El dios de los inventores y
artesanos protestó de frustración lanzando las tablillas de madera contra la
pared de su taller, saltando ésta en mil pedazos. Ya era la tercera tablilla destruida, después
de más de diez papiros tachados y varios tinteros derramados.
Se llevó ambas manos a su
cabeza, enterrándolas en su liso y claro cabello. Pese a estar climatizada su
estancia de hielo, las gotas de sudor resbalaban por la punta de la nariz,
cayendo a la desordenada mesa de trabajo. El hijo menor de Zeus y Hera, miraba
detenido los pequeños cercos que dejaban éstas en la madera.
—
¿Cómo fue? ¿Cómo la hice?
Se dijo a sí mismo
Hefestos.
—
En aquellos tiempos yo era mucho más joven y
ávido de creatividad. Soñaba con en la belleza que yo nunca había obtenido.
Crear algo mío, que fuera amado por encima de todo…
Dejó caer su cabeza entre
los brazos, queriendo sumir en la más absoluta oscuridad sus ojos y
pensamientos. Estaba intentando averiguar la pequeña puerta cerrada de su
corazón, la puerta que había sido soldada después de su gran desamor con
Afrodita. La diosa del amor, había destruido todo aquello en lo que el dios de
los artesanos había creído: El amor eterno, la felicidad matrimonial y los
deseos de formar su propia familia con una mujer.
—
Todo ello lo volqué en Pandora, pero ahora
que lo he cerrado en el hielo de mi corazón soy incapaz de encontrarlo otra
vez.
Un calambre recorrió su
maltrecha pierna derecha, haciéndole encogerse de la punzada de dolor. Se llevó la mano a su muslo.
—
Va siendo hora que cambie la capa protectora.
El hielo ya está dejando su efecto anestésico.
Girando sus caderas el dios
de los ingenieros se levantó con cuidado apoyándose sobre la mesa. Aguantando
el dolor hasta llegar al molde de su prótesis, arrastraba el dorso lateral del
pie. Habían pasado milenios desde su
desgraciado abandono infantil, cuando Hera lo lanzó desde el Olimpo por los
acantilados de Lemnos, rompiéndole las dos piernas. La izquierda gracias a los
cuidados de Tetis y Eurínome, había conseguido salvarse; pero la derecha se
había quedado totalmente fracturada, imposible de soldar los huesos
adecuadamente otra vez. Hasta la adolescencia, el dios de la metalurgia, había
estado sin poder moverse libremente. Ambas piernas eternamente entablilladas
hasta que se completó su fase de crecimiento. Los huesos se soldaron en la
pierna izquierda con un poco de deformidad interna, pero que no le impedía
andar. No obstante, la derecha no había podido regenerarse bien, y tuvo que ser
fracturada y recolocada en varias ocasiones sin demasiado éxito. Las oceánidas
se oponían a su amputación, por lo que Hefestos, harto de su incapacidad,
decidió buscar una solución por sus propios medios. Fue así como se las
ingenió, tras mucho estudio, para la creación de su prótesis.
La musculatura destrozada,
deformada y dolorida la había rellenado y moldeado con el propio hielo de su
cosmos. Había recolocado los gemelos y muslos de tal forma que eran el propio
entablillado de sus frágiles huesos. Después había incluido a su reconstrucción
una funda térmica que mantenía el hielo a buena temperatura para impedir que se
derritiera. Aunque había conseguido una buena consistencia muscular, ésta era
lo suficientemente flexible como para no tener la sensación de un tremendo peso
en su pierna.
Los mayores problemas que le
provocaba su invención, era, por un lado, la reposición en molde de la
musculatura; esta no le duraba más de diez meses; y el hecho de que, si no lo
reponía, sus frágiles huesos perdían el soporte que tenían. Sin ese soporte,
podían volver a romperse, incapaces de mantener el peso de su tronco.
Hefestos golpeó con rabia la
pared de su taller mientras la pierna derecha descansaba en el molde, mientras
se reponían sus músculos. Aún su rudimentaria prótesis necesitaba más avances,
pero el dios no abandonaba sus estudios. Gracias a muchos de ellos, había
creado la crema regeneradora de las nereidas que estaba en poder de Hermes.
Mientras el dolor de su
extremidad se reducía, Hefestos miró la diminuta canica de oricalcos puro
encerrado en la urna de hielo que retenía sus poderes naturales. Albergaba la
esperanza, de que ese pequeño objeto, le ayudara a encontrar una mejora en su
prótesis y utilizar sus ventajas en otros ámbitos de su labor.
—
Aquí encerrado no consigo más que ahogarme en
mi propia exigencia. Debo salir al exterior a buscar inspiración.
Y dicho esto se le ocurrió
hacer una pequeña visita a Apolo. Su hermano menor estaría probablemente con
las musas y su conocimiento por el arte le podría ayudar en su reconstrucción.
Los días en Orcómeno pasaban
muy despacio. Ya en varias ocasiones tanto Frixo como Hele habían podido
visitar a su madre, gracias a la intercesión de Chryssos, quien hizo entrar en
razón a su tío para que tuviera manga ancha en cuanto a sus hijos. Aunque Ino
no soportaba la idea de que su predecesora y su progenie pudieran contaminarse
y conspirar contra ella; no podía convencer esta vez a Atamante, quien estaba
retrasando el sacrificio de sus mellizos hasta que pudieran despedirse de su
madre biológica. Parecía que la fuerza de la esencia del amor que Glauco había
entregado a Ino, se desvanecía.
Atamante aún no había dicho
a nadie que los dioses le habían pedido la muerte de sus hijos, no obstante,
Ino sí que lo sabía, pues ella había sido la que había sobornado a la Suma
Sacerdotisa para que manipulara las tablas proféticas en Delfos. En ese
momento, la reina celosa, tenía que disimular su ignorancia; pero, por otro lado,
si Atamante se lo confesaba, ella podía presionarle de algún modo para
adelantar el sacrificio; mas el rey mantenía sus labios cerrados y convivía con
el dolor en solitario.
Desde que se habían casado,
Ino había hecho lo posible para quedarse embarazada de Atamante y que el hijo
de ambos pudiera reinar antes que Frixo, pero no conseguía quedarse preñada. Era
lógico para Ino tener tan inmenso miedo. Si Frixo reinaba al morir Atamante,
aprovecharía para matarla o desterrarla, ya que ella había conseguido desplazar
a Nefele. Frixo y Hele odiaban a Ino con todas sus fuerzas, por eso era
indispensable quitárselos de en medio. Tanto el aprecio que tenía el rey a sus
hijos, como la necesidad de que su sucesor Frixo, creciera como un auténtico
príncipe para gobernar a rey, eran los otros dos mayores obstáculos con los que
se encontraba Ino.
Alzando su plegaria a Hera y
Artemis, Ino repetía para sí. “Otorgadme un hijo.” Todos los días, de mañana,
tarde y noche.
Por otro lado, los vínculos
entre Hele y Chryssos bajo la forma de Therapis, se hacían más fuertes. Aquel
día Frixo se encontraba en la alcoba de su madre, mirando por la ventana como
su hermana y el médico limpiaban juntos algunas hierbas medicinales.
—
Vigilas aún a tu hermana como si fuera una
niña, hijo. — dijo débilmente Nefele.
—
Te equivocas, madre, jamás he visto sonreír
así a Hele desde su adolescencia, cuando estaba comprometida con Chryssos.
Estoy feliz por ella. Además, Therapis me parece de fiar.
Frixo se acercó hacia la
cama donde reposaba su madre entre almohadones. Su cara estaba cada vez más
cenicienta y las arrugas de dolor y desgaste ya habían invadido su antes
hermoso rostro. Sentándose a su lado tomó de la mano a Nefele.
—
Siempre estás tan fría. Recuerdo estas manos
siempre cálidas cuando era un niño. — dijo apenado Frixo.
—
Es el signo de la enfermedad, hijo. A todos nos pasa alguna vez.
—
Si pudiera hacer retroceder el tiempo para
poder matar a Glauco, ese maldito día que nos trajo la plaga.
—
Tú debes mantenerte vivo, hijo. Eres el
futuro rey de Orcómeno. Además, me alegra ver que tanto tú como Hele
soportasteis la plaga. A estas alturas seréis ya inmunes a ella.
—
Pero a ti te ha cogido.
—
Eso no se puede controlar.
Frixo acercó la mano de su
madre a su mejilla.
—
Te prometo que voy a ser un gran rey, madre.
—
Estoy segura de ello. Me has demostrado todo
este tiempo ir sobrepasando todos los entrenamientos y formación de príncipe
con resultados increíbles. Superarás a tu padre con creces.
—
¡Sí!, ¡pero no me casaré con nadie! — dijo
furioso. Mientras su madre soltó una suave carcajada.
—
Pero tienes que tener una buena esposa y
darle hijos que te sucedan.
—
¡Ni hablar! las mujeres te vuelven estúpido.
Mira a padre.
—
No le eches la culpa a él. Si conocieras la fuerza
del amor, lo entenderías bien.
—
No lo entiendo. Tú eres la mejor mujer del
mundo, y él se va con esa.
—
No intentes buscar explicaciones a las cosas
que no la tienen. — decía Nefele mientras se acomodaba en su asiento. — Me
gustaría verte cuando a ti te pase algo semejante.
Frixo puso un gesto de pena
al escuchar aquello. Es cierto., su madre no duraría mucho. No vería como iba a
subir al trono él, ni la boda de Hele. Ni podría conocer a sus nietos, ni
darles el calor de abuela que había dado él y Hele.
—
¿Y esa cara? — Dijo su madre. Frixo la quitó
de la vista de su madre. — hijo mío, ¿ya no te acuerdas?
—
Acordarme de qué.
—
El alma no muere, asciende al cosmos y con su
energía bendice a sus seres queridos otorgándoles una fuerza sobrehumana y les
sigue guiando en su vida. Yo no te dejaré; seguiré a tu lado y al de tu
hermana.
—
Preferiría que estuvieras de cuerpo presente.
Frixo inclinó su cabeza
derrotado.
—
Esa no es la actitud del futuro rey. Debes
ser maduro y fuerte. — dijo Nefele con una expresión de rigidez en su rostro.
Frixo asintió. — Mírame a los ojos y dímelo. ¡Vamos hazlo! — dijo más severa.
—
¡Sí! — dijo Frixo lleno de orgullo,
intentando paliar su dolor.
—
¡Bien! — dijo sonriente Nefele.
Apolo estaba en su templo
del Olimpo, en el jardín de atrás que tenía el tamaño de un hermoso bosque
encantado. Era el jardín más místico y grande de todo el hogar divino. Por
encima del de Afrodita y Hera. Dicho bosque se comunicaba con el de su hermana Artemis
en el templo contiguo. En él los mellizos solían hacer apuestas de obtener el
animal cazado más rápido. Zeus hacía
llevar en varias ocasiones a dicho bosque un montón de animales para que se
entretuvieran sus hijos.
Antes de comenzar el bosque,
había un pequeño claro y un estanque artificial, con un suntuoso amueblado
donde se solía sentar él a escribir sus poemas inspirado y donde se reunía con
las musas para que le dieran ideas. También se encontraba un lugar para
entrenar con el arco.
Hefestos entró en el jardín
con el permiso de las doncellas y criados del dios de las artes. Aquel día
también acompañaban a Apolo las tres gracias, quienes adoraban ver al dios
tocar la lira mientras componía.
Cuando Apolo vio a su
hermano mayor entrar en el jardín se llevó una gran alegría, y le invitó a
sentarse con él entre las musas, mientras mandaba a sus criados a que trajeran
vino y algo de comer para los dos.
—
Me sorprende mucho tu visita. — dijo Apolo. —
Casi nunca sales de la fragua. A veces ni siquiera vienes por aquí a dormir.
—
Me suelo quedar hasta tarde sumido en mis
invenciones y estudios en la fragua. Luego caigo rendido durmiendo entre mis
anotaciones y maquetas.
—
Eres muy trabajador ¿eh? — dijo riendo y
dándole una palmada en el hombro. — También hay que salir, relacionarse y
disfrutar. Un día de descanso hace luego que el trabajo fluya sin problemas.
Apolo vertió vino en la copa
de Hefestos y brindaron.
—
Apolo…— comenzó Hefestos. — ¿Es cierto que
las musas te ayudan a componer y escribir?
—
¡Claro que sí! Pero también se necesita que
algo te golpee aquí dentro— dijo golpeándose el pecho. — para que salgan cosas
hermosas.
—
Comprendo…— dijo Hefestos bebiendo otro sorbo
de vino mientras su mirada se cruzaba con la menor de las gracias. En el
momento en el que los dos se miraron, se ruborizaron recordando lo ocurrido
meses antes en el cumpleaños de Hermes.
—
¿Ves? — interrumpió Apolo.
—
¿El qué?
—
A eso me refiero. El rubor es el significado
de que algo se ha movido dentro de ti.
—
¡Oh cállate! — dijo molesto, porque se le
viera tan fácilmente. Apolo se echó a reír.
—
¡Oye Agalaye! ¿por qué no te sientas junto a
Hefestos?
Agalaye se levantó tímida y
se sentó al lado de Hefestos encendiéndosele aún más las mejillas. Hefestos la
miraba de reojo incapaz de enfrentarse a mirarla de frente.
—
Parecéis dos tiernos adolescentes. — dijo
Apolo divertido mientras apoyaba su mejilla en su mano sonriendo. — Sí, ya
empiezan a fluirme las ideas. — Dejando la copa tomó la lira. — Voy a componer
una canción para los dos nuevos enamorados.
—
¡¿Qué?!— dijo Hefestos mientras se levantaba,
violento. Quería huir de tan vergonzosa situación; pero Agalaye le tomó de la
muñeca con suavidad y le miró pidiéndole que se quedara.
—
¡Oh Hefestos! No le vas a hacer el feo a ella
¿verdad?
Hefestos se sentó inseguro.
Él no quería estar allí, pero el irse le haría sentirse un idiota ante su
hermano, las musas y las gracias. En ese
momento, Agalaye se arrimó a él y posó su cabeza dulcemente en el pectoral de
Hefestos. Colocando el poderoso brazo del dios de los artesanos alrededor de su
cuello.
—
Así me gusta. — Apolo calentó sus dedos y se
dispuso a tocar la lira.
Hefestos sentía su corazón
acelerársele y subir su temperatura. No sabría decir si eran los nervios, la vergüenza
u otra cosa que hacía tiempo no sentía. Olía el suave cabello de Agalaye y su
mente retrocedió al momento en que pasó la noche con ella, mientras escuchaba
la melodiosa voz de Apolo al son de la lira.
Hermes, quien pasaba por
allí cerca, se detuvo al escuchar la melodía de Apolo. Posando sus pies alados
sobre el tejado del templo de su hermano, contempló la escena sonriente. Hacía
mucho tiempo que no había visto esa expresión en Hefestos desde que se había
casado con Afrodita.
—
¡Vaya, vaya! Y yo que pensaba que había sido
una mera aventura lo de esos dos. — se rascó la nariz, pillo. — Espero que esto
no entorpezca a Hefestos en la reconstrucción de Pandora. O quizá… le venga
bien.
Después de decir aquello se
dio cuenta el dios de los ladrones que se le echaba el tiempo encima y le
quedaban muchos mensajes que entregar. Antes de irse, una voz le detuvo.
—
¿Has dicho el nombre que has dicho? — Hermes
se giró hacia esa voz. A sus pies estaba Atenea, dando de comer a su lechuza.
—
¡Anda! ¿Tú también por aquí? — dijo Hermes
posándose al lado de la diosa de la sabiduría.
—
Así es. Pero respóndeme. ¿Es cierto lo que
has dicho?
—
Deberías dejar de husmear tanto en las
conversaciones ajenas ¿sabes?
—
Lo siento, pero al ser hija de Metis, no
puedo evitar tener mis poderes mentales y sentidos tan desarrollados.
—
Sí bueno. No seas tan vanidosa. No le queda
bien a la diosa de la sabiduría. Además, yo también tengo una mente maravillosa.
— dijo dándose unos golpecitos con el índice en su sien derecha. — Atenea dejó
escapar una suave risa.
—
Así que te has decidido a hacerlo al fin ¿eh?
—
Sí.
—
Pero me preocupa que le hayas metido de por
medio a él.
—
Entonces cómo iba a hacerlo ¿huh? Es
imposible saber qué fue de los pedazos de esa obra maestra. Solo él podía
volver a hacerlo.
—
Comprendo… entonces debería hablar con él.
—
No le molestes ahora. Está muy bien
acompañado. De todas formas, no debes preocuparte; todo está controlado.
—
¿Controlado?
—
Firmamos un contrato los dos con una cláusula
de confidencialidad. Además, accedió a hacerlo sin intentar comprender la causa
de ello. Le dije simplemente que era para mí.
—
¿Para ti?
—
Así es.
—
Pero es absurdo ¿Quién iba a pensar que tú,
que tienes tantas facilidades con las mujeres, lo necesitaría?
—
Bueno también tengo fama de tener unos gustos
muy raros y fetiches inconfesables, hermanita; eso es lo que más credibilidad
da a mis palabras. Ahora si me disculpas, tengo cosas que hacer.
En ese momento la discípula
de Hermes, Iris, interceptó el vuelo de su maestro con un paquete entre las
manos dirigido a él. Hermes lo tomó y leyó la pequeña anotación:
—
Es de Cólquide.
—
¿De Cólquide has dicho? — dijo Atenea
extrañada acercándose a los dioses mensajeros.
—
¿Acaso es para ti, hermana? — dijo Hermes
atrayendo el paquete hacia su pecho. — Entonces no espíes la correspondencia ajena.
— Con risas Hermes se marchó a seguir con sus labores.
Cuando se vio lejos de
peligros abrió inquieto el paquete e introdujo sus manos. Entre un montón de
paja había algo envuelto en una tela de algodón., un objeto de forma ovalada.
Hermes descubrió la tela y sonrió malicioso.
—
¡Está perfecto! — dijo mientras miraba a la
luz traslúcida el magnífico lacado oscuro del metal y platino. — tiene absolutamente
todos los detalles. — golpeando la superficie esta sonó completamente sólida. —
¡Estupendo! El tacto del metal forjado es muy convincente. Incluso se han
molestado en envejecerlo un poco para que no se note que es nuevo y
falsificado.
Cómicamente Hermes se puso
el yelmo en la cabeza y empezó a imitar las altivas poses de Hades, riéndose en
solitario.
—
Estoy seguro que Hades no notará la
diferencia a no ser que pase frente a un espejo y se dé cuenta que no está
invisible.
Envolviendo celosamente el
yelmo falsificado de la armadura de Hades, éste lo deslizó por su botín sin
fondo.
—
Esta noche me acercaré al Erebo aprovechando
el sueño del señor del inframundo y cambiaré el casco original por éste. Si
Hefestos se enterara de a quién le he pedido el favor, no me lo perdonaría,
pero por mucho que le pese a mi hermano.; Ése lémur es bastante mejor que él.
Bien caída la tarde,
Hefestos se retiró del templo de Apolo. Había pasado una agradable velada en
compañía del dios de las artes y sus acompañantes. En especial de Agalaye,
quien se había desatado la cinta de su pelo y se la había entregado a él en
señal de coqueteo. Era un mensaje subliminar de que ella le estaría esperando
cuando quisiera en su lecho.
El dios de los ingenieros,
con la nariz ya enrojecida del vino, sonreía mientras miraba y se restregaba la
cinta por su rostro. El pedazo de seda estaba embriagado por el perfume dulzón
y femenino de la gracia. Una bobalicona sonrisa apareció en su rostro, pero
todavía no sabía el hijo de Hera y Zeus, si se debía al alcohol o a algo más profundo.
Su risueño momento fue
interrumpido por un grupo de sacerdotes que llevaba una camilla con un bulto
envuelto en lino. Hefestos escondió la
cinta y carraspeó disimulando. Los miró con reserva, pero también curiosidad. Al
final de la comitiva distinguió el dios a Asclepio y se acercó a él.
—
¿Y esto, sobrino? — le preguntó Hefestos.
—
Buenas, mi querido tío. No queríamos entorpecerte el camino ¿Has ido
a visitar a mi padre?
—
Así es. — dijo el dios de los artesanos sin
despegar sus ojos del bulto intrigado.
—
Me alegra verte.
—
Asclepio…, ¿Qué haces en el templo de Apolo?
Y dime ¿qué es eso que estáis portando?
—
¡Oh! Pues es mi siguiente estudio.
—
¿Estudio?
—
Mi padre ha tenido la amabilidad de hacer
construir cerca de su templo uno para que pueda llevar a cabo mis
investigaciones sobre enfermedades, pueda seguir elaborando las medicinas
necesarias para mi carrera médica.
—
Es muy generoso por su parte tomarse tantas
molestias por su hijo.
—
Mi padre es un amante de la ciencia natural y
cree que el servicio que presto es muy noble. Yo también lo creo y sigo
trabajando duro para poder ayudar a la gente.
—
¿Y puedo preguntar en qué consiste tu experimento
que requiere tanto despliegue?
—
¡Claro que sí! Pasa con nosotros y te lo
enseñaré.
Hefestos entró con la
comitiva al lado de Asclepio al recinto del templo. Se trataba de una gran
superficie llena de hierbas, animales y alimañas enjauladas, también había
botellas, fuegos y herramientas quirúrgicas de muchas clases. El olor era intenso y el calor también.
Cuatro sacerdotes más estaban esperando a la comitiva. Algunos de ellos
sentados tejiendo vendas de lino y otros discutiendo sobre mezclas de alquimia.
Cuando vieron a Asclepio entrar, todos les rindieron honores.
Asclepio hizo colocar el
bulto sobre una mesa de mármol. Tomando unos guantes de tela limpios se los
colocó y cogió una ingeniosa herramienta formada por dos cuchillas cruzadas y
dos anillas al final.
—
¿Qué es ese artilugio? — dijo Hefestos
maravillado.
—
Lo llamo tijeras. Es la manera más rápida de
cortar superficies finas y delgadas. Es mucho más limpia que un cuchillo. Los
guantes me los pongo porque la sangre suele comenzar a criar bacterias y pueden
contagiarnos las infecciones que pudieran haber acaecido en el individuo.
—
¿Individuo?
Cortando el lino con las
tijeras, Asclepios descubrió un cadáver con una horrible expresión de muerte en
su rostro.
—
¡Por Zeus! — dijo impresionado Hefestos.
Después se tapó la boca y la nariz evitando inhalar el apestoso olor que
desplegaba el cadáver.
—
Sí, lo sé. No pudimos llegar antes de que
comenzara la descomposición del cuerpo, por eso huele tan mal.
Asclepios le indicó a uno de
sus discípulos que le diera vaselina a Hefestos. El muchacho amablemente abrió
un frasquito a Hefestos.
—
Póngaselo bajo las fosas nasales, señor
Hefestos.
Hefestos impregnó su índice
en la substancia y se puso ésta bajo los agujeros de la nariz. Despegaba un
olor fresco y fuerte, pero muy agradable; enmascarando el olor del cadáver.
—
¿De qué está hecha esta vaselina?
—
Esencia de hierbabuena, savia y eucalipto. Es
muy fuerte, pero ayuda a soportar los olores.
Asclepio pidió a uno de sus
ayudantes que le trajera el instrumental de disección.
—
¿Disección?
—
Así es. La disección es un proceso que me
permite ver los órganos de las personas y averiguar su muerte. Es muy útil para
buscar antídotos y vacunas; y lo más importante, me ayuda a conocer mejor el funcionamiento
del organismo humano.
—
Interesante… ¿Podría quedarme a verlo?
—
Por supuesto, querido tío, pero te advierto que
puede ser un poco desagradable. No todo el mundo está preparado para admirar la
maravilla de la creación.
—
Lo soportaré.
Asclepio sonrió amablemente
y comenzó a clavar cuidadosamente sus instrumentos de disección en la piel del
cadáver.
Érase que en el Inframundo
su soberano se estaba dando un baño relajante al son de los instrumentos de
Hipnos, Tánatos y Esfinge. Hasta los pectorales estaba el hijo de Cronos
sumergido en abundante agua, repleta de loto y flores traídas directamente de
los Elíseos. Pese a que Hades prefería los aromas de la mirra, el nardo y el
sándalo, en el baño necesitaba sentirse fresco, puro y limpio. Los dioses menores Pánico y Pena hacía de sus
ayudantes de cámara; el primero, reponía el agua de la pila rectangular, para
impedir que se enfriara; mientras que la segunda, se encargaba de lavar el
largo y azabache cabello del rey de los muertos.
Hades se encontraba con los
ojos cerrados en indiscutible trance debido a los sones de ultratumba de sus
subordinados. El dios de los muertos amaba las artes y la música, pero para él
no debían ser solo conductores de ocio y belleza, sino también de
espiritualidad. El arte para él, debía tener una conexión más allá de los meros
sentidos, penetrando directamente en el alma de las personas y deidades. Por
ello, probablemente, el aura del dios del Inframundo estaba siempre impregnada
de cierto misticismo a la vez que melancolía; pero nada de eso hacía que el
dirigente del otro mundo pareciera débil o voluble. Hades se había acostumbrado
a la soledad y era admirable cómo cumplía su deber escrupulosamente, pues era
una personalidad muy perfeccionista y rígida.
Los dioses del sueño y la
muerte, así como el espectro de Esfinge, terminaron su interpretación. Hubo
unos segundos de silencio, tras los cuales Hades abría sus ojos despacio, como
si se estuviera despertando del sueño. Sus ojos verdes de mirada penetrante y
serena, contrastaban entre la espesa y oscura cabellera. Levantándose pausadamente, el hijo de Crono y
Rea, se dirigió hacia las escaleras de la pileta, agradeciendo la
interpretación a sus músicos privados. Pena envolvió al dios en una toalla,
mientras éste se secaba con cuidado su pálida piel. Después un batín oscuro fue
deslizado por sus poderosos hombros y abrochado en la cintura por un cordón rojo.
—
Retiraros. – dijo a sus acompañantes. — Ya es
muy tarde y hay que descansar antes de que comience el nuevo día.
Los músicos obedecieron a su
soberano, mientras que Pánico y Pena acompañaban a sus aposentos al rey del
juicio de almas, pero después de atravesar el umbral de su alcoba, Hades se
giró hacia ellos deteniendo su paso.
—
Hoy deseo estar solo.
Pánico y Pena haciendo una
reverencia, obedecieron la petición de Hades y se retiraron en dirección
contraria.
El seco sonido de las
puertas correderas de los aposentos de Hades, hizo un poco de eco. El hermano de Zeus y Poseidón apoyó levemente su frente contra las puertas. Mientras
expiraba, contemplaba el anillo de rubí de su meñique con la descripción de su
soberanía. Aquél era el signo de su nobleza y deber para con los mortales
cuando atravesaban sus almas, la frontera del más allá.
—
Crudo y solitario deber el que me ha sido
encomendado. ¿verdad Pandora?
Andando hacia su cama, Hades
presionó el escudo del cabezal de ésta. Las cortinas que se encontraban en el
lado opuesto de la cama se abrieron dejando ver una gran escultura de mármol
negro. Hades se acercó hacia ella lentamente.
—
Aunque ésta no es más que tu mera réplica,
Pandora, ahora no tengo más que esto para hablarte. Perdóname por dejar tu corazón en el Tártaro,
pero sé que nadie puede alcanzarte allí salvo yo mismo.
Apoyando su cabeza en el
pecho de la estatua cerró los ojos como si aún pretendiera escuchar los silenciosos
latidos del corazón qué él mismo había ocultado en aquel lugar por tanto tiempo.
—
Como Osiris me dijo una vez; en el corazón
reside el alma de las personas, todas sus malas y buenas obras, sus memorias de
sentimientos; sus recuerdos más felices y trágicos; por ello, se pide pesarlo
ante la justicia. Yo conseguí tomarte
antes de que fueras destruida por completo. Semejante peso no lo debiste cargar
tú sola. Si Zeus hubiese atendido mi petición, la historia de esta humanidad
sería muy distinta.
Separándose de la fría piedra
de la estatua miró a los ojos a la misma y suspiró.
—
Ha sido un largo día hoy. — dijo llevándose
sofisticadamente la mano a su sien. — Los días en el Hades discurren muy lentos,
pero el reposo de la noche me permite descansar a mí también como cualquiera de
las almas que custodio en este mundo.
Deslizando el batín por sus
poderosos hombros lo colocó cuidadosamente sobre el pedestal de la cama. Se
introdujo en la cama estudiadamente destapada por una esquina. Antes de
enterrar su cabeza en la almohada miró por última vez la estatua.
—
Buenas Noches, mi querida Pandora.
Presionando el escudo las
cortinas ocultaron el fetiche de Hades y éste se tendió en la cama y cerró los
ojos.
Hermes llegó antes de la
medianoche al Erebo. Nunca antes se había adentrado tan profundo en el
Inframundo. La oscuridad en aquel lugar era aún más cerrada que en el resto de
las prisiones. Los tres ríos que cercaban el islote iluminaban un poco el entorno,
pero no lo suficiente. Curiosamente, pese al contraste del frío Cocitos y el
ardiente Frageronte, La temperatura en el Erebo era más bien templada, podía
deberse al Leto que equilibraba ambas temperaturas. Hermes contempló en
silencio desde lo alto de la torre del castillo de Hades, toda la desoladora
visión del inframundo.
—
Esto es más impresionante que en mi visión en
la fuente de la omnipresencia. Puedo entender ahora lo poderoso que debe
sentirse Hades en este mundo.
Ocultándose aún más en su
capa negra y colocándose más delante la capucha que ocultaba su identidad y le
hacía invisible a las guardias de Hades, examinó los alrededores del castillo.
Los espectros esqueléticos se encontraban en torno al titánico edificio,
expeliendo un aura morada y lúgubre que los mantenía con los cinco sentidos
puestos, aun careciendo de los órganos que permitían su funcionamiento.
—
Ni tan siquiera Argos estaba tan fresco
cuando le tuve que ejecutar. Se nota que son almas noctámbulas que no necesitan
dormir. Estoy seguro que si intentara matarlos no funcionaría pues ya están
muertos. En ese caso no puedo más que
burlarlos.
Hermes se introdujo
disolviéndose su sangre merculina por las estrechas aspilleras de las torres.
Las almenas y pasillos estaban repletas de guardias esqueletos de pesada
armadura, sin embargo, el dios de los mensajeros pudo despistarles provocando
algunos ruidos y luces que les obligaban a abandonar sus puestos. Una vez en el
salón del trono, vigilado por seis guardias, el dios se valió de su técnica del
fuego fatuo para consumir la luz morada que daba vida a aquellos soldados. Todos ellos eran fragmentos de almas
artificiales cuya única misión era poner vida a cuerpos muertos.
Después buscó en el trono la
clavija que abriera el tesoro de Hades, hallándola tras uno de los cojines del
real asiento. Como pasaba con la mayoría de los dioses se abrió una puerta
secreta y penetró en ella sin tardar en avistar la armadura de negro y platino levantarse
ante él con el mágico mandoble entre sus guanteletes.
—
Ahí estás.
Elevando el vuelo
cuidadosamente Hermes puso sus manos sobre el yelmo y tiró de él, pero ajeno a
que no iba a ser tan fácil retirarlo, un invisible rayo azulado, que funcionaba
como un muelle, atraía el yelmo otra vez a su posición originaria.
—
Seguro que es oricalcos.
Se dispuso a bloquear la
radiación con su técnica de los meteoros de Pegaso, con la mala suerte de que
la armadura no solo se desconectó, sino que se derrumbó. Con rápidos reflejos
una red de mercurio impidió que cayeran sonoramente todas las partes.
Tomando el yelmo originario.
Hermes reconstruyó la armadura todo lo rápido que pudo antes de que se volviera
a conectar la radiación de oricalcos, poniendo el yelmo falso en su lugar
correspondiente.
—
Eres un genio, Hermes. — Dijo el dios secándose el sudor de la frente.
— Ahora todo es coser y cantar.
Levantando el casco de invisibilidad sobre su
cabeza, sonriente se lo colocó desapareciendo su figura. De este modo pudo
volver con tranquilidad a recorrer el castillo sin preocuparse de que le
pudieran ver.
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