El Reino seguía en caos. Hipólita y sus escoltas no podían dar crédito
a lo que contemplaban, Sin duda, había una fuerza poderosa en torno a Diomedes
y Heracles que solo ellas podían detectar, pero no le encontraban explicación.
—
Este poder. — dijo la reina. — se parece mucho al de nuestro
padre, hermanas. ¿Será pues cierto que hemos vivido a la sombra de la
ignorancia? Y lo que es más importante ¿tendremos un poder semejante nosotras?
—
¿De qué habláis, mi reina?
—
Todos los hijos humanos de dioses tienen algo que los distingue
del resto de los mortales; es un poder que heredan de su progenitor. Pensaba
que en caso de Heracles era su inmensa fuerza, pero no es solo eso, hay algo
más.
—
¿Mi reina, a qué poder os referís?
—
A uno que escapa de nuestra imaginación o tal vez lo desconozcamos
porque no nos hayan explicado sobre él. Mirad a Heracles, sin duda ha debido
ser Quirón quien se lo ha enseñado. Así es como lo ha mencionado nuestro
hermanastro Diomedes.
—
¡Mirad!
Después de un temblor de tierra semejante a un
terremoto, todas las rocas frente a Diomedes se levantaron contra Heracles. El
gigante había golpeado con su espada el suelo levantando aquella franja
escalofriante. Los combatientes de los alrededores se desperdigaron asustados.
Cuando se giraron, no había más que un montón de fallas y enormes rocas
levantadas que cercaban a los líderes
—
Tú tienes el poder de los rayos de Zeus, pero yo tengo el poder
llameante y terrestre de Ares. ¿Qué podrás hacerme entonces?
—
La victoria no llega al más poderoso sino al que mejor sabe sacar
partido de las debilidades del oponente, Diomedes. — Respondió Heracles. —
Supuse que tú al ser hijo del dios de la guerra, todo un estratega, lo sabrías.
—
¡Vamos! Demuéstrame todo tu
poder Heracles, quiero ver si lo que dicen por ahí es cierto o es una
pantomima. Levanta tu puño y golpéame.
Diomedes arrojó la espada y el escudo al
suelo. Su brazo se envolvió en un magma pegajoso que serpenteaba como si
estuviera vivo. Heracles se dispuso a propiciar su primer ataque: la explosión fotónica,
pero sus rayos quedaron inútilmente absorbidos por un escudo de magma que se
expandió en todo el frente del rey Diomedes sin propiciarle rasguño alguno.
Ante la absorta expresión de Heracles, Diomedes
rio a carcajadas.
—
Mira bien Heracles, este es el poder que tanto me reclamabas. El magma que genero con mi cosmos es más
sólido de lo que crees. Nada puede hacer contra él tu explosión.
Diciendo esto Diomedes expulsó el magma de su brazo
como un látigo al grito de lengua de fuego. El látigo atrapó el puño de
Heracles quien pese a llevar el león de nemea podía sentir la quemazón. Podría
haber sido peor si no llega a apartarse antes de que le enlazara hasta el
hombro.
“La capa parece fina, pero en realidad es más
sólida que el muro del fortín.”
Pensó el héroe. Con el brazo enrojecido, esta vez optó el
hijo de Zeus por el colmillo del León, pero el magma volvió a cercar a su dueño
que rio malévolo.
—Sabes Heracles, ¿Cuáles son mis nombres? —
Dijo Diomedes a pleno pulmón. — Uno es Diomedes el Grande, — Dijo mientras
lanzaba los latigazos de magma contra Heracles sin piedad. — Otros Diomedes el Tirano
y mi preferido…— Dijo lanzando un latigazo más contra Heracles atrapándole. —
El Gigante de Fuego. Levantó el puño el hijo de Ares al grito de:
¡¡TORNILLO DE
FUEGO!!
Las llamas cercaron a Heracles atrapándole en
una trampa mortal. El calor era sofocante y el humo comenzó a provocarle tos.
Detrás de las rocas podía sentir los gritos de sus camaradas que habían sido
también alcanzados por ese fuego. Corrían
y se movían angustiosamente con alguno de sus miembros incendiados. Corrían
hacia los abrevaderos de caballos o a las capas propias o ajenas de sus
compañeros, para ahogar la llama.
“Maldito seas Diomedes…”
Pensó el héroe intentando buscar una solución
antes de que murieran todos sus hombres.
Sus poderes eléctricos heredados de su padre, nada podían hacer contra
aquel fuego devastador. ¿Cómo podría vencerle?
Hermes detuvo su paso al comenzar a llegarle
el olor a chamusquina del reino de Diomedes. Volviendo su cabeza hacia atrás
podía ver humo y el reflejo anaranjado del fuego fruto de la técnica de Diomedes.
“Es inútil.” Se dijo el dios. “Si volviera a
ayudar a Heracles sería el primero en fundirme con ese poder. Esta vez deberás
apañártelas tú, querido hermanito.” Después alzó su cabeza al cielo y pensó si
Zeus sería testigo de aquella batalla y estaría preocupado por Heracles. Por otro lado, de lo que estaba seguro, era
de que los ojos de Ares ahora estarían puestos en el reino de uno de sus hijos,
encantado de ver cómo era vencido Heracles, y, sobre todo, de la violencia de
la contienda.
Después, en lugar de seguir caminando al
frente, decidió rodear el santuario de Ares porque justo dónde se dirigía en
ese momento, estaría mirando el dios de la guerra y podía descubrirle.
Oculto entre los matorrales y arboleda, Hermes
saltó de rama en rama con la intención de saltar las murallas del sur y
emprender el vuelo hacia la cima de la montaña, oculto entre las rocas. Debía
evitar todo cristal o ventana. Así fue ascendiendo pegado a las rocas y
diferentes paredes de edificios entre ventanas, como haría una lagartija. Si volaba por los aires sería como un pobre
gorrión a la vista de un halcón.
Con mucha prudencia, hizo ademán de sus
poderes del caduceo para adormecer a los guardias externos que vigilaban las
entradas al santuario de Ares. Aquello le recordó a su misión con Argos; de lo
que se sentía muy orgulloso, pese a que Hera le enfureció.
El santuario de Ares se levantaba sobre un
monte muy elevado desde donde el dios de la guerra podía vigilar la tierra
desde mucha distancia. Así como no alcanzaba la altura del Olimpo, puesto que
eso solo se le estaba permitido al dios de los dioses, Ares tenía bajo sus pies
una vista maravillosa.
Entorno a ese monte se alzaba una muralla que
serpenteaba por la cima donde se encontraban establos, herrerías y varios
cuarteles de entrenamiento. Asimismo,
varias naves de almacenamiento de comida y bebida. Un día a la semana se solían
abrir esas murallas para que los comerciantes montaran un mercado para
satisfacer las necesidades de los futuros soldados de Ares, incluyendo algunas
mujerzuelas y casamenteras, para calmar la desazón del duro entrenamiento que
recibían.
A determinadas alturas, antes de llegar al
templo de la cima donde vivía Ares, había en concreto otros templos donde
solían vivir los altos cargos de Ares. En la zona más baja se encontraba el
templo de Huida, la encargada de las caballerizas y armerías. Le seguía el
templo de la heroína Atlanta, encargada de los arqueros. En tercer lugar, se
encontraba el templo de Discordia, quien se encargaba de entrenar a la
infantería. Fobo y Deimos se encontraban en los dos templos paralelos debajo
del templo de Ares. Ellos se encargaban de vigilar y dirigir todas las labores
del santuario, así como llevar a cabo las estrategias de su padre. Eran los
principales coroneles de su padre, y entre medias de ellos dos, un poco más
arriba; se encontraba el templo de Enio, la tesorera y vigilante de las otras
tres subordinadas. Enio era bastante envidiada por Discordia. Fobo y Deimos, la
llamaban la dictadora del dictador.
“Detrás de un hombre como Ares, suele haber
una mujer como Enio que en el lecho suele dirigir al ejército de su amante.”
Pensó Hermes y sonrió. Sabía que habiendo
alcanzado ya el templo de Ares, lo más probable era que se encontraría a Enio vigilando
los tesoros de Ares. Entre esos valiosos tesoros de Ares, no le cabía la menor
duda de que se encontraría Niké.
“Así es… si alguien sabe bien donde se encuentra Niké,
ésa es Enio.”
Sin pensarlo dos veces se dispuso a entrar en
la cámara de Ares. Colocándose detrás de
una de las columnas del templo, esperó en la oscuridad el mensajero a que un
grupo de seis guardias dirigidos por un capitán, pasaran de largo con firme
paso. Sus grebas y armas resonaban perfectamente sincronizadas, al chocar con
el bronce de sus corazas.
Antes de que cerraran el portón, Hermes, más
veloz que el viento y silencioso como un gato, entró en el interior.
—
¿Qué ha sido esa ráfaga?
Dijo uno de los que estaba rodando la palanca
por la que se cerraba el portón.
—
¿Qué ráfaga? — Preguntó su compañero al otro lado.
—
Lo he visto, parecía como un relámpago.
—
No seas estúpido, ¿qué relámpago puede haber aquí si el cielo está
despejado y seco?
—
Te juro que he visto algo.
El compañero arrojó una piedra a su amigo
quien la esquivó a tiempo.
—
Lo que te hace falta a ti es dejar de beber y comer setas.
Hermes rio silencioso. Obviamente esa ráfaga
la provocó él con su veloz penetración. Era éste tan rápido que era
imperceptible a los ojos humanos. El mensajero de puntillas siguió caminado y
ocultándose de columna en columna llegó al salón del trono. Las puertas se abrieron de par en par antes
de que el mensajero pudiera actuar. Por ella salía un Ares furioso al que
seguía una Enio chillona.
—
¡Mujer! Tus gritos me están hartando. No voy a consentir que me hables así, soy tu
general.
—
¡y también tu amada! — dijo ella.
—
Mi amada. — Ares rio escandalosamente. — Desde cuando ha amado
alguien como yo. Lo único que me interesa es después de un arduo día de sangre
y guerra, seguir teniendo donde meter mi furor y fuego. Y tú eres lo más cerca
que tengo.
—
¿Cómo eres tan grosero?
—
¡Con quien pensabas tú que te estabas compartiendo lecho! ¿Acaso
me ves recitando con voz de mujer un poema con una lira, al estilo de mi hermano
Apolo? ¿O que rellenaría la cama o la bañera de apestosos pétalos de rosa como
hace mi hijo, Eros? ¡Ah! Eso es culpa de su madre… si yo le hubiera tenido aquí
otro gallo cantaría. Con su destreza al arco acabaría con una mosca a
Kilómetros de distancia.
—
¡Cállate!
—
No me mandes a callar, eres tú la que debe obedecer mis órdenes.
Dicho esto, la arrojó con tan solo la fuerza
de su dedo sin tocarla contra el trono.
Hermes distinguió el destello de su índice y el reguerillo de sangre del
pecho de Enio. La diosa del horror, sin poderse mover de la parálisis de dolor,
maldecía a Ares desde la distancia.
—
¡A ver si ahora callan tus gritos y me dejas ver tranquilo como mi
hijo Diomedes acaba con el presuntuoso Heracles! Esos ardientes cosmos me
tienen absolutamente embriagado. ¡Qué poder tan asombroso! Será una batalla memorable.
— Dijo Ares.
Ares abandonó el salón del trono para agrado
de Hermes. El merculino se acercó sin ser percibido por Enio hasta ella. Lloraba la mujer desconsolada, a los pies
del trono.
Rodeando el trono que estaba en el suelo
volcado por el violento choque de Enio, Hermes lo puso en pie. Enio percibió
ese movimiento y se giró. Encontró allí a Hermes quien se sentó en un
reposabrazos del mismo.
—
Aunque yo soy tan despreocupado como Ares con las mujeres. No soy
tan rudo. ¿Tú que crees, Enio? ¿Pensarías eso de mí?
—
¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cómo has entrado?
—
Estás hablando con el genio del espionaje, querida.
—
¿De qué espionaje hablas?
—
De una misión especial que tengo… ya sabes que soy poco dado a la
violencia, a no ser que sea estrictamente necesaria.
Dijo el mensajero de los dioses arrogante
sentándose en el trono de Ares.
—
¡Baja de allí! Ahí solo se sienta Ares.
Enio se dispuso a lanzar un ataque contra
Hermes, pero éste lo paro con su caduceo. El ataque salió desviado por una
ventana haciéndola añicos.
—
Ares tiene razón. Eres muy ruidosa.
Sin que lo percibiera la diosa del horror,
Hermes se había colocado a su espalda tan rápido que no reaccionó. El mensajero
tapó la boca a la diosa y con su fuerte abrazo la inmovilizó ocultándola detrás
de una cortina.
Los guardias que habían escuchado el sonido de
la ventana entraron apresurados preguntándose qué había sido eso. Recelosos al
no ver a nadie, pero la ventana rota, recorrieron todos los rincones. Cuando
llegaron al cortinaje, Hermes se echó hacia atrás y cediendo la pared de su
espalda, cayeron ambos contra el suelo.
El pasadizo se cerró como un trampolín hacia delante.
La aparatosa caída no dejaba de ser graciosa a
la vista, pero a Hermes no se rio cuando sus sentaderas habían golpeado el frío
mármol, provocándole un dolor terrible. Se levantó furioso
—
Mira lo que me has hecho hacer.
Le dijo Hermes a Enio, a quién no había
soltado en ningún momento y amordazó con el telar que reposaba sobre un diván.
Después la sentó en una silla y una cuerda de mercurio la ató contra el mueble.
Por él se expandió el metal no dejando su viscosa textura despegar las patas
del suelo.
—
Calladita estás mejor. — Prosiguió el dios. — No comprendo por qué
a la gente no le gusta hablar amistosamente. Ahora me has complicado la cosa
bastante.
El pasadizo sonó moverse y Hermes no tuvo más
remedio que desembarazarse de Enio. El mercurio la ocultó hacia la terraza
principal. Siguiéndole el dios.
Ares estaba en la habitación. Sus guardias le
habían avisado que algo había pasado, y lo primero que había hecho el dios es
dirigirse a su aposento donde ocultaba su armadura, su lecho y su área más
privada. No había nadie allí, pero al ver la terraza abierta se dirigió a ella.
Hermes se lanzó a sus brazos empujándole hacia
atrás. Ares perdió el equilibrio y cayó sobre la cama. Encima de él vio que
estaba Enio, vestida por una capa roja oscura.
Lo que no sabía el dios de la guerra, era que se trataba de Hermes
metamorfoseado en su amante.
—
¿Qué estás haciendo? ¿Y así vestida?
—
Ares, tienes razón. Eres el dios de la guerra y te debo obediencia
absoluta.
La expresión de extrañeza del dios de la
guerra era bastante divertida. Enio se apartó de encima de él. Ares irguió el tronco y la miró.
—
¿No has oído ningún ruido extraño? Los guardias estaban alarmados
y una ventana está rota.
—
La he roto yo. Estaba furiosa por lo que me has dicho., pero ahora
he recapacitado y creo que esto debe terminar entre nosotros.
—
Creo que no es el momento de hablar de eso. — Dijo Ares poniéndose
en pie. – Pero sabes que no tengo inconveniente en que te vayas. Otra ya
llegará.
—
Entonces así lo dejamos.
—
Mejor imposible, así no tengo que aguantar tus rabietas. Tú sigue
vigilando mis tesoros y mis papeles. Me vuelvo a mirar la pelea otra vez.
Ares salió de la habitación. Hermes volvió a la terraza donde Enio atada e
inmovilizada seguía. No había movido un músculo, pero su mirada estaba plagada
de ira.
—
No me mires así. — Le dijo el dios. — Te he hecho un favor. ¿Acaso
pensabas que ibas a cazar al dios de la guerra? Serás la diosa del horror, pero
eres bien ingenua. — Dijo riendo. — Por otro lado, no he venido aquí a arreglar
tu vida personal, sino a cumplir una misión. ¡Ven aquí, querida! Tu sabes bien
donde puede estar lo que busco.
Hermes volvió a penetrar en la habitación. Con
un lazo de mercurio atrajo la silla de Enio a la habitación.
—
¿Sabes Enio? — dijo el dios. — Me extraña que Niké no se encuentre
con Ares aquí. ¿Acaso se escapó?
Enio miró sorprendida a Hermes.
—
Ese gesto quiere decir que algo me ocultas. No puedes mentir al
maestro de los mentirosos. Así que como me temía, está aquí, ¿pero ¿cómo es
posible que no la vea? — Dijo rodeando la habitación. – Niké es pequeña pero no
como para no verla a simple vista…
Silbando no dejó de vigilar a Enio por el
rabillo del ojo por si su expresión se alarmaba al ir a algún sitio. Levantó algún
adorno de la mesa, miró debajo de la almohada, abrió algún mueble… pero Enio no
se inmutaba. Sin embargo, cuando Hermes llegó a un majestuoso busto de Ares.
Enio volvió a mirar abriendo bien los ojos.
—
¡Bingo! — dijo el dios. Quien al posar su mano sobre el busto éste
se hundió sobre su pedestal y se abrió una pared detrás.
Enio comenzó a intentar romper los anclajes
que la tenían inmóvil e incapacitada, pero era inútil.
Hermes entró en la pequeña cámara que se
acababa de abrir. En ella se encontraba un altar con muy ricos tesoros y un
asiento con un tapete de terciopelo rojo. Una pequeña banqueta para descansar
los pies y una mesa con un riquísimo candelabro, unos pergaminos acumulados, pluma
y tinta. Cuando miró al frente vio la
deslumbrante armadura de oro y rubí y se acercó a ella. No pudo evitar mirar la
piedra de la frente del casco. La más grande de la armadura, y recordó que en
su último enfrentamiento con Ares esa piedra se había roto al aplicarle a su
hermano la técnica del puño demoníaco. Esa piedra había sido ya reparada y el
trozo de piedra que se rompió lo guardaba muy celosamente, sabiendo que tarde o
temprano le haría falta. Después de
pelear con Ares, Hermes había descubierto un gran misterio acerca de las
técnicas del dios de la guerra, asimismo, cada armadura de dioses tenía su
propio secreto. El de Ares lo sabía por una buena fuente: Era la única armadura
capaz de auto repararse gracias a los rojos rubíes de su superficie. Dichos
rubíes habían sido engarzados a partir de la sangre del propio Ares y la sangre
de sus enemigos. El más grande de su frente, era el rubí exclusivamente
realizado por la sangre de Ares.
“Así es.”— Pensó Hermes. — “Por ello Ares, tal
como si fuera un bárbaro, se restriega la sangre de sus víctimas en su armadura
que la absorbe y le funcionan como signo de victoria.”
Hermes dejó de pensar en esa inmortal
armadura, por el momento solo le interesaba averiguar el paradero de Niké, y
tal vez así podría también acercarse a desvelar el misterio de la armadura de
Atenea.
Inclinándose sobre el altar golpeó con
suavidad el mármol frontal con el caduceo. Se giró hacia Enio, quien había
desistido de liberarse, pero le miraba bastante furiosa y más allá de sus
pupilas, nerviosa…
En sus largos años como ladrón, el dios había
aprendido que los sitios preferidos para esconder objetos valiosos eran detrás
de muebles, baldosas huecas, cajas o compartimentos de alguna clase. El altar era, sin lugar a dudas, un blanco
fácil. Ahí también Atenea escondía su sangre que el dios le había robado.
Efectivamente, hubo un lugar donde sonó hueco
y el dios rio triunfante, pero cuando se dispuso a golpear o intentar abrir la
zona una descarga eléctrica le obligó a dar un respingo. Mirando a Enio, quien
parecía reír detrás de la mordaza, el dios se sintió humillado y volvió a
golpear con la base del caduceo. Entonces lo vio: “El destello azulado del
oricalco”
—
Maldito sea el oricalco este, ¡está en todas partes! Aun así, ya
deberían actualizar las técnicas porque ésta es para mí, más que conocida.
Parece que mi misión no será tan silenciosa como deseaba, pero ¡qué remedio!
Diciendo esto el mensajero dejó el caduceo a
un lado. Y colocándose a una distancia prudente, flexionó las rodillas, dibujo
algo con sus brazos y un cosmos comenzó a rodearle.
—
No me hace falta gastar todas mis energías en algo tan pequeño.
¡Allí voy Niké! Apártate de la losa.
¡METEOROS DE
PEGASO!
El cegador ataque
hizo a Enio cerrar sus ojos, temiendo que se dañara su vista. La honda y
viento, echaron atrás todo el mercurio que mantenía inmóvil a la diosa y cuando
se hubo dispersado el brillo, Enio miró el altar que parecía intacto. Se echó a
reír, levantándose, pensando que había sido inútil el intento de Hermes.
Pero Hermes
estaba muy tranquilo. Esta vez se valió de su propio puño y todo el frontal del
altar saltó. En la oscuridad del
interior, los pequeños y verdes ojos de la titánide alada se entornaron al ver
la luz otra vez.
—
¡Vaya Niké! No es propio de ti, tener ese aspecto. — Dijo el
mensajero al verla sucia, demacrada y con sus pequeñas alitas desplumadas y
débiles por no poder volar.
—
¡Hermes! — dijo la pequeña sonriente.
En ese momento
entró Ares con todos los guardias del santuario, pero antes de que le alcanzara
la ira de su ataque, Hermes tomó el caduceo y tan relámpago como había
entrado…, se fue.
Los gritos de ira
de Ares eran tan enfurecidos que el fuego de su hijo fue ahogado por el del
dios de la guerra.
Hermes volaba
como el rayo con la jaula de la alada y pequeña titánide bajo el brazo. Cuando
llegaron hasta Diomedes, el dios frenó en seco para desviarse, ya que no podía atravesar
las llamas que aún ardían en el reino.
—
¿Qué ha pasado ahí? — Preguntó Niké
—
Te has perdido muchas cosas, pequeña, desde que decidiste dar la
victoria a Ares en la última batalla.
—
¡Para! Quiero ver qué es
—
No es tiempo de bromas, Ares ya estará a nuestros talones para recuperarte.
En ese instante un ataque iba directo a
Hermes, quien advertido por Niké lo esquivó a tiempo. Eran el reflejo
anaranjado del vuelo del Fénix que ya le había jugado alguna mala pasada.
—
Te lo dije. — Respondió el dios. — No hay tiempo.
—
Sácame de la jaula y le daré a ese monstruo su merecido. — Dijo
Niké furiosa.
—
Ni hablar. Hasta que no te vea Zeus no sales de la jaula. Me
valdré del Tornado de Pegaso para acelerar tanto mi vuelo que ni sus ataques
podrán alcanzarme.
Y diciendo esto el mensajero de los dioses
desapareció a una velocidad vertiginosa, perdiéndose de la vista de Ares quien
iba sobre su carro.
El duelo entre el hijo de Zeus y el hijo de
Ares continuaba. Las llamaradas de Diomedes seguían cercando al Heracles el
cual determinaba como atacar al gigante de fuego. Había esquivado el tornillo
de fuego tres veces y dado que el hijo de Ares no le alcanzaba y seguía
ardiendo todo a su alrededor, decidió cambiar de estrategia. Hizo ademán de su
látigo de Fuego menos previsible que el tornillo, más preciso y menos destructivo.
No hacía falta matar a una hormiga destruyendo todo un bosque. El hijo de Zeus no le imponía en absoluto,
era corpulento y fuerte, pero mucho más bajo que él. Le resultaba divertido
verle corretear a su alrededor con la cabeza del león, como un niño
disfrazado. Lanzó así el látigo, el
cual se enredó en el tobillo de Heracles y lo sacudió quemándole la superficie
de su piel. Le había mal herido, no obstante, no se rendía éste y se seguía
levantando.
Al tercer latigazo, Heracles volvió a
aplicarle la explosión fotónica y para su sorpresa, el escudo de magma se había
abierto. Llegó a la conclusión de que las mismas partículas que lo formaban,
eran las que formaban el látigo también, y al expandirse tanto se debilitaban.
Era semejante a un telar flexible que estiras al máximo hasta romperlo. También
percibió que algún golpe había dado al rey. Sin embargo, el látigo seguía
siendo un obstáculo a su victoria.
Al
cuarto latigazo, Heracles lo detuvo con su maza que le servía como un segundo
escudo. Ésta había conseguido que se enredara el látigo y fue ahí donde pudo
ver el mecanismo del instrumento de ataque.
—
Me estoy empezando a aburrir, — dijo Diomedes. — Pensaba que ibas
a ser un rival más fuerte de lo que en realidad eres.
—
Cada batalla es un desafío a mis capacidades y desarrollo Diomedes.
—
Veo lo que intentas. No vas a destruir el látigo, Fue realizado
por el mismo Hefestos para poder resistir altas temperaturas.
El látigo ardía en sus lados, pero justo había
percibido un pequeño defecto en el extremo de éste que no ardía. Le pareció muy
curioso y tocó el extremo de la punta, ésta estaba increíblemente helada. Era
un arma increíble, capaz de soportar las llamaradas, entonces comprendió….
Quirón le había dado lecciones sobre armas y sobre Hefestos. Le había dicho que
el dios de las armas y los herreros tenía un secreto ingrediente en sus armas.
Era capaz de crear oricalcos, pero éste lo mezclaba con su propio poder que lo
hacía indestructible.
—
A Hefestos lo llaman el hombre de hierro. –Recordó las palabras de
su maestro. — Muchos creerían que se
debe a que crea armas, pero lo dicen porque es un hombre increíblemente frío y
calculador, y lo de frío era también textual, pues decían que el hielo era su
mayor poder.
—
Borra esa estúpida sonrisa de tu rostro, Heracles. – Dijo Diomedes.
—
Ya he desvelado tu secreto— respondió el héroe. — y ahora sí que
sé cómo destruirte.
El hijo de Zeus sujetó su maza impidiendo que
el látigo se desenredara y aplicó la técnica del colmillo del león una vez más
directa al extremo del látigo desprotegido por las llamas.
Milagrosamente el látigo comenzó a
descontrolarse y se soltó de la maza. La electricidad de la técnica misma, hizo
que se sacudiera como la cola de una lagartija y el fuego se hizo más fuerte
antes de extinguirse.
—
¿Cómo lo has hecho? — Exclamó Diomedes.
—
El hielo es el ingrediente secreto de tu arma, Diomedes. Ese hielo
mezclado de oricalcos hace de tu látigo una especie de antorcha que no se
consume nunca; es un combustible permanente, pero el hielo es también
agua. Si a eso añadimos que el oricalco
suele bloquearse con una descarga de poder cósmico que libera cualquier técnica
especial mía, no tienes opción… Tanto el
oricalco como el agua son débiles ante mi ataque eléctrico. Es así como pude
secuestrar a tus dos yeguas.
—
Te he subestimado Heracles, pero ya no voy a dejar que salgas de
aquí vivo.
Diomedes se dispuso a volver a golpear con el
tornillo de fuego, pero la suerte sonrió a Heracles. Una de las dos yeguas del
carro del rey había regresado al ver que no podía avanzar más por las llamas.
Heracles saltó sobre ella y tomándola de las crines, la domó al punto de saltar
por encima de Diomedes. Después de haber recibido su golpe varias veces, había
descubierto que la parte más vulnerable de la técnica era por arriba.
No dio tiempo al gigante de girarse cuando le
aplicó el plasma relámpago, el cual destruyó su armadura de un golpe e hizo
caer al monstruo, víctima de una enorme descarga eléctrica que le había dejado
permanentemente inconsciente.
Heracles bajó del caballo y ató al rey
fuertemente para ponerlo a los pies de la red donde Hipólita y sus escoltas le
miraban atónitas.
La lluvia comenzó a caer como por arte de
magia extinguiendo el fuego del reino. Era la forma en que Deméter y Zeus
recompensaban al héroe.
A la mañana siguiente, Heracles y los
voluntarios se disponían a emprender el viaje, pero no antes sin resolver el
misterio de las amazonas que tenían como rehenes. Heracles se acercó a ellas
dispuesto a que cumplieran su parte del trato. Hipólita no dio la espalda a su
palabra y le dijo al héroe, ante la sorpresa de sus escoltas, que era Alcipe,
la general de Ponto y la tercera en la comunidad más influyente. Con esa
palabra, Heracles decidió ir por su propio pie a Ponto, acompañado por su
grande amiga Teseo, Telamón, Peleo y Yolao.
Sus aliados no estaban seguros de que se acercara con tan pocas fuerzas,
debido al recibimiento que le habían hecho a Talco, pero el héroe era testarudo
y envestido de un nuevo triunfo, estaba convencido que no iban a negarle la
palabra a él.
“Pobre ingenuo.” Pensó Hipólita. “Sigue siendo
un inconsciente y está demasiado ciego con su egolatría.” Pero en el fondo a la
reina le parecía un personaje muy interesante.
Sus dos escoltas la seguían mirando sin entender que hubiera mentido
sobre su identidad, pero no eran capaces de preguntar el por qué. Confiaban en
su reina al cien por cien y debían seguir su estrategia lealmente.
Hermes había llegado al Olimpo, su padre
estaba de buen humor porque había presenciado la heroica batalla de Heracles
frente a Diomedes. El rey de los dioses era en el fondo muy familiar y adoraba
a todos sus hijos, pese a todo. Era solo Hera, quien no podía soportar ver las
evidencias a las infidelidades de su esposo.
Hermes se acercó a Zeus y se arrodilló. En
cuanto el rey de los dioses detectó su presencia le miró.
—
¿Has terminado con el encargo que te di?
—
Así es padre, jamás pongáis en duda mis habilidades. — dijo Hermes
colocando la pequeña jaula a los pies de la escalinata del trono.
Zeus se levantó para acercarse a la jaula. Los
enormes y arrugados ojos del rey de los dioses despedían un poder imponente
ante la pequeña titánide. Eran tan azules como el cielo y el pelo tan plateado
como la nieve. Su corpulencia era bien fuerte, tapada por una rica túnica
blanca y una toga, en cuyo extremo destacaba el bordado de oro de un meando
griego, sobre una ancha cinta de seda azul marino. Pese a la aparente vejez de Zeus, éste seguía
siendo el único que fue capaz de destruir al monstruo de su padre. Seguía
teniendo esa mirada penetrante y noble que le habían hecho quien era.
—
¿Por qué está encerrada en una jaula? — Dijo el rey de los dioses.
—
Tal como le dije, padre, así la he encontrado escondida en el
altar del templo de Ares, donde reposa su armadura.
—
¿Así que tenías razón, hijo?
—
Yo siempre la tengo. —Dijo Hermes frotando sus uñas contra su tirante.
— No la he sacado para que vierais con vuestros propios ojos, el lamentable
estado de la pequeña Niké.
—
Esto es intolerable. – Dijo Zeus. — La diosa de la victoria es muy
valiosa, y no la puede retener nadie, es libre de dar la victoria a quien
quiera.
En ese momento irrumpió en el Olimpo abriendo
las puertas de par en par Ares, con los ojos rojos de ira.
—
¡Sabía que te encontraría aquí! — dijo Ares a Hermes. — Voy a
darte lo que te mereces por robarme.
Ares se dispuso a lanzar el vuelo del fénix
contra él. Pero un escudo se interpuso en su camino. Cuando el fuego se hubo
dispersado una rendida Atenea perdía el equilibrio delante de Hermes quien la tomó
antes de que se cayera.
—
¡Atenea! ¿por qué? — dijo Hermes.
Atenea sonrió
mientras volvía a ponerse en pie.
—
Esta vez te he visto desprevenido y no lo he podido evitar. Aunque
su golpe ha sido bien fuerte.
—
Nada que yo no pueda soportar. — dijo Hermes cruzándose de brazos.
— sabes que me puedo defender solo. No me gusta que las chicas me dejen en mal
lugar.
—
Te debía una, ya que has descubierto el misterio de Niké.
—
¡Así que los dos vais a poneros en contra mía! — Dijo Ares. — ¡No
me importa! os voy a destruir a ambos.
—
¡Ya basta, Ares! — Dijo severamente Zeus. — Tus caprichos han ido
demasiado lejos esta vez. Sabes que la libertad de Niké es estrictamente
necesaria para el libre albedrío de este mundo.
Al secuestrarla de esta manera, me has demostrado tu ambición y avaricia
desmedida y no lo puedo tolerar, ni si quiera a uno de mis hijos.
Zeus descendió por las escaleras, hasta
ponerse a la altura de Ares.
—
Pensé que ibas a mantener el mundo de los hombres en orden…—
continuó Zeus. — pero no lo estabas
haciendo más que con una tiranía solo comparable a la de tu abuelo. Lo siento,
pero a partir de ahora deberás demostrarme que realmente mereces el puesto que
te otorgué en su momento.
—
¿Entonces? ¿Vas a devolver la tierra a Atenea? ¡Lo sabía! Ella es
la niña mimada del Olimpo, y ¡no lo voy a consentir!
Hermes estalló en carcajadas irritando más al
dios de la guerra.
—
Ha sido realmente divertido ver como el dios de la guerra se
retuerce de celos. De verdad, no me podía imaginar que fueras tan niño todavía.
– dijo Hermes.
—
Yo me gané la tierra al vencer a Atenea, no porque me la dieran
por favoritismos. — recalcó Ares.
—
¡Así es! — Dijo Zeus. — Tú ganaste la tierra después de vencer en
un duelo limpio y justo a Atenea. Cuando pude ver que eras capaz de vencer a
alguien como ella, pensé que tenías las dotes necesarias para gobernar a los
hombres, pero me equivoqué. ¡Me has decepcionado como padre y como rey!
—
Pero…— Dijo Ares asombrado.
—
¡Cierra la boca! —Dijo Zeus. — Hermes, abre la jaula de Niké.
—
¡A sus órdenes! — dijo el mensajero abriendo la jaula. Niké
expandió sus alas por primera vez después de un largo tiempo y una sonrisa
iluminó su cara. Al fin era libre, de nuevo. — Se te ve bien.
—
¡Gracias Hermes! — dijo la diminuta diosa.
Voló la pequeña titánide feliz entre los
dioses. Cuando se encontró con Ares, le miró con desprecio.
—
Tienes ahora lo que te mereces. — le dijo la diosa. — Estaba
pensando abandonarte al día siguiente de que te entregué la victoria, porque no
soportaba tu tiranía y que me dieras órdenes. ¡No soy ninguna esclava! Pero por
desgracia, me encerraste antes de que pudiera huir.
—
¿Y ahora a quién le vas a dar la victoria? ¿Acaso a Atenea? —
refunfuñó Ares. — No tiene ejército ni santuario. Ella no es nada en
comparación conmigo.
—
Ahora vagaré libre. – dijo Niké. — Nadie hay de momento en este
mundo que se merezca mi favor. Ni siquiera Atenea. Es guapa y buena persona,
pero aún la veo muy débil.
—
¡Débil! — Exclamó Atenea.
—
Así es. No haces más que lloriquear sin hacer nada por salvar a la
gente.
—
Estoy contigo Niké. — Dijo Hermes.
—
¿Cómo? — Dijo Atenea.
—
Hay que reconocer que dice la verdad, diosa de la sabiduría. Naciste para la contemplación y la reflexión,
pero no para la acción. – dijo Hermes rascándose la cabeza.
—
Sea como sea Niké. — dijo Zeus. — Ya eres libre y ahora dejaremos
que las cosas sigan su curso hasta que decidas a quien entregar tu favor.
—
Pero estás dejando el mundo al abandono de su propio destino. ¡Eso
es muy peligroso! — Dijo Hera, quien apareció repentinamente. — Pueden aparecer
más tiranos y males, y no habrá nadie que los enfrente.
—
Me hieres, mujer, ¿Acaso no estoy yo aquí? — dijo Zeus. — Si las
cosas fueran demasiado lejos, intervendré como siempre lo he hecho. Los demás
dioses son demasiado jóvenes todavía para enfrentar con madurez los problemas
de este mundo. Este es el peso de la corona que porto en mis sienes.
Zeus volvió a sentarse en el trono.
—
¡Eso si no te entretiene otra jovencita! — dijo Hera.
—
¿qué tonterías dices? — Dijo Zeus.
El rey y la reina siguieron discutiendo. Ares
dedicó una desafiante mirada a Hermes y Atenea antes de dejar el Olimpo. Niké
revoloteaba feliz hasta llegar a una ventana y salir por ella, al encuentro de
la belleza de la naturaleza.
Atenea y Hermes dejaron a su padre que
arreglara sus problemas sentimentales sólo, mientras abandonaban el salón del
trono del templo de Zeus.
Atenea estaba cabizbaja y decepcionada. Hermes
percibió que las palabras de Niké y sus hermanos la habían herido.
—
Sin lugar a dudas, eres demasiado buena, inocente y sensible, Atenea.
— Le dijo Hermes, atrayendo la atención de su hermanastra. — Un puesto de
responsabilidad es demasiado complejo para ti. Hay que ser dura a veces, y no
creo que estés lista para ello aún. Además, te afecta mucho lo que piense la
gente sobre ti. Déjame que te un consejo: Empezarás a madurar cuando no te
importe en absoluto lo que diga y piense la gente de ti y tú actúes como te dé
la gana. ¡Mírame a mí! Y toma ejemplo.
—
Nadie es lo suficientemente maduro nunca, Hermes. Mira a nuestro
padre, será un buen rey, pero las mujeres le siguen distrayendo y le convierten
en un muñeco de pasión. Es demasiado testarudo a veces y otras actúa muy
impulsivamente. Le quiero mucho, pero estoy con Hera, cuando decía que no puede
soportar sus debilidades con las mujeres, entre otras muchas que tiene.
—
El ser maduro no te excluye de tener debilidades, Atenea, ser
maduro supone luchar contra esas debilidades, y yo creo que nuestro padre lo
intenta, a pesar de todo. No obstante, si supieras cómo la pasión te desborda de
vez en cuando… unas veces es cuando conoces a alguien, otras porque tienes sed
de ambición y la adrenalina te empuja a experimentar nuevas cosas. Sí…, si tú
tuvieras una cuarta parte de lo que Zeus, yo o Ares tenemos, lo entenderías.
Pero a veces me da la impresión que no corre sangre por tus venas. No sé si es
por tu sabiduría, seriedad o qué, pero debes estar hecha de otra pasta, sin
duda.
Hermes se adelantó en su paseo, tenía que
volver a sus labores cotidianas de mensajero, pero Atenea le tomó del brazo.
—
¿Cómo puedes decir que no corre sangre por mis venas? — Hermes se
impresionó de la reacción de su hermana. — Soy tan diosa y humana como
cualquiera de vosotros. Vuestra pasión será conquistar nuevas mujeres o nuevas
tierras, la mía es luchar por la justicia y el amor. Por eso ¿Vas a hacer lo que te pedí?
—
¿Todavía sigues con la absurda idea de despertar a Pandora?
—
Sí, es el único remedio. Quiero intervenir en este mundo y ella es
la única manera de hacerlo.
Hermes miró a Atenea fijamente, por una vez en
la expresión de la diosa, vio resolución y pasión cuando lo dijo.
—
¡Wow! Casi me convences, Atenea. He visto que pareces de carne y
hueso esta vez.
—
¡Hablo enserio! Con Pandora viva y mi armadura, puedo atraer el
orden a este mundo.
—
¿Has dicho tu armadura? Dime por qué y tal vez acceda a ayudarte
con Pandora. He visto a esos héroes que
aún se mueven entre las sombras, o son demasiado jóvenes para desatar todo el
poder divino que han heredado de nosotros. Ese poder puede reaccionar con tu armadura,
pero aún no lo entiendo. — Atenea soltó a su hermano y expiró. Caminando hacia
una ventana próxima contempló las vistas del Olimpo y los diferentes templos y
rincones de los 12 dioses.
—
Hermes, sabes lo que es el cosmos ¿verdad?
—
Pues claro que lo sé. ¿quién crees que soy? ¿Acaso no he puesto en
orden yo las estrellas del Universo?
Es cierto, perdona. Pero has
de saber que el cosmos es mucho más que ordenar estrellas en el
universo, dibujando bonitas constelaciones. Todas esas formas celestiales
tienen una especial energía.
Todavía no sé de dónde
procede dicha energía,
pero sé, que cuando se unen individualmente en
uno solo, es un cosmos único
y maravilloso, capaz de generar milagros.
—
¿Cómo?
Atenea se giró hacia su hermano. Haciendo
desaparecer su lanza y escudo le dijo:
—
Despierta a Pandora y lo verás con tus propios ojos.
Atenea abandonó el lugar, dejando a Hermes con
una enorme intriga. Sabía el dios que era una estrategia para que accediera a
despertar a Pandora si quería verlo.
—
Tal vez me lo empiece a pensar…
Dijo el mensajero de los dioses.
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