CAPÍTULO 8: Las Fortalezas orientales












Chryssos había caminado largas distancias, pero sus maltrechas heridas de combate y la tele transportación le habían dejado en muy malas condiciones para continuar. Ante sus ojos se extendían los profundos picos de las tierras del oriente. Jamir se encontraba en una de esas montañas donde siglos de historia de Lemurias se escondían, pero ¿cómo iba a encontrar la fortaleza si era la primera vez que veía aquel lugar? Sintió sed, hambre y dolor. Cuando bajó sus ojos vio el musgo de las rocas cubierto por nieve y se lanzó a devorarlo ávidamente. Apoyado en la roca se sentó un momento y miró la palma de su mano que presionaba su herida cubierta de sangre. Su vellón estaba helado y sentía el entumecimiento de sus miembros. No podía seguir adelante. Cerró los ojos antes de caer en el suelo.
En ese momento sintió el traqueteo de unas hábiles pezuñas y ante sí apareció un carnero con una increíble cornamenta y un grueso y blanco vellón. Chryssos miró fijamente al animal que echó a correr hacia él para envestirle. El hijo de Teófane le detuvo poniendo su mano en su cabeza y le acarició la barba. El animal se calmó al instante y completamente sumiso dejo que Chryssos le susurrara algo al oído.
El animal se separó de él y dio dos saltos. Después le miró esperando a que Chryssos se levantara y le siguiera.




El mensajero de los dioses posó sus alados pies en la alta cumbre de los Balcanes. Estaba en tierras tracias y salvajes. En la distancia podía ver perfectamente el reino de los Lapitas, el reino de los centauros y más allá el reino de Diomedes. Abandonado en la lejanía el monte santuario de Ares y las aldeas de la reina Hipólita y Pentesilea.
Hermes sonrió. Se encontraba en tierras muy curiosas, amazonas, por un lado, centauros por otro y sus ojos se cegaron con un resplandor dorado. Cuando fijó sus ojos en la figura pudo distinguir a la perfección la gran y fornida espalda que vestía el León de Nemea.
Heracles había crecido un poco más, pero seguía siendo igual de imponente que siempre. Al mensajero le hubiese gustado saber qué venía hacer su hermanastro en tierras tracias, pero estaba de incógnito. Tenía una importante misión que cumplir y debía ser precavido. Aunque le respaldara su padre Zeus en la orden que había recibido, no era tan necio como para pensar armar barullo en tierras tan peligrosas como aquellas, más cuando había sido ya vencido por Ares.
Se sentó a la sombra de una roca y sacándose el petaso utilizó la visera para airear su largo flequillo. Era Tracia una tierra peligrosa y húmeda, cuyo calor era a veces sofocante. Sin embargo, disfrutaba mucho contemplando lo verde de sus laderas en comparación a la seca Arcadia.
Tenía que trazar un plan. Mirando la tierra que se extendía entre sus piernas tomó el caduceo y con el pie del mismo trazó un mapa con las ubicaciones exactas de todas las amenazas.
Podía perfectamente burlar a los centauros y lapitas. Eran estos demasiado simples como para detectar su presencia. Tanto uno como otro pueblo eran muy buenos guerreros y con una gran resistencia, pero para ello debía de tener un militar que los organizara.
Después pensó en las aldeas que cercaban el monte de Ares. Las amazonas que eran descendientes de su hermano eran bastante agresivas cuando debían proteger algo. Su sonrisa se torció pensando si eran igual de fieras en otras cosas, pero no debía malgastar el tiempo en imaginarse nada. Después de su misión podría tal vez celebrarlo con alguna…
“Céntrate Hermes.” Se dijo el dios por dentro.
Antes de encontrarse con las amazonas debía burlar el reino de Diomedes, donde cuatro yeguas con un hambre voraz gustaban de comer carne humana. Esas alimañas olían la carne a distancia, eran más bien hienas que otras cosas y apestaban de veras. Hermes se rascó su frente. Tal vez pudiera dormirlas y torearlas el tiempo suficiente como para cruzar la villa.
El reino de Diomedes se abría como una amplia muralla en torno a las aldeas de las amazonas, arropado por cuatro montes donde vivían las yeguas carnívoras. Éstas estaban encadenadas con el suficiente espacio como para ser una inmensa y peligrosa barrera, pero no demasiado libres como para que se pudieran escapar. Además, tenían la virtud de dar enormes saltos hasta el punto de un caballo alado. La estratégica posición que mantenían abría una barrera invisible que mantenía el reino encerrado en una burbuja que nadie podía atravesar.
— Será como abatir cuatro Pegasos que desean despedazarme con sus dientes. Por otro lado, atravesar una barrera energética volando puede derretirme como cuando me enfrenté contra Ares.
Hermes se cruzó de brazos y se apoyó pensativo en la roca intentando encontrar la llave que le permitiera pasar al reino de Ares. La única manera de romper esa barrera era separar a las yeguas cuyas cadenas conectaban los campos de energía. En ese momento escuchó unos rumores y se asomó a la roca.


Cuatro hombres estaban hablando entre ellos. Caminaban en la misma dirección que Heracles y Hermes decidió seguirlos sigiloso.


Los cuatro llegaron a una pequeña concentración donde se levantaba un pequeño campamento. Los que se encontraban allí les dieron una cálida bienvenida y preguntaron cuando iba a llegar el héroe Heracles para emprender la escaramuza contra los ejércitos de Diomedes y raptar las yeguas.
Hermes sonrió ampliamente. Todo estaba a su favor en ese momento. Si dejaba que el pequeño grupo de voluntarios se enfrentara contra Diomedes y que raptaran las yeguas, atravesar el campo de energía sería mucho más fácil.
“Será interesante ver la batalla y aprovechar ésta para colarme entre las inmediaciones de Diomedes hasta las amazonas. En el momento que alguna de las yeguas sea separada del resto, y su cadena cortada, el campo se romperá.”



Chryssos llegó a la entrada de un estrecho cañón montañoso. El carnero que le estaba guiando se detuvo frente a ella receloso. Miró a Chryssos hasta que un extraño sonido lo espantó y le hizo huir. Chryssos miró la estrecha pasarela que tenía frente a él y decidió entrar en ella. El lugar era sumamente estrecho y había una increíble humedad. Ni un rayo de sol penetraba por ella. Finalmente vio una luz y se dirigió a ella.
Al llegar al final, una espesa nube de niebla no le dejaba ver nada y sus pies sentían una senda peligrosamente débil a punto de despeñarse. El peso de su vellón le dificultaba más el paso. Resbalando su pie derecho se agarró a una rama y mantuvo la calma, fue entonces cuando la niebla le dejó distinguir lo que había bajo sus pies. No eran rocas lo que crujía a su paso sino cientos de cráneos y huesos esparcidos en un indefinible horizonte.
— ¿Dónde estoy?
Dijo el carnero de oro sin apartar sus ojos del suelo distinguiendo entre los esqueletos restos de armaduras y armas oxidadas.
— Mi madre me habló de este lugar. Es donde tuvo lugar la más sangrienta batalla que se había desatado en la Titanomaquia. Todos estos cadáveres son soldados de mi bisabuelo Hiperión y Hades. Todos ellos murieron inútilmente en el enfrentamiento que tuvieron ambos dioses en Himalaya. El dios del Inframundo castigó severamente a los caídos ya fueran de su ejército o del contrario.
La palabra “contrario” hizo eco en el lugar obligando a Chryssos a alzar su rostro a las altas montañas que cerraban aquel valle. Alzando la voz gritó a todo pulmón:
— ¡Me oye alguien!
“Alguien” volvió a hacer eco, pero al eco le acompañó una ácida voz llamándole. Chryssos se llevó la mano a las sienes sintiendo una profunda presión en su cabeza.
“Este es un lugar de muerte…”
Oyó con la misma voz. Más allá una risa y otra voz de ultratumba:
“Deja a los muertos descansar en paz…”
La presión era más aguda obligando a Chryssos a hincar su rodilla.
— Vengo a retornar a mi hogar.
Dijo Chryssos entre dientes.
“Este lugar ha sido abandonado.” Dijo la voz ácida.
“La oscuridad y la muerte son ahora los únicos habitantes que quedan”. Dijo la voz de ultratumba.
— ¡No! Vengo en busca de vida y luz. Este no es únicamente un cementerio.
“Chryssos ¿qué pretendes con tu presencia entre nosotros?” Dijeron a su izquierda las montañas
“Tú siempre serás el maldito descendiente de Hiperión.” Dijeron a su derecha las montañas.
Las voces se hacían más numerosas y distinguió demasiadas como para distinguirlas. Eran muchas almas gritando y maldiciéndole. Otras riendo y burlándole. Era demasiada presión la que estaba sufriendo el carnero y flashes de muerte, sangre y batalla le atormentaban.
“Siento un tremendo poder mental aquí.”— pensó el carnero. — “Sí… y noto la presencia de alguien, pero las imágenes no me dejan ver con claridad… este poder mental es más profundo y eficaz. Nada que ver con el de Fobos y Deimos. Es tan poderoso que me está anulando por completo.”
— ¿Dónde está vuestro dueño y señor almas del infierno? Sé que alguien os está manejando.
Ante él un esqueleto se levantó de sus huesos cubierto por su armadura y acercó su amarillenta calavera hacia él. Con su apestoso aliento y sus irónicas mandíbulas sin labio dijo:
— Míranos bien Chryssos…, ¡No estamos muertos!
Embistió con su espada contra Chryssos quien pudo esquivar la hoja a tiempo, pero tras él aparecieron unos cuantos esqueletos más que también le atacaron con sus armas. El carnero esquivó todos los golpes con la tele transportación, pero éstos se seguían levantando a su alrededor sin rendición.
— Con vuestras armas nada podéis hacer contra mí. ¡Nadie puede herirme ni matarme! — Exclamó el hijo de Poseidón
Arrancando sus ropas dejó ver su imponente vellón dorado que se iluminaba en la niebla como una luz en la noche.
— ¡Si no conocéis nada sobre el cosmos estáis destinados perder esta batalla! — Dijo nuevamente Chryssos mientras sus ojos se enrojecían.
El carnero se lanzó con valor y empezó a derribar todos los esqueletos que se le abalanzaban como una avalancha. Huesos, corazas y armas saltaban por los aires. Calaveras se separaban de su cuello y columnas se rompían y se desmembraban como las frágiles piezas de un puzle de tres dimensiones…, pero por arte de magia seguían reconstruyéndose solas.
De repente Chryssos cayó por su espalda, al no sentir nada a sus pies, pero se agarró a una sólida piedra con todas sus fuerzas. Bajó él había un oscuro y tenebroso abismo donde no se podía ver el fondo.
“No podrás vencernos Chryssos, somos demasiados para ti y estamos sedientos de batalla por milenios.”
Dijo uno de esos esqueletos riendo malvadamente. Sus tarsos comenzaron a pisotear los dedos de Chryssos. El hijo de Poseidón no podía ocultar su dolor, más aún al deslizar su otra mano en el abdomen que le sangraba a causa de la herida.
— No me importa que seáis miles o cientos de miles he de llegar a Jamir, aunque sea haciendo polvo vuestros huesos.
Con la otra mano agarró el tobillo de quien lo pisoteaba y lo lanzó por el desfiladero. Haciendo ademán de todas sus fuerzas escaló por el borde volviendo a pisar tierra. Ante él vio a los esqueletos en formación de dos filas y se preguntó qué significaba eso. Sin detenerse a buscar respuesta, comenzó a hacer unos lentos movimientos de concentración.
— Os voy a destruir de un solo golpe. No me dais otra opción, aunque agote toda mi energía
Alzó su diestra al cielo y emitió un potente grito.

¡REVOLUCIÓN DEL POLVO ESTELAR!

La onda expansiva inundó todo el valle que le rodeaba, tiñendo la niebla gris de niebla dorada. Una lluvia de incontables estrellas comenzó a caer haciendo polvo a cada esqueleto.
Cuando la luz desintegró la niebla, la visión se aclaró. Chryssos cayó al suelo mientras sus agotados ojos miraban un estrecho camino a una inmensa muralla de piedra. En el extremo de ella se alzaba un templo en la cima de un pico. La pagoda se levantaba orgullosa al cielo con majestuosidad.
— Ja…mir….
Dijo el carnero antes de perder la consciencia.



Hermes esperaba en la copa de uno de los árboles. Los voluntarios se habían dividido en grupos de diez. Ocultos por la espesa vegetación y las colinas del Reino de Diomedes, habían tomado cuatro direcciones diferentes hacia donde se encontraba cada una de las yeguas. No obstante, otro grupo se había ocultado entre una masiva comitiva de comerciales que se dirigían al ágora principal. Era la única forma en la que las puertas de la muralla se podían abrir sin sospechas.
El objetivo de los polizones era localizar las puertas menos vigiladas para poder abrirles el paso a los ladrones de yeguas. Asimismo, debían cubrir las espaldas de éstos en caso de que algún guardia descubriera algo.
— ¡Hmmm…! reconozco que Heracles me ha sorprendido con su estrategia. – Dijo Hermes poniéndose la mano en la barbilla. — Ya pensaba que iba a lanzarse a la batalla a lo salvaje como es más propio de él, pero ha debido aprender algo más desde que lo vi por última vez. — Bajó del árbol y se dirigió a uno de los comerciantes del grupo. — De cualquier forma, me muero por saber el desenlace de todo esto.
Tocó el hombro de uno de los criados de uno de los comerciantes, éste se giró y antes de que dijera el nombre del dios, Hermes le rozó con su caduceo desmayándose el muchacho entre sus brazos.
Lo arrastró hacia un matorral y lo desnudó poniéndose sus ropas encima de las que ya vestía. En el zurrón del muchacho metió su caduceo, petaso y sandalias. Escuchando la voz de uno de los comerciantes llamando a un tal Apolonio, supo que se refería a su víctima y corrió ocultando su rostro hacia el que se suponía su amo.
— Aquí estoy, mi señor. — Dijo Hermes
— ¿Dónde te habías metido?
— Se había caído parte de la carga por el camino y he ido a recogerla. — Hermes abrió el zurrón con cuidado y le mostró al comerciante parte de las provisiones que había.
— Bien hecho. — Dijo dándole dos palmaditas en la espalada. Hermes alzó su rostro el cual era el vivo reflejo de su víctima, generando aún más seguridad en su engaño.
— Estoy a sus órdenes mi amo.
— Sigamos, tenemos que sacar dinero para alimentar a la familia.
El comerciante caminó encabezando su comitiva mientras Hermes sonreía pensando:
“El arte de la metamorfosis es el mejor poder que he heredado de mi padre, aunque él prefiere convertirse en animales. Es una lástima que nadie salvo Hades tengamos el de la invisibilidad. Ese sí que sería un poder interesante.”
Las puertas del reino de Diomedes se cerraron tras la espalda de Hermes.
“Ya estamos dentro.”
Miró por el rabillo del ojo a los infiltrados en la ciudad como él.
“Creo que me voy a divertir hoy.”



En su profunda semi inconsciencia, Chryssos no estaba del todo abatido. Podía sentir que una inmensa presencia, que, con estruendoso ruido de trote y ruedas de carro, se había acercado hacia él. Cuándo éste abrió sus parpados no puedo distinguirle con claridad porque su visión estaba borrosa, pero era una imponente figura sin duda. Sentía que había abierto su vellón y había descubierto su herida.
— Todavía no lo hemos perdido. — Dijo alzándose. — Recostarlo en mi carro, le llevaré al templo para curarle.
Después de aquella orden, seis hombres le habían alzado sobre sus hombros y le llevaban a un enorme carro blanco y púrpura tirado por dos caballos de anaranjadas crines que expelían un inmenso calor. Tan abrasador como el propio Helio.
El hombre se subió de un ágil salto agitándose su capa. Tomó las riendas del carro y le miró diciendo:
— Has luchado con mucho valor Chryssos, sin duda eres digno de mi padre.
Escuchó el chasquido de la fusta y después de relinchar, los caballos comenzaron a trotar por el camino.



Hermes estaba aburrido apoyado sobre el puesto del comerciante pensativo:
“Irónica situación ésta, siendo el dios de los comerciantes nunca me había sentido tan cerca de ellos como ahora, y he de reconocer que es lo más aburrido que he hecho hasta ahora. Ahora entiendo porque me piden tanto que tengan una buena venta. Cuando la gente no viene es como para tirarse al Etna.”
Una hermosa mujer se acercó a él y miró curiosa las joyas del puesto.
“Esto es otra cosa.”
Hermes se puso erguido y galán y con voz agradable le dijo.
— ¿Una hermosa joya para una hermosa mujer?
Tomo un collar de lapislázuli y se lo mostró.
— Estoy seguro que este es el adecuado para esos ojos.
La mujer rio tímida mientras sus mejillas se enrojecían.
— ¿Cuánto cuesta?
— Por la calidad de sus piezas yo diría que cinco monedas de oro.
— Es demasiado caro.
— Estoy seguro que ningún hombre rechazaría mi oferta con tal de complacer a su dama. Pero aceptaría 10 monedas de plata o 15 de cobre a cambio.
— ¡Hmm! sigue siendo demasiado. — La mujer se deslizó por la mesa poniendo su busto delante de Hermes.
— Tenéis razón no es suficiente para que alguien labrada por el mismo Pigmalión. Esas preciosas manos merecen una ornamenta como esta.
Hermes tomó la mano de la mujer con delicadeza y le puso un anillo de lapislázuli y turquesa. La mujer se quedó hipnotizada por su belleza.
— Este anillo lo menos cuesta como la vajilla de Diomedes. Con el collar y el anillo todo quedaría en tan solo 7 monedas de oro.
— ¿Siete monedas de oro por ambos?
— Así es cuando su auténtico valor sería…
Tomó la balanza y puso el collar y el anillo en un plato, mientras que en el otro puso algunas monedas hasta equilibrar el peso.
— Diez monedas de oro. — Dijo Hermes después de chequear. Posó su codo en la mesa y miró a la mujer. — yo creo que es una buena oferta…
— ¡Solo siete! — exclamó un hombre. — ¡Me lo llevo!
La mujer protestó.
— Todavía no me he decidido. — Dijo.
— Con todos mis respetos señorita esas joyas son para que un hombre las compre a su esposa no una mujer por su cuenta.
— ¿Qué forma de hablar es esa para una dama? — Dijo otro hombre que apareció de repente. — Yo las compraré si la dama acepta acompañarme a cenar esta noche.
— Ha llegado tarde, señor. — dijo el primer hombre entregando las monedas en la mesa.
— Le doy pues diez monedas de oro a este criado, por el juego.
— ¡Yo trece!
— ¡Quince!
— Yo diecisiete y diez más de plata por aquel brazalete.
El hombre que llegó primero resopló dándose por vencido.
— ¡Muy bien! vendido al señor por diecisiete monedas de oro y diez más de plata.
Hermes envolvió las joyas en una bonita bolsa de terciopelo y se lo dio al hombre.
— Señorita, creo que debéis estar muy agradecida con este señor. — Dijo Hermes sonriente.
El hombre abrió la bolsa y le colocó el collar.
— ¿Entonces me daréis el honor de acompañarme esta noche?
Hermes alimentó la vanidad de la mujer mostrándole un espejo. La mujer se veía deslumbrada por el reflejo que veía.
— Por supuesto que sí.
El hombre le ofreció el brazo y la pareja se fue, mientras el otro hombre había cambiado de puesto. Hermes sin apartar la vista de la trasera de la mujer sonrió:
— Creo que alguien tendrá suerte esta noche.
Alguien tomó fuertemente de la cabeza a Hermes y le besó el cogote. Hermes no se esperaba tal arrebato y se alejó espantado. Era el comerciante que se suponía su amo.
— Diecisiete monedas de oro y diez de plata. — dijo el comerciante llorando de felicidad. — Ni la mejor dote he visto a mejor precio. Apolonio eres mi favorito.
Hermes miró con recelo al hombre. ¿Qué quería decir con eso de favorito…? Tenía que volver a su cuerpo normal antes de que llegara la noche o podría tener un extraño visitante en su alcoba.
Un estruendoso ruido irrumpió en el ágora y elevado en el cielo, se distinguía la figura de un caballo montado por un jinete de oro. Se vislumbraba a la vez los rayos de una invisible cúpula que iluminaba el cielo. Como si todo estuviera a punto de romper en una tormenta. La gente exclamó horrorizada.
“¡Es una de la Yeguas de nuestro rey! ¿Quién la está montando?”
— ¡Con la emoción de la venta me había olvidado de Heracles!
Dijo Hermes en voz alta. Saltó por encima de la tienda con una agilidad impresionante mientras oía al comerciante preguntando a dónde iba…, que era peligroso.
— Querido amo. ¡llévese ese dinero y disfrútelo hoy de la compañía de unas buenas mujeres o tal vez mozos!
Hermes salió corriendo aún en la figura de Apolonio y escaló por una de las torretas mientras los infiltrados de Heracles eliminaban a algunos guardias. Unas lluvias de arcos apuntaban hacia Heracles y la yegua, mientras los voluntarios derribaban a los arqueros a golpe de espada.
Hermes prestaba atención. Heracles estaba domando a la yegua que se agitaba en tremendos saltos hasta el cielo desbocada y revolviéndose intentando expulsar a su jinete. Estaba el héroe intentando romper la cadena que tenía atada a la yegua con su maza, pero no podía.
Hermes fijó su mirada en la cadena que despedía unos familiares destellos azulados.
— ¡Cómo no! Oricalcos otra vez. Te volveré a echar una mano hermano. — Se dispuso a realizar unos movimientos muy lentos, pero paró en seco cuando Heracles saltó de la yegua al tejado de la torreta.
El dios estaba intrigado con lo que se disponía hacer su hermano.
Heracles dejó su maza en las tejas y cerró su puño derecho. Sus ojos no se apartaban de la yegua que seguía saltando desbocada. Con las piernas flexionadas y el puño tras su cintura sus ojos relucieron mientras un aura dorada comenzaba a rodearle, entonces el semidiós dijo:

¡PLASMA RELÁMPAGO!

Un deslumbrante resplandor inundó al Heracles y una cantidad incontable de electrizantes rayos solo percibidos por alguien como Hermes, se dirigieron a la yegua que se quedó paralizada de terror por la luz que se le venía encima.
— ¿Dónde ha aprendido esa técnica? — Exclamó el dios. — Solo se la he visto hacer a mi hermano Apolo.
El resplandor se dispersó. La yegua estaba intacta pero la cadena se había dejado de relucir. Heracles tan rápido como su técnica tomó la maza y saltó hacia la cadena. Con un seco y poderoso movimiento la maza chocó contra la cadena haciendo un pequeño cráter y la cadena saltó en pedazos. La yegua se dispuso a huir, pero Heracles tomó la cadena y tirando de ella hacia sí acercaba a la yegua que luchaba con todas sus fuerzas para liberarse de su secuestrador. Las pezuñas de la yegua se enterraban en el suelo por el efecto del arrastre que efectuaba héroe al tirar de la cadena. Con razón la increíble fuerza del héroe era lo más considerable de él
Desesperado el animal se abalanzó de un salto contra Heracles para devorarle, pero el héroe interpuso sus brazos en la escalofriante mandíbula de la yegua, nada que ver con un herbívoro común. Gracias a la piel del León de Nemea los brazos del hijo de Zeus apenas estaban recibiendo daño alguno. Viendo el animal que su mordedura no valía, intentó pisotear a su opresor. Heracles se deslizaba entre sus patas como buenamente podía.
Cuando salió de debajo del animal se puso a un lado. La yegua se revolvió nuevamente hacia él, pero Heracles puso la maza en las mandíbulas del equino. Los puntiagudos dientes de la bestia se habían quedado clavados en el arma. Intento la yegua despedazar el arma sacudiendo su cuello. Heracles, aprovechando la posición de humillación del animal, abrazó el cuello de éste y rápidamente enredó la cadena en él, impidiendo que se siguiera moviendo libremente.
Luchando, la yegua siguió intentando liberarse, mientras Heracles la seguía reteniendo en su fornido abrazo y le susurraba con cálida voz al oído para calmarla. Finalmente, la yegua se fue tranquilizando y se fue sintiendo exhausta de la lucha. Así se sometió completamente al héroe, reconociendo su derrota.
El resto de los voluntarios del grupo que estaban más cerca de Heracles salieron de sus escondites aún con sus armas en posición de ataque y defensa. No podían ocultar sus ovaciones hacia su líder que les miró sonriente.
Pero las ovaciones fueron interrumpidas por una voz de alarma.
— ¡Heracles! — Gritó alguien desde la torreta. — El héroe se giró hacia él con las riendas de cadena en su mano sin dejar a la yegua recién capturada. — Tenemos problemas. El grupo más cercano al palacio me ha enviado un mensajero diciendo que la guardia real de Diomedes y el mismo Diomedes se disponen a atacarnos.
— Han descubierto nuestra posición e intenciones. Sinceramente no previne que el capturar a la yegua fuera tan ruidoso— Dijo Heracles frunciendo su entrecejo. — Bien, replegaos y mantener la resistencia. Con una yegua en nuestro poder las otras serán más fáciles de raptar. ¡Clátiro! — Uno de los guerreros se acercó a Heracles. — Eres el más rápido. Ve al campamento y avisa a los refuerzos que estamos en apuros.
— ¡Sí Heracles!
— Por Diomedes no os preocupéis dejármelo a mí. Creo saber el perfecto castigo que se merece por todos los crímenes que ha cometido. — dijo acariciando la mejilla de la yegua — ¿A qué estáis esperando? ¡A vuestros puestos! No debemos dejar a que nos derroten. ¡Demostraremos de qué estamos hechos los Aqueos!
Un grito de furor emanó de cada uno de los guerreros. Heracles en ese instante se subió a la yegua y dándole un golpe con los talones echó a galopar a por la demás yeguas mientras los guerreros volvían a ocultarse para agruparse en las inmediaciones de la ciudad.
— ¡Maldita mi suerte! — Dijo Hermes. — Me muero de ganas por ver a Heracles cara a cara con Diomedes, pero la barrera que unía las cadenas de la yegua ya ha sido rota y tengo que centrarme en lo que me ha encomendado Zeus.
Volvió Hermes al puesto para recuperar el zurrón donde se encontraban sus atributos divinos. El comerciante le dijo aterrorizado mientras metía todas sus mercancías de vuelta al carro con ayuda de los criados.
— Apolonio hemos de irnos. He oído a los vigías decir que va haber una batalla aquí y el mercado ha sido cerrado.
Hermes alzó su vista y el comerciante se quedó pálido cuando vio que el dios había cambiado su aspecto ante sus ojos.
— ¿Quién eres tú? — Dijo señalándole.
— Un amigo. — Dijo Hermes. — Apolonio está durmiendo plácidamente en el matorral de la fuente del camino. — Dijo el dios quitándose las ropas. — devuélvele sus pertenencias. El zurrón me lo quedo, así como estas ropas. — Dijo tomando algunos tejidos. — Lo tomaré como mi recompensa por haberte hecho hoy ganar más dinero que el que te puede aportar el casamiento de una de tus hijas o hermanas.
— Pero…— Dijo parapléjico de las ricas vestimentas olímpicas del dios, dignas de un príncipe.
— ¡Adiós!
Hermes desapareció entre la alarmada gente y oculto tras una de las casas. Se calzó las sandalias aladas que ocultó en las faldas de las ricas ropas que había tomado del comerciante. Mirando su reflejo en un pesebre de agua cambió su aspecto al comerciante que había servido antes.
— De criado ahora pasaré a comerciante. — Entre las amazonas y los centauros pasaré desapercibido así. Cuando llegue al templo de Ares improvisaré.
Volviendo a alzarse en una de las torretas tocó el aire y sonrió.
— Ahora no debo temer el calor.
Asegurándose que nadie le veía emprendió el vuelo para sortear las colinas que le estorbaban el camino a las tribus de las amazonas.



Chryssos despertó en un cómodo catre con la reconfortante luz del día en su rostro. Un reloj de sol marcaba alrededor de las tres. Espesas mantas de lana abrigaban su cuerpo y el dolor había desaparecido. Se destapó para comprobar su herida. El vellón estaba perfectamente sellado, aunque podía sentir unos leves tirones de puntos por lo que se recostó otra vez.
— Ya se ha despertado, ¿señor?
Al lado de Chryssos había un chico de unos trece años de edad, de pelo castaño y ojos verdes. Tenía absolutamente todos los atributos de la tribu de las lemurias.
— ¿Dónde estoy?
— En el templo de la fortaleza de Jamir, el señor de Jamir le recogió y le curó. Tengo que avisarle, esas fueron las instrucciones que me dio: Cuando se despierte me avisas. Perdóneme señor.
El chico se inclinó y salió de la habitación. Chryssos volvió a mirar por la reconfortante ventana de la habitación. En aquel lugar tenía la sensación de un hogar y mucha paz. Sintió la presencia de alguien y se giró a la puerta, entonces exclamó sorprendido:
— ¡¿Bisabuelo Helios?!
— ¿Helios? — Dijo el hombre sonriendo apaciblemente. — No. Ese es mi padre, Chryssos. Mi nombre es Faetón, príncipe de Etiopía, caballero de auriga y señor de Jamir.
El individuo que veía el carnero le dejó completamente sin palabras. Tenía el pelo resplandecientemente rubio y unos bellos ojos marrones claros. La piel era ligeramente tostada y vestía en muy elegantes ropas. Sin duda era el vivo reflejo de Helios, pero debía tener más o menos la misma edad que él.
— Eras tú el que mandó a esos esqueletos a atacarme ¿por qué?
Faetón se sentó al lado de Chryssos.
— Jamir es una fortaleza, Chryssos, tenemos que defendernos. Sin embargo, sobreviviste a un ataque mortal como ese y has resistido un largo y pesado viaje hasta aquí. Muy pocos alcanzan su objetivo y menos estando tan gravemente heridos como tú. Has de sentirte orgulloso de ello. Ha sido una completa heroicidad de tu parte. Mi hermana te enseñó muy bien.
La conversación fue interrumpida por el rugido de las tripas de Chryssos arrancando una afable sonrisa en Faetón.
— Tener hambre es buena señal. Minerod trae un poco de comida a nuestro invitado.
— ¡Sí señor!
El adolescente salió nuevamente de la habitación.
— Pareces muy joven…— Dijo Chryssos. Volviendo hacer reír a Faetón.
— Bueno como has de saber los descendientes de mi padre envejecemos más lentamente debido a nuestra naturaleza titán. Aunque no somos completamente inmortales como los olímpicos el metabolismo en nuestro cuerpo es diferente a los hombres y los semidioses. Se podría decir que estamos entre un semidiós y un dios. Aparento unos veinte años, pero lo cierto es que mi auténtica edad es… bueno no es importante.
En ese momento llegó Minerod con una bandeja. Faetón ayudó a incorporarse a Chryssos dando las gracias a su aprendiz. El carnero de oro comenzó a comer con apetito la comida caliente que reconfortaba su cuerpo.
— Chryssos, me gustaría saber ¿Por qué has decidido venir a Jamir?
— Mi abuela Eos me lo recomendó. — Dijo limpiándose. — Además, vengo a ofrecerme como pupilo del gran señor de Jamir.
— ¿Cómo? — Dijo Faetón sorprendido.
— Por favor, caballero de auriga, acépteme como su pupilo y enséñeme a desarrollar mis poderes lemurias. Quiero completar el entrenamiento que mi madre no pudo completar conmigo. Quiero ser caballero.
Faetón se levantó y se dirigió a la ventana para mirar por ella.
— ¿Por qué quieres ser caballero, Chryssos?
— Quiero ayudar a la única familia que me queda en Orcómeno. Están en peligro, lo sé.
— Querer utilizar los poderes de un caballero para proteger a quien se quiere es algo muy honorable, pero tienes que saber que una vez seas caballero la fuerza de tu cosmos te conducirá hacia una sola dirección. Salvar a tu familia no será suficiente para lo que descubrirás después.
— No entiendo.
— El único camino del cosmos es La muerte, Chryssos. La muerte en todas sus formas posibles. Los caballeros no podemos tener familia nuestra naturaleza cósmica nos arrastra todo el tiempo a luchar por los demás y por la justicia. Deberás olvidar a Hele, deberás olvidar a Orcómeno. Te deberás a tu servicio si no quieres que la gente que te acompañe sufra por ti. No puedes salvarlas siempre.
— En ese caso, no debes preocuparte. Ya me resigné hace tiempo a abandonar todas las cosas que amo. La prisión de Cabo Sunion, asimismo, me ayudó a valorar muchas cosas más que tener una familia. Cuando podía sentir a todas esas personas muriendo por la guerra, mi deseo de ayudarlas no hizo más que crecer en mi interior. Después de tu explicación sé que ese sentimiento tiene una explicación.
Faetón se giró hacia Chryssos.
— Entonces Chryssos será un honor para mí ser tu maestro.
— Gracias señor.
Minerod recogió la bandeja y salió de la habitación.
— Ahora tu prioridad es recuperarte por completo. Después comenzaremos a entrenar.
Faetón salió con una benevolente sonrisa de la habitación. Chryssos volvió a mirar a la ventana y con la visión de las nubes moviéndose lentamente en cielo el sueño venció sus párpados.
Faetón se sentó en su mesa de trabajo pensativo. Cuando percibió a Minerod le dijo.
— Minerod, ¿cuánto polvo de estrellas nos queda en el almacén?
— No mucho, señor.
— Me lo temía, para efectuar las correspondientes curas a Chryssos hemos utilizado mucho. Tráeme un pergamino. He de enviar un mensaje a mi hermano Eetes de Cólquide, para que nos den un poco más de sus provisiones.
Minerod puso el pergamino y la tinta en la mesa. Faetón comenzó a escribir mientras pensaba la extraordinaria criatura que acababa de llegar a Jamir.
Era una gran esperanza para la tierra.


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