un duro golpe, hermano, y no tuve más remedio que
rejuvenecer. ¿Por qué? ¿Acaso te sientes más viejo? — el comentario malicioso
de Poseidón, lo que hizo reír a carcajadas a Zeus.
—
Ya me había acostumbrado a que fueras el mayor. — respondió Zeus.
— ¿Qué clase de golpe es capaz de alterar al primogénito?
—
No sabría decirte con certeza…— contestó el soberano del mar
contemplando la confusa nube de su mente. Para tranquilidad de Hermes, todavía no había
averiguado el rey, el golpe que había sufrido por él mismo.
—
Espero que te recuperes. No me gustaría que Cronos nos viera a
ninguno expuesto a nada.
—
Lo mismo digo.
Zeus se dirigió a
Hermes, habiendo comprendido que era mucho esfuerzo para el mensajero trasladar
a todas aquellas almas al Hades junto a los soberanos:
—
Las ondas infernales no podrán con tanta carga. — dijo Zeus. —
déjame que te ayude, hijo; entre los dos podremos hacerlo.
—
Gracias, padre.
Dicho así, Hermes
lanzó las ondas infernales que fueron potenciadas por los poderes de Zeus de la
doble dimensión. No tardaron nada en hallarse todos ellos en los grises y
oscuros Campos de Asphosdeles. Una vez
allí, Zeus y Poseidón, guiados por el mensajero, llegaron a los pies del río
Lete. Allí el rey del mar hizo aparecer
una bonita embarcación que los iba a llevar hacia el Erebo.
—
Hasta aquí termina tu cometido, hijo. — habló Zeus.
—
¿Estaréis bien? ¿Sabéis el camino?
—
Hades nos guiará desde aquí. – respondió Poseidón, mientras
colocaba el tridente en la proa de la embarcación. — el tridente hará de vela y mástil.
Zeus penetró en
la barca ayudado de su hermano.
—
Cuídate chispas. — dijo Hermes a Zeus simpático.
—
¿Acaso dudas de tu padre? – le dijo Zeus sonriente.
—
¡Claro que no! Pero luego andan diciendo que tengo la sangre demasiado
fría. – dijo Hermes con gesto infantil.
—
Los que te conocemos bien sabemos que no es cierto. — Zeus
despeinó a Hermes con afecto al frotarle el pelo. — Hasta ahora, hijo.
—
Cuídese usted también, tío. — dijo Hermes.
—
¡Deja de llamarme tío! — protestó furioso Poseidón.
Con las
carcajadas de Zeus y la ira de Poseidón, que miraba irritado a Hermes, la
embarcación comenzó a alejarse de la orilla, desapareciendo entre la niebla.
—
He de darme prisa en llevar a esas almas a sus destinos. Con un
poco de suerte llegaré al Frageronte antes que los tres reyes. — se dijo Hermes
retornando hacia donde había dejado a las almas. — Para mí consuelo, el río Lete
es bastante más largo y aburrido que el Aqueronte. Antes de ponerse en marcha,
los tres reyes cenarán. Eso me dará
tiempo.
Hades recibió a sus hermanos en el muro de los
lamentos. La pre entrada al Erebo y los Elíseos, según la dirección que se
tomara y que solo él era capaz de desvelar.
Los dioses Hipnos y Tánatos se encontraban tras él, seguidos de Morfeo,
Pánico y Pena. La embarcación
desapareció cuando Poseidón y Zeus posaron sus pies en las baldosas de piedra.
Hades estrechó la mano a Poseidón y después a Zeus sonriente.
—
Otra vez los tres juntos. – dijo Zeus orgulloso.
—
Tu hermano como siempre, tan infantil. — dijo Poseidón a Hades,
—
Sí al fin y al cabo siempre seguirá siendo el pequeño de nosotros– dijo
Hades. — Vamos a comer algo y a hablar. Es casi la hora de cenar.
—
Manjares del Hades. Estoy deseando probarlos. — dijo Zeus
tocándose su prominente y musculoso abdomen.
En torno a las nueve y media de la noche,
Hermes estaba sentado impaciente en un peñasco. Se encontraba entre las
prisiones sexta y séptima. El lugar donde se extendían la fosa de sangre, las
arenas infernales y el bosque del infierno.
En dichos lugares Hades castigaba a las almas que habían pecado de
violencia en su vida anterior. La fosa de sangre ahogaba a los asesinos entre las
sangres de sus víctimas, en el bosque eran torturados los asesinos que se
habían ensañado y torturado a sus víctimas. Bestias indescriptibles recorrían
la oscuridad de la arboleda muerta acechando a dichas almas y devorándolas poco
a poco y dolorosamente. Las arenas infernales abrasaban a inductores y
mercenarios tragándoselos poco a poco.
A Hermes no le hacía ninguna gracia permanecer
en aquel lugar escuchando los escalofriantes gritos de los condenados, pero
aquél era el mejor punto para vigilar la llegada de los tres soberanos. Bajo
sus pies se encontraba la cascada donde el río Cocitos era derretido por el
ardiente Flageronte. En el oeste se encontraba perfectamente visible el
desfiladero del Erebos y al final de éste las puertas del Tártaro.
Hermes echó un vistazo al Tártaro. Aquel lugar
era una cordillera montañosa de altos picos, cuyo interior era un entramado
hueco de galerías. Era lo más parecido a lo que se conocería en tiempos más
modernos como mazmorra. En cada celda habría un Titán diferente que permanecía
sellado desde hace miles de años. El mensajero se fijó en las prominencias de
las montañas, nada que ver con el relieve natural de las mismas. Aquellas
prominencias eran los Hecatoquiros.
Los Hecatoquiros, hijos de la diosa Gea y
Urano, eran los más recomendables para guardar el Tártaro, pues tiempo anterior
a la Titanomaquía había sido su propio padre, Urano, quien los había encerrado
en su interior junto a los cíclopes, avergonzado por el aspecto de éstos y
también temeroso de que se le revelaran. Ningún dios griego parecía estar
tranquilo con su descendencia, siempre ensombrecidos por el temor de que les
arrebataran el trono.
Hermes se preguntó en ese momento si Zeus
habría heredado dicho miedo también, pero a diferencia de sus antecesores,
siempre había mostrado una gran estima a todos sus hijos, fueran estos semi
mortales o inmortales. No parecía tener dicho miedo, o tal vez su exacerbado
cariño hacia sus hijos era una muestra de debilidad por mantenerlos siempre
contentos y que no quisieran trepar al trono.
—
Nunca me he puesto tan reflexivo como ahora. — se criticó Hermes.
— esto me pasa por estar tanto tiempo sentado. Estoy cansado de esperar. Me voy
a acercar más al Tártaro. Al menos podré estirar las piernas un poco
Colocándose el casco de Hades, las alas
recogidas en lo alto del mismo se expandieron formando un ala crestada frontal.
Después se cerró en una máscara frontal abierta por los ojos. Era aquél
mecanismo el que permitía hacer invisible a su portador y le facilitaba al
mismo tiempo el vuelo.
Los Hecatoquiros permanecían inmóviles como
enormes gárgolas que amurallaban la ladera montañosa del Tártaro. Su tamaño y
textura se confundía con las rocas de la orografía. Eran enormes colosos de Rodas
cuyos diez brazos se mantenían sujetos a la tierra. Cuando Zeus le relataba la
Titanomaquia cuando era pequeño, describía a estas criaturas como gigantes de
tierra y carne. Con una fuerza diez veces más grande que la de los cíclopes y
gigantes.
Descubrió
la curiosa postura semi humana de las enormes criaturas sorprendido. El
hecatoquiro permanecía literalmente adherido a la montaña. Sus brazos se
hundían, abrazando las rocas de su superficie, perfectamente sujetos a ella. Parecía una garrapata en el pelaje de un
animal. Podía distinguir la espalda, la curvatura de los glúteos y las fuertes
y gruesas piernas; pero lo más curioso de todo, era que tenía el cuello
totalmente vuelto del revés. La cara
estaba frente a la suya, pudiendo distinguir unas bruscas facciones donde
habían nacido elementos naturales. El musgo, las zarzas secas y algunas plantas
en forma de caña cubrían la tosca piel. Estaban amarillentos y tronchados de
haber soportado los azotes abrasadores de aire proveniente del Frageronte.
“Si no fuera consciente de que es un hecatoquiro.,”
pensó el mensajero.” … no parecería más que una ilusión óptica a mis ojos.”
Hermes podía posarse sobre la nariz de la
criatura del tamaño que ésta tenía. Se
preguntaba el dios si sería su superficie dura o blanda como la de una nariz
normal. Se asomó por las fosas nasales;
eran éstas tan enormes, que podía penetrar en ellas como un mosquito diminuto.
Tomando una de las ramas secas, Hermes la apretó un poco contra la punta de la
nariz. No parecía un tejido demasiado duro, pero tampoco era demasiado blando.
Después sintió que la boca parecía deformarse en una mueca de estornudo. Todos
los músculos de la cara se movieron y el impulso interno expulsó un montón de
porquería y viento por los agujeros.
Hermes se había quitado a tiempo de no salpicarle lo que había sido
expulsado a presión del interior de la nariz. El acontecimiento había sido
bastante asqueroso. Tan asqueroso que no vale la pena entrar a describirlo con
más detalle.
Al apartarse de la boca pudo ver como los
parpados del hecatoquiro se habían abierto mostrando dos cristalinos amarillos.
La mirada era imponente. La criatura
titánica desenterró sus brazos de la montaña y dos de ellos voltearon su cuello
a una postura normal. Las piernas se posaron en el ancho desfiladero de la
montaña. Se sacudió de una vez para quitarse todos los restos de flora muerta
de su cuerpo. Sacudió su cabeza a un lado y luego a otro, saliendo tierra de
sus tímpanos. Al haberse quitado toda la
porquería, Hermes pudo distinguir el cuerpo más humano que antes. Tenía un
poderoso dorso musculado y desagradablemente velludo. El cinto de su faldellín
estaba oxidado por la erosión del tiempo.
Las telas de sus vestidos hechas jirones y llenas de suciedad.
—
¡Vamos hecatoquiros! — dijo la criatura con potente voz a sus
compañeros. Con lo que parecía una fusta comenzó a golpear a los que estaban a
su alrededor vigorosamente. — Terminó nuestro sueño. La hora de llegada de los
soberanos está al caer y estáis todos hechos un desastre. No podemos recibir a
los reyes así. Ya podéis asearos un poco y cambiaros. Tenéis cinco minutos.
Después todos a reunirse en la puerta ¡¿Entendido?!
La última palabra fue tan potente que el eco
resonó por todas las montañas. Todos lo hecatoquiros respondieron al mismos
son.
—
¡Señor, sí Señor!
—
Se comportan como un auténtico ejército. — se dijo el dios.
Hermes contempló echando un vuelo de
reconocimiento como las enormes figuras descendían hacia el Cocitos para
lavarse la cara con el hielo del río que se derretía entre sus manos. Unos
cuantos de ellos repartían ropa limpia.
—
¿Cuántos habrá? — se dijo Hermes sorprendido de que no terminaran
de descender nuevos hecatoquiros de las montañas. — ¿cientos… miles? Nunca me
mencionó Zeus que fueran tantos. Con esta ventaja en número no me extraña que
los Olímpicos ganaran la guerra. Sin ánimo de ofender, claro.
Hermes se colocó frente a la puerta del Tártaro,
donde los hecatoquiros más rápidos ya se estaban colocando. Tuvo tiempo de
sobra para poder contemplar el enorme portón cuyo dintel era presidido por tres
monstruosas figuras con elementos de dragón, serpiente y humano. La puerta era de lo que parecía bronce o
hierro bien forjado; imposible de mover si no se tuviera una fuerza descomunal.
En toda la superficie un relieve que representaba la Titanomaquia atraía todas
las vistas. Seguramente aquella puerta
había sido forjada por Hefestos conmemorando la victoria de Zeus y sus hermanos.
—
General Coptos. — dijo uno de los hecatoquiros, al que se había
despertado con Hermes. — ¿Dónde están las Señoras Erinias?
—
Estarán al llegar. — contestó Coptos. — No creo que se permitan el
lujo de no estar presentes para recibir a los reyes.
—
Me encantará ver la cara de Hades si no están aquí a tiempo. —
dijo riéndose en interlocutor acompañado por el general.
—
Es algo que sin duda será digno de ver. Destaparía muchas
incógnitas que a día de hoy nadie comprende.
Las incógnitas a las que se refería el general
hacían referencia al misterio de por qué las Erinias, también conocidas como
Furias, habían conseguido someterse a Hades.
Las tres Erinias eran absolutamente terroríficas
a los ojos de cualquier criatura. No solo los hombres las temían por los
horribles castigos a los que podían ser sometidos por ellas; sino que los
propios dioses, incluidos los del Olimpo, las respetaban. Su poder también
podía afectarles a ellos. Hermes, ni ninguna deidad, era capaz de comprender
cómo Hades había conseguido controlarlas y ponerlas a su servicio. Al parecer,
en la Titanomaquia, el dios de los muertos había luchado contra ellas, las
cuales estaban en el bando titán. Las había vencido a las tres él solo,
anulando sus terribles poderes, o tal vez sellándolos solo para su propio
beneficio. No obstante, nadie había sido testigo de ello, por lo que solía
decirse que había algún pacto oscuro entre ellos que habría llevado a aquella
situación.
—
Allí vienen sus ilustres majestades. — dijo uno de los
hecatoquiros al avistar las figuras de Zeus, Hades y Poseidón atravesando el
puente del Erebos hacia ellos.
—
¡Hecatoquiros! — Gritó a pleno pulmón Coptos. — ¡En formación!
Los gigantescos hombres de diez brazos se
agruparon en la amplísima explanada anterior a la puerta del Tártaro. Los que
no podían colocarse en esa explanada se pusieron en la parte frontal de la
ladera montañosa, repleta de escalonados desfiladeros que facilitaba el descenso
desde la cumbre.
Cuando Zeus, Poseidón y Hades posaron sus pies
en la explanada, todos los hecatoquiros se arrodillaron al unísono. Hades se
adelantó a hablarles.
Hermes estaba contento de que ninguno de los
reyes vistiera su armadura. Aunque iban con sus mejores galas, se notaba que no
iban a excederse en medidas que no eran necesarias de momento.
—
Honorable guardia de Hecatoquiros. — comenzó a decir Hades. — Sois
el orgullo mío y de mis hermanos. Miles de años lleváis vigilando a los
prisioneros del Tártaro y protegiéndolo de amenazas externas. Hoy, como
hicisteis milenios antes, volvéis a demostrarnos vuestra extraordinaria
lealtad. Sin vosotros, no hubiese sido
posible la renovación de la generación divina.
Nos sentimos orgullosos y halagados por vuestros servicios, buscando una
manera de devolveros con creces todos vuestros servicios. – Hades hizo una
pausa para aclarase la voz. — He podido disfrutar de una larga y agradable cena
con mis dos hermanos y hemos decidido que esta noche y por los tres días que
siguen, celebréis con nosotros el solsticio de invierno. Con el sello renovador que seguirá apresando
la tiranía de este mundo, vais a recibir a día de hoy un sueldo, ropa limpia y
se os permitirá descansar algunos días en los elíseos para que podáis recuperar
fuerzas.
—
Pero señor Hades. ¿Quién cuidará de las puertas entonces? — dijo
Coptos.
—
Habréis de preparar un horario de rotaciones. El Tártaro no puede
quedarse solo, pero eso no hace necesario que os dejéis destrozar en sus áridas
laderas siempre. — contestó Zeus sonriendo benevolentemente.
Hermes sonrió. Estaba claro que era muy
extraño que tal generosidad viniera de Hades o Poseidón solamente.
—
Así lo hemos decidido los tres. — Contestó Poseidón.
Coptos se levantó sorprendido y lleno de alegría.
Se dirigió a sus compañeros.
—
¿Habéis oído hecatoquiros? Alabemos a los Olímpicos una vez más.
Al decir aquello todas las criaturas gritaron
al unísono “¡Larga vida al Olimpo!” y emitieron unos poderosos gritos y
aplausos que erizaron los vellos a Hermes. Cuando la euforia se empezó a calmar
entre ellos, volvieron a sus puestos. Hades preguntó a Coptos dónde estaban las
Erinias. En ese momento desde la cima de la cordillera, se desató lo que
parecía una tormenta de arena roja que se dirigía hacia las puertas
Dicha corriente era atemorizante y veloz en su
trayecto. La proximidad permitió distinguir la causa de dicha nube de arena. Eran
tres tornados; en cada uno de ellos debía flotar una de la Erinias que acudían
a la llamada del rey del inframundo. Las tres fuerzas huracanadas se posaron en
el suelo frente a las puertas desvaneciéndose su poder. Tres mujeres aparecieron entre los tres reyes
y los hecatoquiros encabezados por Coptos.
La menor era Tisífone y castigaba los delitos
de sangre. Su aspecto no era menos temible que los castigos que propiciaba y la
ferocidad demoníaca se percibía en todo su ser. Vestía unos sinuosos velos
rojos que dejaban asomar un vientre blanquecino escamado por los lados. Unas
nervudas alas de murciélago se extendían en su espalda. Tenía las uñas
excesivamente largas. Los ojos teñidos en sangre y dos finos colmillos asomando
de sus voluptuosos labios rojos. Los cabellos de serpientes oscuras eran
recogidos por un largo broche de oro espinoso.
La mediana, Megara, era la castigadora del
adulterio y la que más aspecto humano tenía. Era una mujer con un bello balance
de curvas y la piel ligeramente aceitunada. Para sorpresa de Hermes no tenía
serpientes en la cabeza sino un voluminoso cabello verde suelto y
ondulado. Los ojos eran dorados, pero no
ocultaban el mirar místico y temible de un reptil. Los labios eran voluminosos
pero verdosos. Las uñas eran largas, pero no tan exageradas como las de
Tisífone. Vestía una toga corta, que dejaba ver un par de largas piernas bien
formadas. Dos alas de dragón, del mismo color que su piel, se extendían a su
espalda. Si Hermes tuviera que elegir entre una de las tres, probablemente
Megara sería la de mayores posibilidades.
La mayor de la Erinias, Alecto, carecía de
piernas; lo que a primera vista era muy desagradable. En su lugar una enorme
cola de serpiente se extendía sinuosa en el suelo como soporte. No obstante, de
cintura para arriba mostraba un dorso femenino bien formado. Era la más pálida
de las tres. Tenía los ojos verdes y las serpientes eran recogidas en dos
trenzas enroscadas. Una a cada lado de la cabeza. Eran serpientes blancas con
algunas escamas doradas y azules. El rostro y brazos los tenía pintados con
místicos ornamentos rojos. Los labios eran morados. Vestía un largo quitón
blanco. Las alas de su espalda eran también de dragón y de los mismos vivos
colores que su cabello.
—
¡Vaya, vaya! Los tres soberanos en persona. — dijo en tono
desafiante Tisífone. — ¡Claro que sí! Saturno se deja avistar estos años en el
cielo. El planeta en busca de su
protector Cronos y también hermanastro nuestro.
—
Quince años ha de nuestro último encuentro, resplandecientes y
apuestos olímpicos. — dijo Megara, mientras relamía con su bífida lengua la
comisura de sus labios. Había mirado con ojos lujuriosos a Poseidón. — veo que
el mayor ha vuelto a mostrar su irresistible belleza. — dijo acercándose
sinuosa a él.
Antes de poder
alcanzar la frontera de Hades, una corriente helada que brotó del pie del
tridente de Poseidón, se expandió en río de hielo hasta las piernas escamadas
de la furia. Ésta fue paralizada al instante por la ráfaga cósmica.
—
¡Oh sí! Cuanto echaba de menos este golpe fresco tuyo, Poseidón. —
dijo mientras reía malévola.
—
¿Y tú eres la castigadora del adulterio? No me hagas reír. — dijo
Poseidón con burla. – Ya veo cuál es el secreto de esa venganza…, parece ser
que no tienes con quién calmar tu apetito.
Zeus se echó a
reír en ese momento, intentando ocultar su rostro con una mano. Pero fue
inútil, todos se habían percatado ya de su reacción.
—
No osaré que el dios del adulterio en persona, se ría de mí. —
dijo Megara abriendo su boca dispuesta a atacar a Zeus. Siete serpientes
salieron de su interior para lanzar un ataque, pero la espada de Hades repelió
el ataque, protegiendo a Zeus.
Hermes miró la imagen hastiado.
—
Sabía que una Erinia no podía lucir tan hermosa. — se dijo el
mensajero.
La hoja de la
espada se dirigió al cuello de Megara una vez devueltas las serpientes a su
escondite. La furia miró la punta de la espada y luego a Hades. El dios de los
muertos la penetraba en los ojos despiadado, exhumando un terrible poder. Su
mirada eclipsaba a cualquier demonio en ese momento.
—
¡Déjalo hermana! — dijo Alecto. — No seas tan estúpida de buscarte
la ruina tú misma.
Megara retrocedió
hasta encontrarse con sus hermanas, pero su mirada no se había separado de
Zeus.
—
Venís a comprobar a Cronos. ¿no es así? — continuó Alecto. — Muy
bien. Estáis en vuestra casa. — La furia invitó con el brazo a pasar a los tres
reyes. La culebra de sus piernas se deslizaba en la tierra para abrir un camino
hacia la puerta del Tártaro. Los reyes no se movieron de su sitio.
—
¿No vais a pasar, queridos reyes? — dijo Tisífone mezquinamente.
Zeus pausadamente
se adelantó a sus dos hermanos, colocándose frente a las Erinias. Aun con esa
serenidad reposaba nobleza y poder el rey del Olimpo. Alzando su mano izquierda
por encima de su hombro, un poderoso rayo comenzó a destellar de ella. Con la
derecha apuntó firmemente hacia la puerta. Los hecatoquiros miraban en silencio
todo, apartados a ambos lados de la explanada. Lanzando el rayo con mínima fuerza, éste se estrelló en el aire absorbido por una bóveda invisible, que hacía de barrera.
—
Pretendíais que pasáramos sin haber levantado la barrera, ¡desgraciadas!
— Exclamó Poseidón lleno de ira. Las furias respondieron con unas malvadas
carcajadas, como si se divirtieran de su broma pesada.
—
En serio. — se dijo Hermes. — ¿Cómo consiguió Hades que hicieran
lo que él quería?
—
Ya os habéis divertido suficiente, furias ¿no creéis? — dijo
serenamente Hades. — Dejad de jugar si no queréis que termine lo que empecé con
vosotras miles de años atrás.
El rostro de las
erinias se ensombreció de terror ante las palabras de Hades. Enmudecieron sus
carcajadas y sin articular palabra se dirigieron a la barrera invisible.
Poniendo las tres ambas manos en ella. La barrera abrió un hueco ovalado en el
lugar donde posaban las manos, abriéndose como un telón para permitir pasar a
los reyes. Éstos pasaron mientras las
furias contenían el poder de la barrera para no herirles.
—
Levantad otra vez la barrera protectora. — les indicó Hades que
entró el último — Os avisaré a nuestro regreso para que la abráis otra vez.
Las furias asintieron.
Mientras tanto, Hermes había conseguido
colarse por la parte superior de la apertura antes de que ésta se volviera a
cerrar.
—
Hades, ¿cómo estás tan seguro de que volverán a abrir la barrera?
— Le dijo Poseidón con razonable desconfianza. — Podrían encerrarnos para siempre.
—
No te preocupes, hermano, lo harán. — le contestó serenamente
Hades.
—
Vamos allá. – dijo Zeus resolutivo — Poseidón… Hades… sacar
vuestros atributos divinos. No perdamos más el tiempo.
Los tres hermanos se alinearon en torno al
portón con Hermes vigilándoles de cerca. El dios de los ladrones, también podía
llamársele de los espías, pues con sus increíbles dotes; no solo había
conseguido una solución para no ser visto por los demás, sino que también había
hecho elenco de una de sus habilidades especiales, para que ni siquiera su
presencia y cosmos pudieran ser detectados.
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