CAPÍTULO 4: Siguiendo el rastro de la guerra




La Grecia se extendía de la siguiente forma. En el norte Hélade y Tesalia, donde se encontraba el reino de Yolco, gobernado por Esón, desposado con Alcímete. Bajo Hélide y Tesalia, Ática y Beocia; donde estaban los reinos de Atenas, Tebas y Orcómeno. En Atenas gobernaba Egeo, desposado con Mélite; en Tebas, Layo, descendiente de Cadmo, desposado con Yocasta y Orcómeno, donde gobernaba Atamante desposado con Nefele.
Bajo Ática se ubicaba Corinto, gobernado por Pólibo, descendiente de Sísifo, desposado con Mérope; Micenas, gobernado por Tiestes, el asesino de Atreo y Argos, gobernado por Euristeo el primo y futuro yerno de Heracles.
En el sur, en la región llamada Mesenia, se encontraba el guerrero reino de Esparta, gobernado por Tíndaro, padre de la bella Helena y los gemelos tan bien conocidos como los Diososcuros, y los preferidos por Hermes.
Era en el sur, por las zonas contiguas a Arcadia, donde vastos ejércitos que se abastecían de Esparta avanzaban sin descanso. Unos eran mercenarios, dirigidos por el hijo de Poseidón y hermano de Esón, Pelias, y otros eran potentes y sanguinarios soldados, entrenados por los reyes Tiestes y Tíndaro; pero todos ellos conquistaban bajo los estandartes de Ares. 

Desde Tracia, el dios de la guerra se retozaba satisfacción y orgullo sobre su trono de oro.
— La calma antes de la guerra.— Se decía Ares, mientras asomaba una dentada y temible sonrisa.— Entregó las bolas con las que jugaba entre sus dedos, a su amante Enio, diosa del horror.
Se alzó en sus poderosas y musculosas piernas y bajó las escaleras hacia el mapa de Grecia, proyectado sobre el suelo de su templo. La línea roja que delimitaba el terreno conquistado estaba cada vez más expandida
— Pronto todos los reinos tendrán un templo en mi honor. Barreré cada ciudad de los más débiles creando una raza tan fuerte y temible como mi amada Esparta. ¡¡Mira querida Eris!!, lo bien que me sienta tener el mundo bajo mis pies— Dijo mientras reía a carcajadas pisando en mapa y girando sobre sí mismo.
— Os merecéis mucho más que eso, mi señor.— Dijo la diosa de la discordia reverenciándole.
— ¡Enio, tráeme vino! ¡Se me seca la garganta solo de pensar el hartón de sangre que me queda por ver!
En ese instante los dioses Fobo y Dimo irrumpieron en la sala. Al verlos Ares les reprochó qué hacían ahí en lugar de estar en el campamento de sus soldados.
— Tenemos un pequeño problema, mi señor. — Dijo Dimo.
— ¿Qué diablos dices?— Dijo bebiendo el sorbo de vino y limpiándose con el dorso de la mano.
— Es Pelias, se niega a seguir luchando a no ser que le entreguéis ya el reino de Yolco.
— ¡¿Qué?! ¿Cómo osa ese insolente a desafiarme así? — Dijo mientras sus ojos se inyectaron de sangre por la ira que recorría sus venas. Lanzó la copa contra la pared, empapando de color vino la estancia. — Muy bien, someterle a obedecerme. Hacer vuestro trabajo dioses del miedo y el terror a no ser que sea yo quien le obligue, y juro que mi método será mucho más atroz que el vuestro. — Los dioses inclinaron su cabeza desvaneciéndose en el aire. Ares volvió a subir al trono echó su capa hacia atrás y se sentó.
— Ya os lo dije, mi señor, no debisteis fiaros del hijo de vuestro enemigo Poseidón para serviros.— Eris salió despedida por los aires tras decir eso. Golpeó su espalda contra la pared dejando su silueta en ella y cayó al suelo después. Ésta sintió una dolorosa punzada en su hombro que le sangraba y ardía por dentro.
— ¿Qué es esto…? — Dijo retorciéndose de dolor.
— Una advertencia. Modera tus vapuleos conmigo, Eris, o te destruiré definitivamente. — Dijo el dios que con un solo brazo había conseguido sacudir a Discordia en la distancia. Miro la diosa el destello carmesí ardiente que resplandecía del índice de Ares.
— ¿Tú vas a destruirme a mí? Soy tan inmortal como tú. — Dijo socarrona. Ares volvió a lanzar tres destellos más, desencajándosele la cara a Discordia, a quien le brotaban un reguero de sangre de los dos hombros el vientre y el muslo.
— Hay otras formas de destruir a un dios y ese es el dolor que yo solo puedo propiciarles. Será éste tan desesperante que enloquecerás hasta que anule por completo tus poderes. ¿Has entendido? — Eris afirmó mientras recorría todo su cuerpo el dolor punzante de sus heridas. — ¡Márchate de mí vista! — Aulló Ares. Eris desapareció en el aire. — Ese Pelias va a saber, por qué soy invocado dios de la violencia…


Los espesos viñedos y frutales de Orcómeno estaban teñidos de un color rojizo que los ahogaba. El devastador coral que había sembrado el Dragón del mar, no solo absorbía el agua, sino que la contaminaba matando cualquier vegetal. Nefele estaba muy preocupada pues veía la tristeza de su esposo y como después de las primeras muertes de envenenamiento, la gente había dejado de beber y comer temiendo morir y cada vez estaban más débiles. Sentía muy impotente de no poder partir el maldito arrecife de Copais.
— ¡Maldito seas Poseidón! — dijo mientras le resbalaban las lágrimas de sus ojos. — ¿Es así como pretendes que la gente te amé?
Escuchó crujir unos tallos. Al alzar la vista al coral éste se desintegró en el aire esparciendo los trozos por el suelo. Copais volvió a aparecer donde antes se había enredado y justo en el centro de mismo una aura dorada y resplandeciente iluminó los montes. Cayó la reina de rodillas llorando de alegría.
— ¡Cómo es posible…! — se dijo la reina. — lo ha partido con una sola mano.
El aura se desvaneció dejando avistar a un alto y corpulento sujeto envuelto en ropajes blancos y mojados, pero era tal la capa que llevaba que no se podía percibir su anatomía. Avanzó la figura como un fantasma sobre las aguas dejando a su paso el sonido metálico de unas cadenas, donde se enredaban algas. Al llegar a la orilla la reina pudo comprobar que tanto sus muñecas como sus tobillos estaban presos de gruesos y pesados grilletes cuyos eslabones chispeaban de rayos azulados. Cayó el extraño rendido sobre el suelo, dejando bajo el peso de su cuerpo una profunda hendidura como si hubiese caído una roca sólida y pesada.
La reina se arrastró hacia él. Escuchó que respiraba sofocado de un inmenso esfuerzo y temerosa hizo ademán de quitarle la amplia capucha, pero antes de hacerlo sintió un fuerte calambre que la rechazó.
—Ne…fe…le — Dijo él con voz afónica— No te acerques a mí, todavía sigo preso por los poderes de mi padre.


Hermes caminaba silbando una folclórica canción pastoril. Acababa de visitar a su hijo Pan y a las ninfas del bosque del monte Cilene. Cuando avistó la cueva donde fue concebido y gestado la nostalgia embargó su alma y con ternura alzó el vuelo hasta la misma. Había un exquisito asado de conejo en el fuego que hubo reconocido al instante por su olor. Era la especialidad de su madre. Dejó el caduceo a un lado, se frotó las manos y relamiéndose los labios levantó la tapa y alzó el cucharón. Antes de poder saborear el guiso escuchó una gentil voz decirle:
— Te has lavado las manos, hijo…
El dios se giró y vio a su bella y madura madre con un cesto en la entrada de la cueva. Afirmó y se metió la cuchara en la boca. No le dio tiempo a opinar pues salió corriendo ardiéndole la boca al arroyo de la entrada. Bebió de las cristalinas aguas con ansia hasta templar su lengua, mientras escuchaba las risas de su madre que lo miraba desde el umbral de la cueva.
— Eres incorregible, hijo mío. Tan impulsivo como siempre. En eso te pareces a tu padre. — Dijo mientras cogía las frutas que había recolectado y las pelaba en un cuenco. — Y lo peor de todo, ni me das un beso de saludo.

Hermes la tomó en brazos y le plató un beso en toda la cara.
— Estas tan bonita como siempre, mami.
— No me intentes engatusar, te conozco bien, por eso te parí.
— ¿Entonces puedo quedarme a comer?
— ¿Cómo puedes preguntarme eso? Todo el día aquí sola y por un día que me visitas ¿voy a echarte? — Suspiró. — Mírate, tan pronto me arrancaron de tu lado, que me he perdido prácticamente toda tu vida.
— Bueno… por eso somos inmortales. Porque nos vemos poco y así contrarrestamos. — Dijo guiñándole un ojo.
— Anda… ve y pon la mesa. — Dijo la madre riendo.
— Enseguida. — Y tan rápido como la madre se giró que estaba puesta y su hijo sentado tocando la flauta dejándola boquiabierta. Miró Maya, las sandalias de su hijo y el petaso sobre la mesa
— De veras que son veloces. — Dijo la madre mientras servía la comida.

Hele, siguiendo las secretas instrucciones de su madre se introdujo sigilosa tras el pasadizo de las alcobas reales. En medio de una fría oscuridad el hermoso hálito dorado del fugitivo envuelto en blancas ropas le guio hasta él. Sentándose sobre sus talones se inclinó servicial a ofrecerle el cuenco de alcaparras. El hombre sin dejar asomar su rostro bajo la capucha lo tomó entre sus manos por la base y se lo atrajo a su imperceptible boca. Hele escuchaba como masticaba e incómoda por el silencio le dijo gentilmente.
— Sentimos no poder ofrecerte algo más apetitoso, pero es lo único que conservamos que no ha sido aún contaminado.
La joven observó las manos heridas del hombre, solo podía percibir la última falange de los dedos, pero los rasguños y heridas de los mismos, eran pronunciados, probablemente consecuencia de haber partido todo el coral de Copais. El coral que ya había desaparecido, pero cuyos estragos no podían repararse ya. Después miró las pesadas cadenas de los pies y manos del embozado. Ya no destellaban, pero sí emitían un fulgor azulado resplandeciente, como si hubiesen sido soldadas ayer y por el mismísimo Hefestos. Parecían tener vida propia.
— Deben dolerte mucho…— Dijo lastimera.
— Solo cuando intento utilizar mis poderes… Eres muy amable al traerme algo de comer querida prima. –Dijo finalmente el extraño devolviéndole el cuenco.
“¿Prima? “Se preguntó ella por dentro sorprendida pues no conocía más primos que los de las lejanas tierras del oriente.
El prisionero se apoyó sobre la pared y ella sintió el peso de las pupilas de él mirándola, aunque no podía verle los ojos.
— Te has convertido en una preciosa princesa de lemuria. Eras muy pequeña cuando nos conocimos en el quinto aniversario de bodas de tus padres… sigues teniendo los mismos alegres ojos de entonces. — A Hela se le resbaló el cuenco de sus manos al escuchar aquello mientras las mejillas se le encendían. Salió corriendo hacia la alcoba de su madre. En ella estaba su hermano Frixo que la detuvo en la carrera.
— Él… él es…—Comenzó a decir la melliza.
— Sí, él es Chryssos, nuestro primo desaparecido. —Respondió él.
—Pensé que estaba muerto.
— Yo también, pero madre me lo ha explicado todo. Ha sido prisionero de su propio padre Poseidón todo este tiempo.
— ¿Por qué?
— Porque él teme a nuestra raza, y por eso mató a su esposa y encarceló a su hijo.
Hele salió corriendo de la alcoba llorando desconsolada hacia su habitación. Frixo intentó ir tras ella, pero se quedó en la puerta cuándo ésta se le encerró enfrente.
Oculta tras una de las estatuas de mármol del pasillo salía Ino sonriendo maliciosa.
—Por fin apareces, hijo renegado de Poseidón. — Diciendo esto salió por la ventana aullando de victoria, pero la gente no le hizo caso pues ya estaban acostumbrados a sus irracionales y locos arrebatos

En el campo de sepulcros, posó el mensajero sus pies alados. Unas cuantas tumbas acababan de sellarse dejando el olor a tierra húmeda y recién excavada. Las últimas plañideras seguían llorando muertes mientras iban retirándose. Con ese murmullo miró el dios el horizonte donde el sol comenzaba a ponerse. El cielo se teñía de malva y ámbar y las nubes flotaban esponjosas suspendidas en el aire.
Todo estaba en calma no había viento, ni frío ni calor.
— Es el momento ideal para emprender el viaje. — Alzó el caduceo firmemente diciendo:

¡EXHUMACIÓN DE ALMAS!

El caduceo se clavó en el suelo. La tierra vibró bajo los pies y de los nichos salieron las almas de sus huéspedes. Todas ellas se acercaron en torno al dios en vértice. Una especialmente infantil se aproximó tanto hasta que tocó la túnica granate del merculino. Era una niña, Hermes la miró sorprendido y entornando los ojos la reconoció 
—¿No eres tú la hija del mercader del Pireo?— La niña afirmó aspaventosamente y sonriente.
— Mi papá me dijo que no temiera porque tú ibas a venir a buscarme. Estaba muy triste. Tenía lágrimas en sus ojos, pero, sin embargo, yo dejé de sentir dolor cuando aquel señor de pelo plateado me visitó. — Hermes se puso de cuclillas. La niña enseñó una estatuilla de la efigie del dios. — En mi casa te querían mucho.
— Sabía de tu enfermedad, pero no pensé que fueras a verme tan pronto. — Le puso la mano cariñosamente en la cabeza. – Al fin y al cabo, Tánatos libra de su dolor a estas gentes. —Sonriente el dios le ofreció su espalda y la niña se subió a bruces.
Alzándose el dios sobre sus atributos alados se dirigió a la muchedumbre de almas.
— Bien recién muertos, ¿listos para emprender el viaje al Hades? — Alzó el índice al aire:

¡ONDAS INFERNALES!

Las espirales violetas encerraron a las almas en un profundo túnel, que atravesaron a velocidad imperceptible. Al final el cielo rojizo se abrió en un espacio abierto de paisaje desértico, oscuro y repleto de llamas azuladas. Sobre éste aterrizó el dios, donde ya le esperaba unas cuantas almas más. Un extenso grupo de personas ensangrentadas, heridas y mutiladas, que fueron rodeadas por las flotantes almas que Hermes había recogido en el cementerio
 — ¿Qué le han pasado a esos hombres de allí, Hermes?— Dijo la niña asustada.
— Eso, pequeña, son los horrores de la guerra. Menos mal que tú no los has sufrido. – Fijó sus ojos en la niña que seguían transmitiendo horror. — ¡Hey! — Le dijo. — ¿Ya te has olvidado de lo que te ha dicho tu padre?, no debes temer nada, yo estoy contigo. — La niña sonrió y se aferró más al cuello del dios. Éste con benevolencia sacudió el caduceo que iluminó la oscuridad. — Escuchadme— Les dijo a las almas. — Ahora debéis ir a la fuente amarilla y cruzaréis el río. Nos veremos al otro lado. Repartiros en dos filas y no perdáis de vista la luz lima.
— ¡Tengo las monedas listas! — Dijo la niña.
— ¡Oh! A ti no te harán falta, porque sé dónde vas a estar. Los campos Elíseos están más cerca de lo que parece. — Dijo guiñándole el ojo. – Además, ¿te has fijado la cantidad de gente que hay? Caronte hoy va a recoger muchas monedas.
Dicho esto, el dios comenzó a andar hacia el frente, mientras el caduceo flotaba en el aire como una llama que guía a la muchedumbre en plena oscuridad. La pasarela era estrecha, sin embargo, las almas aletargadas y zombis de los humanos avanzaban sin descanso el largo camino a la definitiva muerte tras el dios.
— Hermes, ¿Dónde estamos? — Le dijo la niña.
— Estamos yendo hacia el Aqueronte. Este camino es el trance de la vida al descanso eterno. Cuando lleguemos al final. Todas las almas que nos siguen se lanzarán a un pozo donde no tardarán en llegar a la barca de Caronte.
— ¿Yo también tendré que lanzarme?
— No pequeña, tu camino no es el Estigio sino el Lete, en cuya orilla se expande los bellos Elíseos. Yo te llevaré conmigo, mientras estas almas son juzgadas en el Tribunal. — Bajó el dios a la niña y observaron ambos las almas arrojándose al pozo en silencio.
En su mente no dejaba de preguntarse de donde eran las almas asoladas por la guerra las cuales miraba caer en ese momento. Sabía que la guerra estaba muy cerca de la Arcadia y no podía evitar por la destrucción que podía sufrir su amada región nativa. El mensajero alzó la vista y vio que una las almas no se encontraba en la ruta sino fuera del puente del pozo. Le dijo a la niña que le esperara un momento y con su rapidez innata se acercó al perdido temiendo de que se hubiera despistado del resto. Cuando estuvo a su lado comprobó que el alma no estaba inconsciente, tenía el aspecto de un aldeano, pero su cuerpo estaba cubierto de torturas.
— Estamos ya camino del Hades, señor Hermes. — Dijo
— Eso parece, estás atravesando la barrera de la vida y la muerte. Sigues en ti todavía. — Dijo llevándose la mano a la barbilla. — ¿Quién te atacó?
— Fueron mercenarios con los estandartes de Ares. Han destruido mi aldea cerca de Asea sin dejar ni un rastro de vida. Dijeron que se iban hacia allí para erigir un templo a su dios en lugar del suyo, mi señor. — Hermes retiró la mano de la barbilla y con los ojos abiertos como platos, sentía hervirle la sangre.
— ¿¡Ese estúpido de Ares pretende destruir el único templo que se ha levantado en mi honor!? — El chico expiró cayendo en los brazos del dios. — Ya la muerte se ha adueñado de ti. – Tocó los párpados del alma y ésta se dirigió hacia el puente del pozo. — No me gusta que manchen de sangre mis cosas…— Dijo cerrando el puño con inmedible fuerza, mientras la grava de su alrededor, saltaba y reventaba fruto de una onda expansiva invisible.


Las puertas de la alcoba de Nefele se abrieron de par en par. Atamante entró estrepitoso en ella encontrando a la reina cerrando el pasadizo. Ella le miró sorprendida.
— ¿Es cierto? —Le dijo a su esposa.
— De qué me habláis, mi señor y mi rey…
— No intentes mentirme, Nefele… ¡sé que ocultas a tu sobrino aquí! Ino me lo ha dicho— Empujó a Nefele y abrió el pasadizo. Frente a él estaba el refugiado que se levantó.
— Tío Atamante
— Como osas a venir aquí a ocultarte, poniendo en peligro mi reino, mi familia y mi gente. ¡Cuándo Poseidón lo sepa no tendrá escrúpulos en exterminarnos contigo!
— No tenía adónde ir.
— ¡Aquí no eres bien recibido!— dijo alzando su brazo dispuesto a propiciarle un fuerte golpe.
— No esposo, espera, él ha destruido el coral de Glauco.
— ¡Me es indiferente! el daño ya ha sido hecho y no deseo que aumente más cuando los generales de Poseidón vengan a recuperarle. — Descargó sobre éste una fuente de energía, aunque le fue devuelta por las divinas artes de los grilletes que apresaban a su oponente. Cayó Atamante al suelo sin casi poder moverse.
— ¿Qué ha pasado? — Dijo el rey mientras un reguero de sangre le resbalaba por la frente y la nariz. — Ha sido como si rebotara mi ataque sobre él.
— Tío no intentes atacarme.— dijo mostrando sus cadenas.— El oricalcos de mi padre me retiene y a la vez me protege y no hay nada ni nadie que pueda librarme de él salvo Poseidón mismo.
Atamante se levantó otra vez y se limpió la sangre.
— Esas cadenas no me importan. Cualquier persona relacionada con Poseidón no es bienvenida aquí. — Volvió a intentar un segundo ataque, pero se interpuso Nefele que le volvió a detener. — ¿Qué haces Nefele? ¡Apártate!
— Pese a que es el hijo de Poseidón también lo es de mi hermana Teófane y no puedo permitir que peleéis.
— ¡Cómo puedes interponer a tu sobrino entre nosotros! Tu deber es obedecer a tu rey y esposo.
— ¡Basta ya!— dijo Chryssos.— Tenéis razón. Tío Atamante, el venir aquí ha sido una absoluta locura por mi parte. No pensé en las consecuencias que podía traer conmigo. Me marcharé antes de que sea demasiado tarde.
— Chryssos…—Dijo Nefele.
— No os preocupéis. Es lo mejor para todos. — dicho esto cruzó sus brazos sobre su pecho. — Tía decirle a Hele… que lo siento. — y alzando su cabeza dijo. — Tele transportación.
Por la ventana de su habitación vio Hele la estrella de su primo moviéndose a la velocidad de la luz. Ino también lo hizo. Entonces apareció Glauco y le preguntó.
— ¿Adónde va, Ino?
— Hacia el sur. — dijo ella. — probablemente hacia el centro del Peloponeso, donde las cuevas de sus montañas podrán ocultarle.
— Buen trabajo. — Dijo lanzándole un frasco donde un líquido rosado espumeaba en su interior. — Derrama su contenido en los alimentos de Atamante y enjuga tus labios con él después. Tu rey entonces no podrá más que alimentarse de ellos constantemente y una desenfrenada pasión le hará preso de tu amor.
Glauco desapareció dejando a Ino apretando con fuerza el frasco contra su mejilla.
Chryssos aterrizó en un bosque. Las dolorosas descargas de las esposas de oricalcos le habían dejado exhausto y muy magullado. Se sentó en el suelo apoyándose en un árbol y respiró hondo hasta que el dolor comenzó a cesar.

“25 años luchando contra estas esposas que me paralizaban en Cabo Sunion. 25 años aguantando y acostumbrándome al dolor de sus descargas cada vez que intentaba utilizar mis poderes para escapar y sobrevivir… y todavía no tengo las fuerzas necesarias para soportar semejante tortura. Pese a que mi piel es dura, no puede protegerme de estos grilletes.”

No se había percatado con sus pensamientos de los gritos y el olor a quemado que había en torno al lugar donde se encontraba. Acudiendo al lugar donde provenían descubrió a un grupo, al parecer guerreros, atacando una Ciudad sin piedad.
“¡Asea!” Exclamó al leer la tabla del nombre de la ciudad en una maltrecha puerta de entrada que había sido tirada abajo.
— Son mercedarios de Ares. — Dijo observándoles tras los arbustos. — Parecen poseídos por una fiebre sangrienta. Jamás he visto en nadie salvo en el mismo Ares tan intenso color rojo de ojos como en el de ellos. – alzando la vista a la cima de los montes avistó dos hombres montados a caballo, rodeados de hoplitas. — Tiestes y Tíndaro… Han debido unir sus fuerzas para la guerra, pero ¿por qué…? ¿por qué se han unido Esparta y Micenas para atacar estos pacíficos pueblos de Arcadia?
Asea estaba tomada y las gentes de aquella pequeña ciudad estaban completamente paralizadas. No podían defenderse, ni siquiera la guardia de la misma podía contener a los atacantes y caían sin dificultad en medio de salpicaduras de sangre y sudor. Chryssos alzó la vista sobre el cielo de la ciudad y avistó a los dioses Fobo y Dimo que habían provocado la catarsis de miedo y terror que impedía defenderse a unos y a otros a atacar sin dilaciones, como depredadores lanzados en medio de una manada de antílopes incapaces de huir e impedir que les exterminaran.
Una mujer se ocultó tras Chryssos huyendo de tres hombres que querían forzarla. Cuando miró a la mujer vio su juventud y belleza y los finos velos que la cubrían sobre los que resplandecía una melena dorada.
— Nada mejor que tomar a aquella que una vez fue deseada por dos dioses a la vez. Quíone, hija de Dedalión…— cuando se lanzaron a por ella Chryssos los detuvo de un golpe derribándolos.
— ¿Qué ha sido ese poder? Solo lo he visto en los dioses.— Dijo uno de ellos al incorporarse.
— Apartaos de ella
.
— ¡Quién te crees que eres para tratarnos así campesino!
— Campesino…ojalá hubiese nacido como tal, pero por desgracia no tuve esa oportunidad. — Alzó ambos brazos en cruz. — Todavía podéis huir sin sufrir daño alguno. Yo no soy un ser común y corriente. No lucho con espadas y escudos sino por la energía del cosmos.
— Qué tonterías estás diciendo. — Dijo riendo sarcástico uno de los infractores. Volvieron a lanzarse, pero esta vez contra él.
— Os lo he advertido. 
¡EXTINCIÓN DE LA LUZ ESTELAR!

Los tres cayeron extinguidos por una explosión de luz y estrellas doradas. No quedó absolutamente nada de ellos. La mujer se apoyó sobre la espalda de él aliviada y agradecida de haber sido salvada de que la deshonraran. Un niño corrió a abrazarla.
— Autólico. — Dijo mientras estrechaba al chico entre su regazo. Chryssos sonrió para sí bajo la capucha de su vestimenta.
— Decid a los que aún vivan que se cobijen en el templo de Hermes, y ojalá ahora éste realmente cumpla su trato de asistirnos de los poderes de Ares. Veremos si realmente rezarle y ofrendarle sirve de algo. — Desapareció poniéndose justo entre los atacantes y los atacados. Los primeros chocaron contra un cristal transparente.
– ¡Atrás! Retiraos de este lugar que no podréis atravesar jamás. — Pero los mercenarios no atendían a negociar presos del furor de la guerra y se abalanzaban contra la pared invisible, no comprendían totalmente por qué estaban bloqueados. Mientras los que se encontraban atrás, avanzaban aplastando a los primeros contra el cristal.
Fobo se percató del fenómeno y girando sus ojos hacia donde se encontraba Chryssos, abandonó a su hermano para colocarse tras el misterioso hombre encapuchado. Mientras, Dimo veía a los habitantes de Asea acumularse dentro del templo de su dios protector, se dirigió a éstos quienes en cuanto vieron su rostro se atemorizaron incapaces de entrar al refugio.
— ¡Lemurias insolentes! — Exclamó Fobo quien le insufló un rayo rojizo que atenazó a Chryssos, no sin antes ser devuelto a su emisor. — ¿qué es este efecto espejo? — Dijo al recuperarse de su conmoción, entonces descubrió las cadenas y supo quién era su portador. — ¡Eres Chryssos! ¡Cómo es posible que hayas escapado de la prisión de tu padre!
— Con el paso del tiempo te acostumbras al dolor.— Contestó éste quien por todos sus medios volvía a acumular su poder en el escudo que protegía a los aldeanos.
— ¡Maldito seas!— Gritó el dios del terror abriendo los brazos y piernas gritando: 

¡TERROR EXTREMO!

Un aura oscura y lúgubre cubrió a Chryssos quien se quedó paralizado viendo frente a él la imagen de su madre muerta y desangrada frente a él y en sus manos un arma homicida consistente en un cincel. Escuchaba una voz que le decía asesino y dedos y ojos acusadores mirándole por todas partes.
Fobo miró a Chryssos como se lamentaba sollozando víctima de su pesadilla. La pared de cristal se partió en mil pedazos y volvieron a penetrar los mercenarios en la ciudad directamente hacia el templo de Hermes cuya entrada estaba bloqueada por Dimo.
La población de Asea absolutamente desamparada veía como se acercaban los mercenarios sedientos de sangre por un lado y por otro la horripilante cara de Dimo, quien con su técnica del “enmascaramiento” había conseguido paralizarles y acrecentar por instantes la ansiedad y el miedo. Los aldeanos se acumularon en un pequeño corro abrazándose las familias entre sí, esperando resignadas y lamentadas su muerte.
Entonces ocurrió un milagro, tras haber escuchado con potente voz de alguien decir “OTRA DIMENSIÓN” Dimo había desaparecido ante sus ojos y en el frontón del templo las gentes vieron el rostro de Hermes en carne y hueso llenándose de esperanza.
— ¡Qué hacéis ahí pasmados! — Les replicó el dios. — ¡Corred a refugiaros en mi templo!
Los habitantes corrieron al templo y Hermes se puso frente a la puerta de un ágil paso. Extendió su mano en señal de detención pensando que los soldados responderían obedeciendo, pero estaba demasiado cerca ya y el dios volviendo a saltar se puso sobre el tejado y poniendo su mano sobre el mármol del mismo dijo:

¡ESCUDO DE MERCURIO!

De su propia mano que se volvió plateada se expandió por todo el templo el metal líquido, volviéndose el templo de piedra en un templo de mercurio cuyo reflejo hacía de la construcción un hermoso y bello espejo, donde los mercenarios se estrellaron como les pasara antes con el muro de cristal; sin embrago esto no era igual, pues mientras el cristal les rechazaba el mercurio nos aprisionaba en su pegajosa superficie contra la cual los atacantes debían luchar para liberarse.
— ¡Necios e ignorantes! —Exclamó el dios. — seguid intentando atacar mi hermoso hogar qué él se seguirá revelando contra vosotros. Se adherirá a vuestras vastas y ensangrentadas extremidades y os intoxicará con su viscosa textura.
Fobo apareció frente a Hermes y se dispuso a atacarle. El merculino se irguió sobre su atlético cuerpo y expandiendo sus brazos detuvo el terror máximo que le fue enviado.
— No me hagas reír. — Le dijo. — tú…, un dios menor, ¡intentando vencer a un hijo de Zeus! Te arrojaré como he hecho con tu hermano, al abismo de otra dimensión para que aterricéis humillados ante Ares y le digáis de mi parte, que Asea y Olimpia jamás serán suyas. — Diciendo esto una inmensa aura de poder se elevó al extender Hermes su brazo derecho. 

¡OTRA DIMENSIÓN!

Fobo sintió un inmenso impacto en su cuerpo que lo lanzó al cielo y al universo, dejando planetas, estrellas y galaxias a su paso hasta que cayó sobre su hermano Dimo en el templo de Ares, a los pies del trono del mismo. Cuando se dignó a alzar su mirada al dios de la guerra sintió el mismo terror que le propiciaba a sus oponentes.
Ares contemplaba a sus siervos con las piernas cruzadas, apoyando su boca sobre su mano y con mirada inquisidora esperó que se dignaran a darle las explicaciones pertinentes que no les obligara a ser anulados o torturados.
— Fue Hermes…— Dijo Dimo — Es un dios muy poderoso
— No piensa rendirse en entregar al dominio de su excelsa deidad las ciudades de Asea y Olimpia. — Continuó Fobo.
El dios de la guerra se mantuvo impasible al mensaje de su hermano, no obstante, tras su rojiza mirada, se percibía arder la lava de un volcán previo a entrar en erupción. Extendió su mano nuevamente y los rayos escarlatas destellaron dejando hasta catorce punzadas imperceptibles en los dioses que se retorcían de dolor mientras se desangraban.
— ¡¡¡Sois unos inútiles!!!—Gruñó. Después se levantó y se dirigió a ellos tomándolos por el pelo y obligando a que lo miraran. – ¡Y por ello que voy a daros de lo vuestro para que no volváis a fracasar! – Clavó sus dos índices en el corazón cada uno de los dioses, alcanzando tal nivel de explosión el fulgor que toda la luz roja llenó la estancia y se coló entre las columnas del templo al exterior. Los dioses se retozaron en su propia sangre mientras boca abajo tenían las sensaciones agónicas de la muerte, pero sin morir. Era insoportable para ellos.
Ares descendió nuevamente hasta el mapa y miró las ciudades de Asea y Olimpia fuera de la línea roja de expansión. En su mente pensaba, mientras la sangre de sus dioses manaba en el mármol de la construcción, por qué razón Hermes había intervenido y, sobre todo, que su hermano menor no le iba a detener en sus propósitos, aunque para ello tuviera que enfrentarse directamente contra él.
Mirando tras su tono se dirigió a la cámara que había tras él, sin escrúpulos de pisar a Fobo y Dimo a su paso para prolongarles su tortura. Se introdujo entre las cortinas, y miró la espléndida armadura divina de oro y rubí que descansaba en el poyete de su altar. Bajo ésta abrió una baldosa y sacó una pequeña jaula; donde reposaba tranquila una diminuta mujer alada. Ésta al mirarle a los ojos se asustó y se despertó retrocediendo a la parte que más lejos le permitía estar de Ares, la jaula.
— Aún te sigues oponiendo a luchar a mi lado…, concederme la victoria de tu divinidad, Niké, pese a que sabes perfectamente que te gané honradamente al enfrentarme contra tu antigua dueña Atenea, por el dominio de los hombres y la tierra.
— Ten por seguro Ares, que si me llaman caprichosa no mienten, te daré la victoria si me da la gana y me caes bien; pero de momento no es así. Atenea me permitía volar a mi antojo por los aires a contemplar bellos atletas, héroes y guerreros a quien debíamos asistir. Tú, en cambio, te empecinas en encerrarme y esconderme en esta jaula, dejando que mis alas se ensucien y se oxiden.
— Si te suelto jamás volverás y nunca me darás lo que me merezco por derecho.
— Tal vez sí… tal vez no… no puedo dejar a un lado el característico azar del juego.
Ares apretó su puño con tanta fuerza como sus mandíbulas de resplandecientes dientes, colérico.
— Titán tenías que ser…
Volvió a meter la jaula en su sitio y miró su armadura.
—Entonces te demostraré Niké como también puedo vencer a mi hermano por muy poderoso que pueda parecer.
Entre las sombras apareció Enio quien rodeó al dios con sus largos brazos por el cuello.
— ¿Qué piensas hacer ahora? — Le dijo al oído
— Cuando se les pase el efecto a esos incompetentes diles que se retiren con todas las tropas hacia Olimpia. Me han vencido, lo reconozco, pero con demasiada ventaja. Los dioses no pueden luchar contra mortales, pero los dioses contra otros dioses sí.


Hermes se acercó a Chryssos que aún estaba bajo los efectos del ataque de Fobo. Se inclinó hacia él mientras el mercurio desaparecía del templo para permitir salir a los ciudadanos. Las tropas se habían marchado al campamento con sus heridos.
— ¿Cómo has conseguido escapar del Cabo Sunion, Chryssos?— Le preguntó el dios tocándole el hombro, pero Chryssos asustado aún, desapareció ante él.— Te debo una, hijo de Poseidón.— dijo mientras veía la estrella fugaz en el cielo.

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