Por la mañana temprano Hermes se dirigió a toda
prisa al Etna. La Fragua de Hefestos estaba a punto de abrir y el mensajero
tenía una urgencia. Cuando Hermes se disponía a huir con el colgante de la
nereida al levantarse después de una estupenda noche a su lado, sus sandalias
se habían roto y había caído al mar. En
su confusión pensó en el colgante que le había robado a la de la nereida podía ayudarlo y lo ató a sus pies, probando si podían sustituir a su
atributo más valioso. Se impulsó con su técnica del torbellino de Pegaso,
mientras el oricalco le transportó a su destino con la misma velocidad de sus sandalias.
Posando los pies en mensajero empapado en uno
de los Cráteres de Catania avistó la entrada a la Fragua. Entró en la cueva
donde una enorme laguna de lava se extendía expeliendo su insoportable calor.
En torno a él la diferente maquinaria para fusión y forja de metales estaba
funcionando con la ayuda de Brontes, Estéropes y Piragmón; tres gigantescos cíclopes
de fuerza increíble. Todos ellos al ver a Hermes le saludaron alegres y Hermes
respondió amablemente.
—¿Qué te trae tan temprano por aquí? — Le preguntó
Brontes.
— ¿Por qué estás empapado? — Dijo sonriente
Estéropes.
— He tenido un pequeño accidente. –Les
contestó Hermes.
— ¿Eso es lo que creo que es? — Le preguntó
Piragmón, quién inclinándose había descubierto las sandalias rotas y el apaño.
— Así es. Se me han roto y necesito que me las
reparen.
— Has sido muy listo al atar una porción de
oricalcos en ellas para llegar hasta aquí. Es un buen sustituto.
— El señor Hefestos todavía no ha llegado, así
que tendrás que esperar un poco más. — dijo Brotes.
— ¡Genial! — exclamó Estéropes. — Mientras
quédate con nosotros, Hermes, y haznos compañía mientras desayunamos.
— Me parece bien. — dijo el dios de los
ladrones mientras el cíclope le abrazaba camarada.
Se sentó Hermes en la mesa con ellos y tomó un
poco de su desayuno mientras charlaban amistosamente. A la media hora más o
menos, entró en la fragua Hefestos. Cuando vio a los cíclopes holgazaneando les
gritó furioso y estos enseguida recogieron y se pusieron a trabajar.
—
Siempre que me visitas, Hermes, pones patas arriba a mi personal.
A veces tu don de gentes me irrita enormemente. — Dijo Hefestos.
—
¿Te has levantado de mal humor hoy? — dijo riendo Hermes.
—
Este es el humor que tengo siempre, así que deja de bromear.
—
Está bien— dijo sonriente dándole una palmadita en la espalda. — No
he venido a molestarte mucho. Se han roto mis sandalias y esperaba que tú las
arreglaras. Sin ellas en imposible que pueda hacer mi trabajo.
—
De acuerdo; es algo importante, así que dirijámonos a mi taller y
te las arreglaré.
Atravesando un pequeño corredor llegaron a una
sala donde había un montón de artesanos humanos brillando de sudor y con
manchas de cenizas y polvo. Forjaban armas y armaduras, así como cualquier otro
tipo de utensilios realizados de metal y hierro. Había algunos orfebres que labraban plata,
bronce y oro; y algunos cristaleros que soplaban la arena y moldeaban hermosas
copas y jarras. Hermes contempló detenido aquella masa de artesanos
concentrados en sus labores con admiración. Hefestos les había saludado y ellos
habían respondido respetuosamente.
Después pasaron un segundo corredor y llegaron
a otra gran sala donde se encontraban las lemurias trabajando en algunos
experimentos. Observaban nuevas técnicas y poderes. El juego de luces, el sonido
estruendoso de la electricidad, así como aquellos olores extraños que envolvían
el ambiente, habían cautivado al mensajero.
—
¿Qué es esto? — Dijo Hermes sorprendido, nunca había visto
semejante dominio de la naturaleza.
—
La artesanía, metalurgia y la ingeniaría están íntimamente unidas
en mi fragua, Hermes. En la anterior sala observaste a mis trabajadores humanos
que se encargan de la fabricación de los utensilios más habituales de la vida
cotidiana y guerrera. Estos serán vendidos cuando se hayan terminado. Aquí está
mi departamento de investigación y desarrollo. Las lemurias son unos excelentes
colaboradores con todo el conocimiento que tienen de la naturaleza. Con ellos
estoy investigando nuevas técnicas para armas y armadura. Por ejemplo, los
daños que puedan infligir y cómo aumentar su resistencia. Algunos mecanismos para la fabricación más
rápida también han salido de este departamento.
—
Cuanto más cerca de ti estoy más pasmado me quedo. Yo pensaba que
solo te dedicabas a armas, pero veo que la fama de genio que te precede no es
mera especulación. Todo esto ¿Te lo ha pedido Ares o algún otro dios?
—
Lo hago por mí mismo sin que nadie me lo pida. Si me estanco en
una sola cosa no me siento satisfecho. Por otro lado, hay que modernizarse si
pretendo seguir siendo el que soy.
—
Seguro que debes ser muy rico. — dijo Hermes pícaro.
—
No te creas. Casi todo lo que gano lo consumo en los materiales
que utilizo y en el salario de todos los que aquí trabajan. Nunca es suficiente.
Cuando descubra una invención nueva que supere al oricalco, podre expandirla e
introducirla en la tierra. Necesito algo
revolucionario que nadie haya visto jamás. Las nuevas generaciones me comen terreno,
Hermes.
—
Eso es imposible. Nadie puede superarte, Hefestos.
—
Eso creía yo, pero hay alguien que me está superando.
—
¿Quién?
—
No lo conozco todavía, pero muchos de mis trabajadores me están
abandonando por él. Están emigrando al oriente. Cuando me entere de su nombre
me gustaría visitarle.
—
¿Acaso ibas a darle un escarmiento? — dijo Hermes riendo.
—
Quiero saber quién es ése capaz de superar mi ingenio.
—
Bueno siempre el buena la competencia. Hace que cada cual se
renueve y crezca el mercado.
Siguieron avanzando por un lugar estrecho
ascendiendo por unas escaleras retorcidas. Hermes estaba sofocado pues el calor
se hacía cada vez más insoportable. Hefestos, consciente de las dificultades de
Hermes con el calor le preguntó.
—
¿Qué tal estás? Sé muy bien que el calor no te conviene.
—
Pensaba que el agua del chapuzón me iba a ayudar, pero ya estoy
prácticamente seco entre el viaje y este calor.
Hefestos se giró hacia él y le posó la mano en
el pecho. El cuerpo de Hermes empezó a helarse con una fina pero resistente
capa de hielo.
—
Así te irá mejor.
—
Tenía que haber utilizado el protector del calor que me dio Amatea.
—
¿Una nereida entre tu colección de amantes?
—
Así es.
—
Y supongo que ella también ha sido tan amable de prestarte su
colgante de oricalcos para llegar hasta aquí.
—
Sí.
—
¡Increíble! Esas joyas son bastante importantes para las deidades marinas.
Me parece que deberás compensar a esa mujer. Aunque por otro lado… ¿podría ser
que lo has tomado sin permiso?
—
No sabes de mis encantos personales con las damas que conquisto, Hefestos.
— Dijo el mensajero vanidoso.
—
Ya. — dijo escéptico. — Me muero por verlo.
—
Tú también tienes conquistas bien interesantes y hermosas.
—
Vienes a que te repare las sandalias o a cotillear. —dijo Hefestos
girándose hacia Hermes. El dios de la metalurgia tenía el ceño fruncido y
estaba a la defensiva. Hermes se rio y le contestó:
—
También vengo a disfrutar
de una agradable conversación contigo.
—
Sabes que tengo mucho trabajo. — dijo Hefestos volviendo a
caminar.
—
Quizás te lo pregunte más adelante, cuando estés más relajado y
con alguna que otra copa de vino. — terminó Hermes, entornando una sonrisa
pícara.
Llegaron a una zona absolutamente inimaginable
en el centro de aquel volcán. La lava y el calor dieron paso a cristales de
hielo que comenzaron a cubrir la estancia haciéndose cada vez más densos y
abundantes hasta aparentar un glaciar.
—
Esto es otra cosa. — Dijo Hefestos. — Me agrada el calor, pero
donde esté el hielo que se quite cualquier otra cosa.
—
Con el magma tan cerca me parece increíble que no se haya
derretido este hielo. Es obra tuya ¿no es así?
—
Por supuesto. Un hielo vulgar y corriente no hubiese soportado tan
altas temperaturas.
Un muro de hielo invitaba a pasar a un inmenso
taller donde se encontraban un montón de chatarra, invenciones a medio hacer,
notas, tablillas, pergaminos y cientos de herramientas y materiales. Hefestos se
sentó en su mesa y apoyando el codo en ella le dijo.
—
Déjame ver esas sandalias.
Hermes se descalzó y las puso sobre la mesa.
Hefestos desenlazó el colgante y las examinó con detenimiento. El cuero estaba
totalmente desgarrado y gastado. Las alas sucias y bastante desplumadas.
—
Se han hecho viejas. Ellas también han cumplido años como su
dueño.
—
¿Pero podrás hacer algo?
—
Puedo intentarlo, pero estas sandalias fueron realizadas por el
titán Menecio bajo la supervisión de su padre Japeto e Hiperión. También se
sabe que Tía hizo el diseño.
—
No sabía que hubieran participado tantos titanes en su creación.
—
Pues claro que sí. Estas sandalias y el petaso fueron el botín de
guerra de nuestro padre. Se dice que fueron creadas para formar parte de sus armaduras
y le dieron muchos quebraderos de cabeza a Zeus mientras luchaba contra ellos.
—
¿Cómo sabes todo eso?
—
Para inventar cosas se necesita inspiración y esa inspiración
llega con el estudio, la lectura y la observación. Estas sandalias y el petaso
fueron los únicos que quedaron intactos después de la batalla. Debiste haberlas
cuidado más.
—
¿Y qué le voy a hacer? No es culpa mía que me dieran semejante
trabajo.
—
Ya. Veré qué puedo hacer. Mientras tanto te daré un sustitutivo.
Hefestos se dirigió a una de las cajas de la
estantería y sacó unas sandalias con unas alas nuevas.
—
Pero si son muy parecidas…
—
Se parecen, pero no es más que una imitación que hice antes de
ponerme a forjar tu armadura, Hermes. Me fue muy difícil encajarlo sobre tus
sandalias habituales. Asimismo, son inservibles si no se sobreponen sobre las
otras.
—
¿Y cómo se supone que voy a volar?
—
Tranquilo. Como bien has concluido el oricalco de este colgante te
ayudó a volar. Solo debo aumentar su
cantidad y te durarán el tiempo necesario hasta que repare las tuyas.
—
Hefestos, ¿qué es el oricalco exactamente? Está en todas partes.
—
El oricalco procede del interior del océano. Todos los que hemos
vivido en él o hemos tenido cierta relación con él, lo hemos podido usar y
conocer. No obstante, su poder solo lo puede desatar plenamente el dueño de los
mares.
—
¿Te refieres a Poseidón?
—
Así es. El oricalco tiene personalidad propia y debe envestir y
servir al rey de los mares. Debe reconocer, por decirlo de algún modo, al que
será su futuro vigilante y dueño. La victoria en la Titanomaquia de Poseidón le
subió puntos sin duda.
—
El oricalco tiene personalidad propia. Es un ente o criatura. —
repitió Hermes reteniéndolo en su memoria.
—
Sí, aunque nadie salvo el mismo Poseidón conoce su auténtica
forma. Solo se presenta en su aspecto original ante él.
—
No puedo creer lo que dices. Desde luego que he pasado por alto
todo lo que esconde ese océano que lo envuelve todo. Por otro lado, ¿puedo
preguntarte algo más?
—
Desembucha, así me podrás dejar trabajar tranquilo.
Hermes metió la mano en su bolsa y sacó la
toalla húmeda que envolvía los grilletes de Chryssos.
—
¿Qué es eso? — preguntó el hijo de Hera
—
Míralo por ti mismo.
Hefestos examinó las cadenas y descubrió la
radiación azulada diciendo.
—
Es oricalcos. Pero un oricalco puro. ¿De dónde las has sacado?
—
Sabes que Chryssos escapó de Cabo Sunion ¿verdad?
—
He oído algo, pero… ¿qué tiene que ver?
—
Esas cadenas le mantenían incapacitado y preso, hasta que se
liberó de ellas.
—
¡Pero es imposible! Oricalcos tan puro, solo puede manipularlo
Poseidón.
—
No todo lo que reluce es oro, Hefestos. Hasta yo mismo fui capaz
de robarle el tridente al dios de los mares una vez, cuando era pequeño.
—
¡No puedo creer que fueras capaz de eso!
—
¿No me crees capaz porque piensas que no tengo suficientes
habilidades? O ¿no me crees capaz porque piensas que soy más responsable?
—
Desde luego que no tienes remedio con ese ego, Hermes. — dijo el
dios de los artesanos resignado.
—
La gente me subestima demasiado. — dijo riendo Hermes. Después continuó:
— Solo quería preguntarte si hay algo más en estas cadenas.
—
¿Algo como qué?
—
Como la sangre de Poseidón.
—
¡¿Para qué quieres tú saber si aquí está su sangre?!
—
Me parte el corazón tener que hacer esto contigo, Hefestos; pero
me haces demasiadas preguntas. — Hermes mostró el boliche de su caduceo a
Hefestos quien se quedó hipnotizado. — Ahora no puedes más que resolverme esta
duda. Dime si en estos grilletes está la sangre de Poseidón.
Hefestos se puso un monóculo del tamaño de una
lupa. Extendiendo las manos encima de las cadenas, pero sin tocarlas, empezó a
emanar de ellas el vapor congelante. El hierro azulado comenzó a reaccionar
destellando leves rayos azulados en la radiación, hasta que ésta desapareció
tiñendo de rojizo el hierro. Hermes miró aquella reacción impresionado.
—
Efectivamente hay sangre de Poseidón en esos grilletes. De ahí la
pureza del oricalco.
—
Pues sepárala.
—
Es imposible. La sangre y el oricalco son lo mismo. Ni siquiera yo
puedo manipularlo.
—
¡Tiene que haber una manera!
—
Si la hubiera, solo la podría hacer el propio Poseidón o el
oricalco en su forma original.
—
¡Maldición! — protestó Hermes. — Voy a tener que buscarme la vida.
— resopló. — bueno, al fin y al cabo, no todo iba a ser tan fácil. — resolutivo
ordenó a Hefestos. — En esas sandalias sustitutivas ve poniendo unas aletas.
Hasta que no me vaya no dejarás de estar hipnotizado.
Hermes se sentó en un baúl mientras Hefestos
se ponía a trabajar en las sandalias de repuesto. El mensajero había
determinado que tenía que ir a la Atlántida sumergida por sí mismo mientras miraba
el colgante de Amatea. No obstante, debería hacer alguna visita previa al
anciano del mar Nereo por si le podía dar alguna pista sobre el oricalco. Muy
probablemente, éste sería tan amistoso como sus hijas. Al menos eso esperaba el
dios.
—
Deberás también darme alguna solución para poder respirar bajo el agua.
— Le dijo Hermes a Hefestos.
—
El colgante de la nereida te ayudará en eso. — respondió robótico
el dios de los artesanos.
—
¡Oh! Gracias por la información. — dijo Hermes.
El mensajero alado de Maya se había acercado a
su templo en el Olimpo para asearse antes de empezar su jornada. Después de
ésta decidió ir a buscar al anciano del mar en la noche, pues era cuanto más
tiempo disponía para tan largo y complejo viaje. Las sandalias de Hefestos
habían resuelto bien la labor de las sandalias originales y no le habían
retrasado ni un segundo en sus labores de mensajería, pero iba ahora a probar
algo que nunca había hecho hasta el momento, como era nadar con ellas bajo el
mar.
Se había puesto el colgante de la nereida en
su cuello y se había dirigido al centro del Mediterráneo. Sabía que ahí andaba
la guarida del anciano del mar, pero el problema estaba en que no sabía el
lugar preciso. Para él el mar era igual en todas partes.
Antes de sumergirse en el agua se lo pensó. No
estaba muy seguro si podía llegar hasta el anciano tan fácilmente. Cuando se
hubo convencido que no podía adelantar nada sin haberlo intentado antes,
decidió arriesgarse. Inclinándose hacia sus tobillos accionó el mecanismo que
encerraba las alas de sus sandalias y desplegaba las aletas. Se dispuso a tirarse de cabeza, pero en ese
momento en el que había bajado la guardia, una inmensa ola le cubrió totalmente
arrastrándole por las corrientes marinas con una fuerza increíble. Las aletas
le permitieron tomar el rumbo y luchando contracorriente llegó a la playa
tosiendo el agua que había tragado.
Cuando hubo alzado la vista enfrente de él una
furiosísima Amatea le miraba.
—
¿Te ha gustado el chapuzón? Es lo que se merece un ladrón y
sinvergüenza como tú.
—
¿Has sido tú la que ha provocado esa ola y esas corrientes? Soy inmortal,
pero ha sido lo más desagradable que he experimentado por el momento. Ahora sé
cuánto sufren los pobres que se ahogan. — Siguió tosiendo.
—
¿Pensabas que no tenía sentimientos y que iba a olvidar la forma
tan humillante en la que me has abandonado esta mañana? Y no solo eso; te
llevas sin el menor remordimiento mi colgante. ¿Acaso era eso lo único que te
interesaba de mí? ¡Eres un bastardo, Hermes! No han podido herirme más en toda
mi vida.
Hermes sacó el petaso y volcó el agua que
había en su interior en la arena. Lo mismo hizo con sus sandalias. Expiró
pensando que decirle a la nereida. No era la primera mujer despechada a la que
se había enfrentado. No obstante, no le interesaba llevarse mal con ella, la
necesitaba en su cruzada para obtener la sangre de Poseidón. La mentira
nuevamente se alió con él.
—
Lo siento, Amatea, pero no tuve más remedio. ¿Ves que ya no llevo
las mismas sandalias de antes? Se me rompieron y debido a ello, tomé tu
colgante para que me ayudara a llegar a la fragua de Hefestos.
—
¿Es eso cierto?
—
Sí.
—
No sé si creerte. Ahora mismo mis sentimientos están confusos. ¿Por
qué no me lo preguntaste antes de irte de esa manera?
—
No quería despertarte. Estabas muy hermosa dormida.
—
¡Oh Hermes! — La nereida se lanzó a abrazarle. — ¿Entonces te
gusto de verdad?
—
¿Bromeas? ¿Por qué sino iba a aceptar tu cita?
—
¡Gracias a los dioses! Pensaba que me habías abandonado como a las
otras.
Hermes sonrió. Sabía que Amatea haría y
creería cualquier cosa que él dijera. Su ingenuidad era la ventaja que tenía el
dios para salirse con la suya.
—
Para demostrártelo te devuelvo tu colgante. Ya no lo necesito. –
Dijo el mensajero de los dioses.
La nereida lo tomó y se lo puso al cuello
sonriente. Luego dijo Hermes.
—
¿Te puedo pedir una cosa? —La nereida asintió. — ¿Podrías llevarme
hasta tu padre? Quisiera preguntarle algo.
—
No sé por qué últimamente todo el mundo pregunta por mi padre.
—
¿Y eso?
—
Hace unos días también vino Heracles preguntando por él. Quería
que le dijera dónde estaba el Jardín de las Hespérides.
—
¿Otra de las pruebas de Euristeo?
—
Sí. Supongo que a estas alturas ya estará en ese jardín luchando
con ese temible dragón.
—
¿Entonces me llevarás ante Nereo?
—
¡Claro que sí! Estaba deseando presentaros.
—
¿Presentarnos? — dijo Hermes mientras un escalofrío recorrió su
nuca.
—
Pues claro que sí ¿Acaso no somos novios?
—
¿¿Novios??— El miedo de Hermes parecía ir creciendo.
—
Eso he dicho.
Los nervios en ese momento estallaron y Hermes
se echó a reír expulsando su temor. Era una risa forzada.
—
¿Estás bien? Parece que has visto al cancerbero.
—
Sí, no te preocupes. Llévame ante tu padre; la verdad es que
también tenía ganas de conocerle en persona. — Esa última frase, evidentemente
no era más que otra arma para engatusar a la nereida.
—
Eso que has dicho me hace muy feliz, Hermes.
La nereida tomó la mano de Hermes y se
dirigieron otra vez al mar. Hermes se dejó llevar pensando que por el momento
debía centrarse en la sangre de Poseidón y luego ya vería qué iba a hacer con
Amatea.
Hermes montó en Seúl otra vez. Mientras
comenzaron a surfear sintió lástima por ella. Parecía que él iba a ser su
primer desengaño amoroso.
Después de algún rato navegando, Hermes y
Amatea llegaron a las costas de Lemos, muy cerca de Prompóntide y Tracia.
Hermes paró en seco a su delfín.
—
Pensaba que la guarida de tu padre estaba en el mediterráneo. No
pretenderás que pasemos el Bósforo, ¿verdad?
—
Mi padre no permanece siempre en el mismo lugar. Sé que ahora está
en la parte oriental. Le gusta venir aquí en estas fechas. Dame tu mano, no
hará falta que pasemos por aquella zona tan peligrosa.
Hermes hizo lo que Amatea le dijo. En torno a
ellos dos se formó un remolino de agua. Antes de que se percatara de moverse,
había llegado a una cueva donde se encontraba un canal de agua subterráneo.
Amatea soltó las manos a Hermes y le invitó a seguirle.
El
mensajero contemplaba admirado las estalactitas y estalagmitas calcáreas. Pese a la oscuridad de la cueva las
increíbles formas que lo rodeaban lo tenían prendado de su brillo. El sonido
del goteo era muy relajante y el frescor y humedad que lo rodeaban era muy
agradable. En aquel lugar el tiempo parecía estar detenido y respiraba paz y
quietud.
—
No había experimentado semejante sensación desde que había pisado
por primera vez el Hades. — dijo Hermes en alto. — Sin embargo, aquí no percibo
el olor desagradable de la muerte.
—
Este es el lugar donde mis padres se criaron. El foco de mi abuelo
Ponto. Antes de que conozcas a mi padre he de advertirte que es un poco
caprichoso. No se lo tengas en cuenta, ya tiene muchos años encima.
“Una manera muy
sutil de decirme que está gaga.” Pensó el dios del comercio.
En ese instante Hermes sintió que le quitaban
su petaso. Al girarse para ver quien había osado a semejante acto, escuchó unas
risitas. Siguiendo el sonido de las mismas percibió una sombra que se ocultó
tras las rocas. No lo pensó dos veces y le persiguió, pero al asomarse tras el
montículo, no había nadie allí. En ese momento le robaron su bolsa, lo cual
irritó más al dios de los ladrones. Le había parecido ver otra vez a la sombra
sobre él y alzó sus ojos. Sobre él había un hueco entre las rocas lo
suficientemente amplio como para que se introdujera un adulto y de un salto se
colgó de brazos por él, subiendo a pulso.
Estaba en una estrecha y claustrofóbica cavidad
donde un tentáculo gigante se encogía con la bolsa bien agarrada.
—¿Eh tú? — Dijo Hermes furioso arrastrándose
hacia él. Nadie había osado a robar al propio dios de los ladrones, y éste se
sentía muy herido en orgullo. El tentáculo había desaparecido en la oscuridad;
moviéndose la sombra demasiado rápido para el tamaño de su extremidad. El dios
estaba muy confundido; no podía ver al sujeto en cuestión. Las risitas le
estaban sacando de quicio pues parecían burlarse de él. Se le ocurrió una
magnífica idea y cerrando el puño lanzó un leve cometa de Pegaso que recorrió e
ilumino la cavidad. El ladrón de las
risitas lo esquivó, pero no pudo avanzar más. El montículo de piedras que se había
derrumbado de la galería, por el ataque de Hermes; habían colapsado la salida.
Hermes sonrió triunfante.
—
Ya eres mío. — Dijo malicioso el dios. Alargando el brazo y tomándole
del cuello de sus ropajes. El ladronzuelo se agitó emitiendo unos gritos
asustadizos y envolvió al dios del comercio con la propia capa que llevaba
antes de que lo descubriera.
Se enzarzaron en
un forcejeo complicado, en el que el sujeto mostró una inexplicable
resistencia. Tanta energía y golpes iban agitando la cavidad. El suelo bajo sus
pies se rompió y cayeron ambos a las aguas subterráneas. El sujeto se escapó
otra vez y Hermes, harto del juego, golpeó las aguas con su puño. El cosmos
empezó a brotar de él expandiéndose el mercurio por lo largo del cauce, fue
entonces cuando el ladronzuelo no tuvo oportunidad de escapar, atrapado en la
viscosidad de sus pisadas.
—
¡Esta vez no te escaparás! — Exclamó el dios mientras el mercurio
estiró elásticamente su forma atando a su víctima e inmovilizándola.
—
¡No Hermes! ¡Basta! — Escuchó a Amatea que corría hasta el preso.
— Déjale ir. ¡Está sufriendo!
—
No voy a osar semejante impertinencia. — dijo el dios del
comercio, mientras sus ojos se iluminaban de poder y furia. — ¡Éste se ha
burlado de un hijo de Zeus!
Con estas
palabras lanzó su técnica otra dimensión contra el ladrón, cuando el grito de
Amatea diciendo que aquél era Nereo le detuvo.
—
Él es mi padre, Nereo. — siguió la Nereida. — Si le envías a otra
dimensión no podrá decirte lo que quieres.
Hermes expirando detuvo su ataque. Se sentó en
las aguas subterráneas, intentando calmar su temple. El cosmos se disipó con la misma rapidez con
la que había brotado.
—
Nadie jamás me ha hecho perder los estribos de esta manera. — dijo
el hijo de Zeus cruzándose de brazos. – Miró de reojo a Amatea que le miraba
suplicante.
—
Libérale. — dijo Amatea.
—
¡Ni hablar! Que se aguante por haberse burlado de mí. – dijo
Hermes poniéndose de pie, en una especie de pataleta de niño pequeño.
—
Sé que tu mercurio es peligroso para cualquier criatura.
Amatea se acercó a Hermes y se puso de
rodillas, suplicante.
—
Por favor. — siguió diciendo Amatea. — Te dije que fueras
comprensivo con él.
Hermes miró a la hermosa nereida humillada y
pidiendo piedad por su padre. No podía negar que no le diera lástima esa
actitud de una mujer tan hermosa, pero al mirar al ladronzuelo que seguía
ocultando su rostro, seguía sintiendo enfado.
—
Que me devuelva las cosas y luego ya veremos.
Amatea se giró a su padre.
—
Padre devuelve el petaso y la bolsa a Hermes. — la figura envuelta
en el mercurio pareció negarse a ello y Hermes potenció su ataque. — Vamos
papá, no seas testarudo. Ya te ha perseguido un rato y ese mercurio puede
hacerte mucho daño.
Hermes miró un poco extrañado la situación,
Amatea parecía intentar obtener la obediencia de un niño pequeño. Parecía una
regañina entre madre e hijo. Después de mucha insistencia, el sujeto liberó las
pertenencias de Hermes.
—
Ahora, por favor, desátale. — Dijo Amatea.
—
Lo haré, pero dile a tu padre que no me subestime más. La
siguiente será mucho peor.
El mercurio desapareció de la figura, pero
antes de que éste se dejara ver huyó nuevamente.
—
¡¿Qué?!— exclamó Hermes perplejo al verle huir. — ¡¿Cómo se supone
que me va a contestar si se va?!
—
Ten paciencia, Hermes. Está agotado de la lucha contigo.
Intentémoslo otro día.
—
¿Acaso te crees que tengo todo el día? — Hermes tomó del cuello a
Amatea, mientras ésta gimió de dolor. — Veamos. Si no me lo va a decir por sí
mismo., ¿Qué tal si lo hace a cambio de la vida de su hija?
—
Hermes ¿qué haces? No hablas enserio. — dijo Amatea.
—
¡Cállate! ¿Acaso alguien es capaz de saber lo que pienso
realmente? ¿qué es una nereida menos en estos mares? Ya he hecho todo lo que
necesitaba hacer contigo.
Amatea estaba realmente asustada. Hermes
parecía hablar enserio y otra vez aquel sombrío poder teñido de ira les estaba
envolviendo. Amatea comenzaba a sentir presión en el cuello y la glotis
estrechándose. No había duda, Hermes pretendía estrangularla.
—
¿Sabes Nereo lo que soy capaz de hacer? La inmortalidad no es nada
para mí y puedo extinguir su vida. ¿Vas a dejar de jugar o prefieres negociar? ¡Elige!
Hermes esperó a escuchar alguna palabra del
desaparecido anciano. Pero este no habló.
—
Entonces desintegraré toda esta cueva contigo y con tu hija.
Hermes empujó violentamente a la nereida y
antes de que ésta reaccionara dijo:
¡EXPLOSIÓN
GALÁCTICA!
La cueva comenzó a volar en mil pedazos
desapareciendo Amatea la primera. En ese momento un bastón de madera y coral fue
a golpear a Hermes que lo paró con el caduceo.
Frente a él un inmenso anciano de largas cejas
blancas y pelo liso que le caía debajo de la coronilla se mostró como el que
empuñaba ese bastón. Su cuerpo era fuerte y ancho y sus piernas eran dos
inmensas y serpenteantes colas de pez.
Tenía la piel amarillenta y las escamas de color amarillo, morado, azul
y verde. El resplandor de las mismas parecía unas veces plateado y otras,
dorado.
—
¿Cómo has sido capaz? ¡Asesino! Eres un desalmado incapaz de
conmoverse por los sentimientos de una hija hacia su padre. No voy a tolerar que semejante demonio viva
en esta tierra pacífica.
Las palabras del anciano sonaron muy dolidas y
rabiosas.
—
Voy a darte la muerte más horrible que te puedas imaginar. ¡Ningún
titán del Tártaro jamás va a sufrir como tú lo harás! — El anciano se iluminó
con un aura azulada y agitó la vara de coral.
Alrededor de Hermes unos tornados comenzaron a
rodearle con el afán de absorberle. La cueva estaba temblando como el vivo
reflejo de la venganza y el castigo. Hermes aguantó los tornados mientras las
estalactitas y las rocas iban derrumbándose alrededor.
—
Yo también sé hacer tornados viejo chocho. — Dijo Hermes mientras
volvía a explosionar su cosmos diciendo:
¡TORBELLINO DE
PEGASO!
Un golpe de viento mucho más azotado que los
tornados de Nereo comenzó a tragarse los demás alzándose solo uno que absorbió
la fuerza del resto y se comenzó a elevar. El poder comenzó a presionar el
techo que les cubría y originó una grieta que se terminó abriendo incapaz de
soportar aquella masa de aire desbocado.
La luz se abrió paso y Nereo se hizo más
grande aún. Dejando a Hermes aún más perplejo.
—
Si el aire no te detiene lo hará el vapor de la bolsa de gas que
hay bajo este suelo, Hermes. ¡Muere! — Exclamó Nereo.
Nereo lanzó la vara que se clavó en el suelo.
Éste comenzó a vibrar bajo los pies de Hermes. El dios de los comerciantes
sintió un inmenso calor que le quemaban los pies y agachándose a sus tobillos
accionó el mecanismo que le permitiera desplegar las alas de sus sandalias.
—
Muy tarde. — Dijo Nereo mientras unos tentáculos que salieron del
suelo le enredaron los pies con una fuerza desmesurada. Era inútil intentar
huir para Hermes, si volaba se quedaría sin piernas. El mercurio por el calor
del vapor empezaba a jugarle una mala pasada y a esos niveles no podría
recomponerse. Estaba realmente en apuros. Antes de que se fundiera su ser dijo:
—
Tu hija aún vive
—
¿Cómo dices? — dijo Nereo. Mientras Hermes se echó a reír a
carcajadas.
—
¿Quieres recuperarla?
—
¿Qué broma es esta?
—
Conmigo no se juega viejo chocho. Si quieres verla entonces
tendrás que decirme las cosas que quiero saber.
—
¡Devuélvemela o te derretiré como el metal en la fragua de
Hefestos!
—
No hasta que me digas lo que quiero saber. Puedes matarme si
quieres, pero nunca recuperarás a tu hija. Solo yo puedo recuperarla porque
solo yo sé a dónde la he enviado.
—
¿Dónde está?
—
Primero me dirás lo que he venido a preguntarte.
Nereo frunció el ceño hasta el límite del
nacimiento de su nariz. El amarillo de su piel se tornó roja de ira. No quería
ceder ante ese sujeto tan arrogante.
—
Decídete o me extinguiré y no volverás a ver a Amatea. La de
hermosas trenzas, ¿no era así como la llamabas?
Emitiendo un grito de rabia Nereo inclinó su
rostro y saco la vara del suelo. El vapor volvió al interior de la tierra. No obstante,
los tentáculos aún mantenían atado a Hermes al suelo.
—
Habla. — dijo Nereo.
—
Suéltame sino o no puedo hablar con la presión de estos tentáculos.
Los tentáculos desaparecieron liberando a
Hermes. Éste cayó de rodillas. En la piel de todo su cuerpo estaban trazados
los brazos de ventosas que le habían presionado y exprimido como un limón. La
sangre estaba cayendo por los surcos como sirope de mercurio y el olor del
vapor de ésta ya empezaba a percibirse con mucha fuerza. Nereo se tapó la nariz
para impedir inhalar aquel desagradable y tóxico olor.
—
Habla antes de que me arrepienta. — repitió Nereo.
Hermes, que estaba recuperando el aliento y
prácticamente inconsciente de dolor le dijo.
—
Dime dónde se encuentra el oricalco puro de Poseidón y cómo puedo
utilizarlo.
—
Eso son dos preguntas.
—
¡No te diré dónde está Amatea hasta que respondas todas mis preguntas!
— Dijo alzando la voz Hermes autoritario. — Así que apresúrate a contestar
antes de que sea demasiado tarde, viejo.
Me has herido gravemente y no dispongo de mucho tiempo antes de perder
la consciencia.
Nereo se cruzó de brazos.
—El oricalco está en la Atlántida sumergida. Dentro del propio cuerpo del soberano del mar.
—¿Quieres decir que Poseidón y el oricalco son la misma cosa?
—Eso mismo. Cuando Poseidón fue embestido como rey del mar fue el propio oricalco el que le permitió dicho privilegio al fundirse con él en su propia sangre.
—Ahora comprendo lo que quería decirme Hefestos. — dijo Hermes. — Sin embargo…, el oricalco me dijo que tenía presencia en todas las criaturas del mar o que habían tenido que ver con él. Por eso también él puede manipularlo. ¿por qué?
—El oricalco que todas las criaturas del mar conocemos o podemos manejar no es el mismo que el que tiene Poseidón. Sus poderes están limitados a determinadas cosas como entrar en la Atlántida u otorgar algún poder especial a un objeto, pero no es el auténtico capaz de hacer vida.
—¿Quieres decir que son como imitaciones del original?
—Algo así. Hasta el momento solo Hefestos ha sido capaz de llegar al conocimiento más profundo del oricalco, pero, aun así, no ha sido capaz de dominarlo en su más absoluta potencia. Solo puede hacer semejante cosa Poseidón.
—Entonces ¿Cómo podré obtener esa parte del oricalco puro que tengo en mi poder…?
—Solo hay una manera. — Nereo se agachó hasta ponerse a la altura de los ojos de Hermes.
— ¿Acaso podrás tú conseguir manipular al mismo Poseidón para que lo extraiga él mismo? No será solo eso lo más complicado, sino que primero habrás de averiguar dónde está el santuario y burlar toda la vigilancia de él.
Encontrar la Atlántida sumergida, despistar a
los generales y a Glauco especialmente, no dejarse ver entre las oceánidas y
las nereidas, conseguir llegar hasta Poseidón y además lograr que éste extraiga
la sangre de los grilletes… parecía algo muy difícil pero no imposible para
Hermes.
El mensajero de los dioses sonrió
torcidamente: Las diversiones no cesaban.
—
¿Y esa sonrisa? — dijo Nereo. — ¿Aún te quedan energías para
burlarte de mí? Ahora es tu turno para devolverme a Amatea. Ya te he dicho lo
que querías.
—
Está bien viejo chocho. — dijo Hermes.
Detrás de Hermes la pared de rocas se tornó
plateada y cayó al suelo como una cortina de cascada. Hermes había aplicado el
escudo de mercurio sobre la nereida para protegerla del ataque. Todo había sido
un efecto visual. Amatea estaba tendida inconsciente en el suelo ilesa. Nereo
se deslizó rápidamente para tomarla en sus brazos.
—
¿Por qué no se despierta? — dijo angustiado. — ¡Me has engañado!
—
Cálmate viejo. No tardará en regresar de la otra dimensión.
Hermes cayó en el suelo. Se sentía muy débil
luchando por mantenerse consciente. Amatea se despertó.
Hermes contemplaba las inmensas colas de Nereo
y sus bonitas escamas que parecían las de un pez de arrecife de coral. Pudo ver
el destello que expelían y recordó que Amatea le había dicho que las escamas de
los generales tenían la posibilidad de encontrar la Atlántida por el oricalco
que las envolvía. Las escamas de Nereo tenían el mismo brillo que las de los
generales.
Hermes extendió su débil brazo hacia la cola
más próxima aprovechando el reencuentro familiar, arrancó una de esas escamas
sin que Nereo lo notara. Cerrando su puño, quiso marchar con el torbellino de Pegaso
con las últimas fuerzas que tenía, pero su vista volvió a tornarse gris.
El dios de los ladrones se despertó con la
vista del techo brillante de estalactitas sobre él. Seguía percibiendo la
humedad de la cueva de Nereo. Cuando alzó su cabeza se vio impregnado de una
extraña crema o ungüento blanquecino que había adormecido su cuerpo.
—¿Qué es esto? — se preguntó el dios.
— No te muevas o no terminarás de regenerarte.
Hermes miró a su derecha donde se encontraba
Amatea. Volcó sobre el vientre del dios más ungüento y siguió extendiéndolo con
una espátula por el tronco de Hermes y la cadera.
—
El ungüento que te di era para que lo utilizaras no para que lo guardaras.
— dijo Amatea a Hermes.
—
¿Este es el mismo ungüento?
—
Es uno más potente y eficaz que el otro. Te sana las heridas a la
vez que acelera tu regeneración. Te dará más resistencia al calor que la que
tenías antes. Si te pusieras este ungüento más a menudo esa resistencia sería
cada vez mayor.
—
¿Y cuánto me va a costar el tratamiento de belleza? — Dijo Hermes
pudiendo mover un poco la mano. Amatea se echó a reír.
—
Bueno ya puedes moverte. Eso es buena señal. Parece que está
funcionando.
—
Hasta te has tomado la molestia de desnudarme y todo.
—
Yo no te he desnudado del todo. — dijo Amatea ruborizándose.
—
Mi ataque ha sido tan temible que ha consumido tu ropa por el
potente vapor y quemazón que has sufrido. Me tomé la molestia de poner una hoja
de parra antes de traerte aquí.
Detrás de Amatea había un hombre viejo con un
largo quitón inhalando una extraña boquilla. Hermes no sabía que era ese humo
que olía y el viejo tragaba, pero tenía un olor agradable. Miró la
inconfundible vara de madera y coral y las blancas cejas largas y el pelo
cayéndole por la coronilla.
—
¿Nereo? — dijo Hermes.
—
Así es jovencito. Si por mi fuera, te hubiera exterminado después
de recuperar a mi hija, pero tengo una hija muy testaruda que se interpuso en
mi intención.
—
¡Calla papá! — dijo Amatea avergonzada.
—
¿Dónde están las colas de pez? ¿y ese gigantesco tamaño? — dijo
Hermes.
—
Puedo adquirir la forma que me apetezca. — dijo Nereo.
—
El cambio de forma es el pasatiempo preferido de mi padre. —
Aclaró Amatea.
—
Ya…— dijo receloso Hermes. —
así como jugar a las persecuciones, el escondite y las bestias marinas.
—
Ya te dije que es un poco caprichoso.
—
¡Un poco dices! ¡Casi me extingue!
—
¿Y tú casi matas a mi hija? — Protestó Nereo.
—
¡Maldito viejo! ¡Estás ya gagá! Te la debía por haberme robado el
petaso y el botín. Ya te dije que la siguiente sería peor.
—
¡Pero qué falta de respeto a los mayores! — Dijo Nereo agitando la
vara y lanzándose a Hermes para darle con ella. Hermes se levantó
arrinconándose contra la pared.
Para evitar un nuevo enfrentamiento, Amatea clavó
su cetro entre los dos y creó una barrera de separación entre ambos.
—
¡Ya basta! — dijo la nereida. — parecéis dos niños. Lo que ha
pasado es por culpa de ambos. Sois igual de cabezones y orgullosos.
Nereo se retiró tranquilizándose.
—
A ver cuándo se va este sinvergüenza y me deja en paz. ¿No le he
dicho ya lo que quería oír? — protestó Nereo.
—
Ahora mismo me iré. Ya que me puedo mover perfectamente. —
respondió Hermes. — La Atlántida me espera.
Hermes se levantó del reposo mientras oía las
carcajadas de Nereo que se burló diciendo que no iba a conseguir lo que se
proponía. Amatea le dijo a su padre que terminara con el enfrentamiento
sinsentido y a Hermes le dijo que volviera a la cama a reposar. Entonces dijo
el dios.
—
¿Ya te ha contado tu hija que pasamos la noche juntos? — Amatea se
puso roja de vergüenza. Nereo se quedó tan helado como las estalactitas y
estalagmitas de la cueva. — Así es. Tu hija ya es una mujer gracias a mí. Por
eso me ha protegido ante su padre y por muy mal que te caiga, no puedes hacer
nada ya.
Amatea no podía creer lo que estaba pasando en
ese momento. Nunca había pasado tanta vergüenza en toda su vida. Se sentía muy
dolida y humillada.
—
¡Mientes! — dijo Nereo.
—
Pregúntale a tu hija si aún no abres los ojos ante las evidencias.
— Dijo Hermes. Nereo miró a su hija perpleja.
—
¿Es cierto lo que dice, Amatea? — Amatea miró a su padre con los
ojos compungidos. No sabía qué decirle.
—
No le mientas. — Dijo Hermes. — Si lo ocultas, otro se dará cuenta
de ello y será peor.
—
Es cierto. — dijo con voz temblorosa
—
¡Maldito pervertido! — dijo su padre. — Seguro que la obligaste a
hacerlo.
Nereo se lanzó a golpear a Hermes y este huyó
por el hueco de la cueva. Amatea detuvo a su padre antes de que pudiera ir más
allá. Nereo luchó contra su hija para que le dejara perseguirlo, pero la
nereida volvió a levantar una barrera que favoreció la huida de Hermes.
Hermes paró en el alto pico de una montaña.
Había salido tan rápido de la cueva de Nereo, que no había sido consciente de
adónde se dirigía.
—
Mejor así. — Se dijo a sí mismo. — El padre me odia ya mucho como
para permitir que me acerque a su hija más. Amatea se ha sentido muy dolida y
traicionada lo que la ayudará a olvidarse de mí.
De este modo Hermes había matado dos pájaros
de un tiro. Había conseguido la respuesta que buscaba acerca de oricalcos y se
había librado de Amatea. Miró hacia atrás un poco preocupado por si su medida
había sido demasiado radical. ¿Era necesario llegar hasta ese punto? La verdad
es que había actuado impulsivamente al ver que la aurora ya iba alzándose y
tenía que irse al Olimpo a empezar su jornada. Debía regresar antes de que
notaran su ausencia.
No obstante, alzó su mirada al cielo
nuevamente, y sabiendo que tarde o temprano la diosa Eos asomaría su hermosa
figura, resolvió ir a su encuentro antes. Le daba tiempo todavía.
El mensajero de los dioses saltó por los picos
de las montañas que pisaba hasta la más alta donde se paró a avistar el paisaje
y orientarse. Estaba en el Cáucaso, donde Prometeo se encontraba encadenado. Volaría
al Este para encontrarse con Eos. Lugo siguiendo
la dirección suroeste, no tardaría en encontrar el Santuario de los dioses.
El prodigioso ungüento regenerador, había
dejado a Hermes mucho más insensibilizado del calor, sin duda. El mensajero no
sentía la fatiga que normalmente sufría a temperaturas de calor extremo. Para
su interés y supervivencia debía regresar a la cueva de Nereo algún día y
averiguar cómo apoderarse de dicho producto. Si eso no era posible debería
conquistar a otra nereida, aunque muy probablemente ya todas ellas se habrían
enterado de la desfachatez del dios y le estaban maldiciendo en ese momento. De
cualquier forma, el argicida debía empezar a elaborar su plan maestro para
obtener la sangre de Poseidón. Saco la escama de Nereo que seguía iluminándose
como el colgante de Amatea.
—
Mi intuición nunca me ha engañado. — dijo el mensajero mientras
empujaba levemente hacia arriba la visera de su petaso para contemplar la
escama sólida y brillante. —Siempre que sospecho que un objeto me pueda ser
útil así ha sido. Esta escama me ayudará seguro a encontrar la Atlántida
sumergida.
¿Pero qué debía hacer para utilizarla? ¿Bastaría
con solo querer llegar hasta aquel sitio o debía hacer algo más? Pensativo
esperó a llegar ante Eos. Su intención era que ésta le dijera el paradero de
Chryssos y le preguntaría a él cómo llegar al santuario de Poseidón. El carnero
había estado allí en más de una ocasión, cuando todavía la relación de sus
padres era buena. Había sido tratado con privilegios por su condición de hijo
de Poseidón como el resto de los príncipes de Océano. Estaba seguro que le
podría decir algo.
La diosa de la aurora recibió muy amablemente
a Hermes, desde su palacio en el cielo del próximo oriente justo antes de
salir. Pensaba que recibiría algún mensaje de Zeus, pero en su lugar recibió
una pregunta de Hermes.
—¿Dónde se encuentra Chryssos? — Le dijo
Hermes.
— ¿Por qué quieres saberlo? ¿Te lo ha pedido Poseidón?
— dijo recelosa la diosa.
— Tengo un mensaje de Nefele para él.
— En ese caso puedes dármelo a mí y yo se lo
diré.
— No me gusta delegar mis mensajes en otros,
nadie me puede asegurar que Chryssos lo reciba.
— Es un mensaje secreto ¿tal vez?
— ¿Tienes alguna otra objeción de decirme su
paradero, Eos? Entiendo perfectamente
que no confíes en mí, pero has de saber que yo he ayudado a tu sobrino—nieto,
más de lo que te imaginas. En Orcómeno te lo pueden decir. Incluso en el propio
Olimpo.
— Solo luchaste para conservar tus tierras no
para ayudar a Chryssos. Es más, tú mismo le enredaste para que interviniera en
Olimpia. Le mentiste diciendo que se lo había ordenado Atenea.
— No sé
qué os traéis entre manos Atenea y los descendientes de la luz. Pero si Atenea
es el problema, ¿por qué no le preguntas a ella misma qué clase de misión me ha
encomendado? Tal vez así sepáis vosotros que yo solo soy el chico de los
recados, y como me ordenó Zeus, soy el que debe obedecer cuan misión y mensaje
me den los olímpicos; inclusive Atenea.
Hermes intentó retirarse, pero Eos le detuvo.
—
Quieres saber cómo entrar en los dominios de Poseidón, ¿no es así?
—
¿Tú también lees el pensamiento como Nefele?
—
Ve entonces a ver a mi hermana Circe. Ella podría ayudarte con
eso, pero no descarto que te pida algo a cambio.
—
No hay problema con lo que pueda pedirme. Yo soy partidario del
trueque. En ese caso iré a verla. — Comenzó a andar. Cuando se giró hacia Eos nuevamente.
— por cierto, lo del mensaje era cierto. Quería decirle a Chryssos que su tía
está aguantando bien la enfermedad y que le está esperando pacientemente para
que vele por sus primos.
Ahora sí era la hora de volver al Olimpo.
Entre sus mensajes, Hermes podría hacer una visita a Circe en Ea. No le
llevaría mucho tiempo persuadir a la maga y hechicera marina para que le dijera
lo que quería saber. Si algo le daba ventaja a Hermes, era saber que Circe no
le importaba saltarse las reglas de vez en cuando para obtener sus caprichos.
Esa sería la estrategia que usaría el cilenio con ella.
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