CAPÍTULO 9:Territorio de Ártemis









Pasadas las dos últimas colinas. El alboroto del reino de Diomedes había desaparecido, pero el mensajero de los dioses se había adentrado en un espeso bosque donde en aquella época del año los árboles estaban en pleno apogeo florido. Las verdes copas se extendían sobre su cabeza como un refrescante paraguas.
Descendiendo al suelo, el mensajero decidió detener sus vuelos pues ya se encontraba bastante cerca del santuario de Ares y se arriesgaba que el dios de la guerra detectara sus poderes. Tomó sus sandalias y se las cambio por otras normales.
Hermes estaba muy acalorado. Las ropas del comerciante eran muy buenos tejidos, pero le daban demasiado calor. Acostumbrado a sus divinas ropas olímpicas que eran ligeras y frescas, se sentía envuelto en un saco. Además, el dios odiaba el calor por diversas causas, una de ellas, ya fue desvelada durante la batalla contra Ares.
Escuchó el murmullo de un cauce. Con el deshielo en primavera los ríos que nacían en el Cáucaso aumentaban el nivel de su corriente en una fresca y limpia agua dulce. Hermes siguió el sonido y no tardó en encontrar un bravo río. La claridad del agua era tan sorprendente que se podía ver a los peces nadando bajo la superficie.
Hincando la rodilla se desembarazó de la toga y la capa y hundió la cabeza en el río. Al sacarla se sintió mucho más fresco y vivo. Mientras se peinaba con la mano echando el pelo hacia atrás, sonrió. Para él era muy extraño que el reflejo que veía no fuera el suyo, pero por otra parte hacerse pasar por otra persona era algo muy divertido. Volviéndose a colocar la toga la capa decidió no ponérsela y la metió en la bolsa que llevaba, lo suficientemente grande como para transportar varias cosas. Fue en ese momento cuando escuchó unas risas femeninas y se dirigió a ellas. Pocos pasos más adelante había un grupo de seis caballos que estaban pastando en el bosque tranquilamente. El dios los acarició admirando la belleza y el buen estado de éstos. Tras ellos algunas ropas estaban ordenadamente colocadas sobre algunas rocas con algunos arcos y flechas. Asimismo, el dios descubrió dos ciervos y un jabalí que acababan de ser cazados.
Prudentemente el dios se ocultó y comprobó que un grupo de seis mujeres se estaban refrescando en el río. Cada cual de ellas era más hermosa que la anterior, pero sobretodo destacaba una de pelo ondulado rojizo y ojos verdes. Una de las mujeres la llamó con el nombre de Hipólita.
“La reina de las amazonas.”
Pensó el dios.
    ¿Por qué luces tan inquieta, hermana?
     Durante la caza he escuchado un ruido muy estruendoso en las inmediaciones de Diomedes. Espero que el gigante de las yeguas carnívoras no esté pensando en atacar nuestras ciudades.
    Es cierto yo también lo he escuchado. – dijo otra de las acompañantes.
    Estoy segura que Diomedes no pretende eso. El rey está demasiado entretenido con sus riquezas y botines. Por lo menos hasta que no se canse de ellos o los consuma por completo, podemos estar tranquilas.
    Tu inocencia, Pentesilea, es demasiado peligrosa. Para ser una amazona debes ser más prudente y desconfiada, sino podrá costarte la vida. Sabes que, si algo me pasara, tú serías la que me sucedería.
    No si en nuestro próximo encuentro con los gargarios nace una princesa.
    Por mi parte no habrá encuentro con ellos. Solo me han dado varones y no pienso volverme a retozar con uno de esos sucios bárbaros para nada.
    Pero debemos pensar en el bien de nuestra raza, hermana.
    ¡El bien de nuestra raza! — Dijo la reina elevando la voz. — Mira a tu alrededor Pentesilea. Hemos fundado entre Tracia, Escitia y Sarmacia más de 100 ciudades. En cada una de ellas nacen cada año muchas niñas y crecemos en nuestras conquistas alrededor de Cólquide. Nuestro padre debe sentirse orgulloso.
    Ares nunca queda satisfecho. También en las batallas muchas hermanas han muerto y él ¡nada nos lo compensa!
La reina abofeteó a su hermana volviéndole la cara. Un hilillo de sangre había aparecido en la comisura de sus hermosos labios.
    Debes honor y respeto al dios que nos dio vida, Pentesilea, y también a tu reina.
Hipólita salió del rio. Cuando Hermes vio la belleza de la reina sintió como ardía todo su ser.
    Esto es el paraíso. — Dijo el dios sonriendo hasta que una lanza le rozó la oreja.
Cuando el dios se giró vio a unas tres amazonas más. Una de ellas se lanzó hacia él para golpearle con la espada. Hermes cayó inconsciente.
El mensajero despertó fuertemente atado a un poste en medio de una aldea donde solo mujeres se movían. Las niñas se acercaban a él curiosas pues nunca habían visto a un hombre de cerca. Una de ellas se puso muy cerca de él. Hermes le dijo a la niña intentando poner su más carismática sonrisa
    ¡Eh! pequeña. ¿quieres ganarte un hermoso regalo? Si me desatas te lo daré.
La niña puso cara de muy pocos amigos y le dio una patada en la espinilla obligando a Hermes a doblarse.
    ¡Pervertido! — Dijo.
“Encantadora niña.” Pensó Hermes dolorido. “Ya había olvidado que a las amazonas no le gustan mucho los hombres. Me imagino que las madres también se lo enseñarán a sus hijas.”
Hermes vio unos bonitos pies calzados en unas sandalias. Siguiendo el rastro de las largas piernas hasta una estrecha cintura ceñida por un hermoso y rico cinturón. Tras el abombado busto los ojos verdes de Hipólita le miraron con el ceño fruncido conteniendo una ira desmesurada.
La reina de las amazonas se lanzó a Hermes tomándolo por la túnica y lo levantó. Empotrándolo contra el poste le dio un puñetazo en la mejilla. Hermes sacudió su cara para evitar volver a quedarse inconsciente. Jamás había pensado que una mujer pudiera tener tanta fuerza como para derribar a un hombre y estaba muy sorprendido.
    ¿Sabes lo que nos gusta hacer a las amazonas con mirones como tú? — Dijo la reina.
    Creo que no será darles una exquisita comida y un lecho caliente…
La reina le volvió a pegar. Esta vez en el estómago y Hermes se volvió a doblar sobre el hombro de Hipólita.
“Tampoco tienen sentido del humor.”
Pensó el dios. Después se dio cuenta de que pese a lo violentamente que se comportaba la reina olía muy bien.
    ¿Quién te crees que eres tú, alimaña, para hablar así a la hija de Ares y reina de las amazonas? — Espetó la reina volviéndole a empotrar y dándole repetidas veces hasta que su nariz y labio comenzó a sangrar.
“Sí, sin ninguna duda es hija de Ares. Ha heredado su mismo don de diplomacia y pacifismo.”
Pensaba Hermes mientras se recuperaba de los últimos golpes. Entonces decidió que era hora de comenzar a interpretar el papel de comerciante. Arrodillándose ante Hipólita le dijo con una voz muy sumisa y dolorida.
    Perdonadme. Yo no tenía intención de espiaros solo soy un comerciante en busca de ganar algún dinero para alimentar a mi familia.
    ¡No me lo trago! Piensas que soy estúpida bufón.
La reina le pegó repetidas veces con puños, rodillas, pies y codos. La paliza era muy fuerte, cosa que no ayudaba mientras al mismo tiempo que el dios caía atrás por el efecto de la paliza, se golpeaba con el poste. Por otro lado, la fricción de las cuerdas en sus tobillos y muñecas era muy dolorosa.
“Si no fuera un dios ya el pobre comerciante al que he tomado prestado su aspecto hubiera muerto con una paliza así.”
Pensó Hermes mientras seguía recibiendo golpes hasta que estaba hecho un ovillo en la columna. Pentesilea gritó a su hermana que se detuviera que le iba a matar y la reina protestó.
    Por favor, te lo pido como hermana y reina mía que eres. Déjale que se explique.
Pentesilea se había interpuesto entre Hermes e Hipólita.
    Apártate de ahí Pentesilea. No pongas en duda mi autoridad delante de la tribu.
Hipólita le golpeó otra vez a su hermana y ésta se apartó. Hermes miraba a las dos hermanas. Sus ojos estaban comenzando a hinchársele.
Si estuviera el dios en su auténtica figura y sin nada que ocultar. Iba a devolverle a la reina todos los golpes, pero debía mantener su anonimato. Al menos hasta que se le ocurriera algo para salir de ahí. Jamás había pensado el mensajero de los dioses que iba a perder tiempo en el territorio de las amazonas. Quizá debía haber utilizado mejor el paso de los centauros. Hasta criaturas como ellos parecían más razonables que un grupo de enfurecidas y violentas mujeres.
    Por favor. — Dijo suplicante. —Vengo huyendo del reino de Diomedes porque se ha desatado una batalla allí.
    Tu cambio de actitud me parece muy sospechoso forastero. Antes respondiste con sarcasmo ¿y ahora me suplicas por tu vida? ¿Qué clase de comportamiento es ese?
    Me disculpo también por mi falta de respeto, mi actitud no ha sido tampoco la correcta. Estáis en vuestro derecho de hacerme cuanto queráis, pero, por favor, mi familia está aún en el Reino de Diomedes y temo por su vida. Mis dos hijas son muy pequeñas aún.
    ¿Ahora estás intentando darme pena?
Hermes inclinó la cabeza. Pese a que estaba dando su mejor esfuerzo para intentar hacer chantaje a Hipólita debía mejorar su papel. No quería salir de allí nada más que como comerciante, pero si todo llegaba a su extremo debía demostrar su auténtica identidad poniendo en peligro lo que le había encomendado Zeus.
Por otro lado, Pentesilea, que era aún joven, y se ve que más comprensiva que su hermana, parecía creer en las palabras de Hermes.
    Mi reina. — dijo una amazona que venía a trote en su caballo. — acabo de estar en las inmediaciones de Diomedes. Es cierto que hay una batalla ahí. Heracles ha secuestrado las yeguas del gigante y ahora se está enzarzando en una batalla con un grupo de aqueos para vencerle.
    Entonces mis sospechas no me engañaban. — dijo la reina. — Sin embargo, hasta que no lo vea con mis propios ojos, no me quedaré tranquila. No me fio de este embustero.
    No pretenderéis ir hasta allí, ¿verdad?
    Soy la reina de las amazonas. He de ir para asegurarme que no pretenden invadir Ponto. Alcipe, tú te quedarás aquí vigilando la ciudad, mientras, yo me dirigiré al Reino de Diomedes.
    Déjame ir, hermana. — Dijo Pentesilea.
    Tú te quedarás aquí también. Y no hagas imprudencias con el mirón. Melanipa y Tebe me acompañarán y con ellas será suficiente. Debemos ser prudentes o nos pondremos ver enzarzadas en la batalla también.
La reina se alejó de Hermes y su hermana hacia los establos, para montar su caballo. Colocándose el casco desató al corcel y se subió a su grupa saliendo de Ponto junto a sus dos escoltas.
Pentesilea miró a Hermes y después se retiró dejando a éste en el poste dolorido de las heridas propiciadas de la paliza.

Estaba ocultándose el sol cuando Heracles volvió al campamento. Solo había conseguido secuestrar a dos yeguas de las cuatro que tenía Diomedes. Sin embargo, la batalla se había puesto muy violenta y se había percatado el héroe que no eran suficientes aqueos para luchar contra las fuerzas del gigante hijo de Ares. Clátiro había sido mandado a otras regiones cercanas para seguir recogiendo voluntarios para ayudar a Heracles en la escaramuza. Tenía completa fe que muchos guerreros inundados por la admiración hacia el héroe hijo de Zeus, iban a acceder a colaborar con él. 
Heracles estaba completando con éxito cada uno de sus trabajos, pero estos eran cada vez más arriesgados y difíciles. No obstante, su fama iba creciendo por toda la región y sus éxitos llegaban a oídos de su padre Zeus quien se sentía enormemente orgulloso de su hijo. Aquello no le agradaba a Hera en absoluto y sabiendo de la evolución del héroe decidió hacer algo para impedir que completara los trabajos. De este modo envió a Iris a Ponto a quien le dijo que diera la noticia a la capitana de las amazonas que un extranjero iba a secuestrar a la reina Hipólita. La mensajera, quien llevaba bastante tiempo sin ver a Hermes, se dirigió tal como dijo Hera a dar el mensaje.

La noche ya había caído en Ponto, Hermes seguía atado al poste pensando cómo iba a salir de la embarazosa situación en la que se encontraba. Se sentía por un lado completamente humillado, dejarse golpear de forma tan dura por una mujer pudiéndola exterminar de un solo golpe, le irritaba sobremanera; pero, por otro lado, debía mantener la compostura y hacer ademán de paciencia, aunque ésta no fuera una gran virtud en él.
Las amazonas se habían juntado a unos metros frente a él. Habían preparado un gran fuego para cocinar las presas que habían cazado en el bosque. Estaban charlando, bailoteando y bebiendo. Pese al masculino comportamiento que tenían, algunas de ellas mantenían cierta coquetería y feminidad en su manera de actuar. Una de ellas, por ejemplo, estaba trenzando el pelo a otra, mientras que la otra preparaba las flechas. Más allá unas tres amazonas se encargaban de poner música a la cena y cantaban canciones en griego con cierto aire oriental. Otras estaban decorando su cuerpo con diferentes pinturas y adornos, intercambiándose abalorios entre ellas.
Por otro lado, por supuesto, un numeroso grupo hacía guardia en la ciudad aguardando el regreso de su reina y recelosas de que la batalla no llegara hasta su territorio.
Hermes resopló. A penas podía ver por su ojo izquierdo. Normalmente después de una gran paliza no tardaba su cuerpo en curarse, pero para ello debía ser tratado por Asclepios con las medicinas naturales y comer ambrosía revitalizante; pero al estar metamorfoseado su metabolismo prestaba más atención en el cambio de figura que en auto curarse. Sus poderes solían debilitarse cuando realizaba esa técnica. Los dioses no eran tan perfectos como parecían, al fin y al cabo.
El dios sintió el roce de un suave pelaje en su tobillo. Era un conejo curioso que estaba olisqueando su piel. Cuando Hermes supo de quien se trataba se llevó una gran alegría. El conejo se subió de un salto a su regazo y se metió entre sus vestidos haciéndole cosquillas para acercarse a su oído.
    Opi no es momento de jugar conmigo ahora. — dijo el dios en voz baja.
    ¡Oh pobrecito mío! — dijo el conejo. — Lamento no haber llegado a tiempo para protegerle contra estas salvajes y maleducadas mujeres. Son unas bárbaras.
    No importa, pequeña. Debí percatarme que tú con tu olfato puedes rastrear mi olor y saber quién soy realmente.
    ¿Qué hacéis mi señor en este territorio? En el Olimpo deben estar extrañados de no verle.
    No te preocupes, lo que me ha traído aquí es un asunto secreto. Lamento no poder contártelo. — El dios vio que una mujer se acercaba a él y le ordenó a Opi que se ocultara. El conejo se metió en su toga y se ocultó a su espalda. Hermes intentó aguantar la risa que le provocaban las cosquillas.
La mujer que se había acercado a él era Pentesilea. Entre sus manos llevaba una bota y un plato con un poco de carne. Hincando su rodilla miró a Hermes y le dio pena el mal estado en el que le había dejado su hermana.
Pentesilea acercó la bota a los labios de Hermes y le dijo que bebiera. Hermes la miró receloso, pero al ver que las intenciones de Pentesilea eran honestas accedió a dar un trago. Pentesilea apretó la bota dejando el agua caer dentro de la boca de Hermes pese a que se derramaba un poco por sus labios haciéndole escocer sus heridas. Pero el trago de agua le sentó muy bien, al fin y al cabo.
    ¿Por qué me ayudas desobedeciendo a la reina? — le dijo Hermes mientras Pentesilea dejaba la bota y tomaba un pedazo de carne.
    Ella es mi hermana y mi reina, pero eso no quiere decir que esté de acuerdo con todo lo que hace. ¿tienes hambre? — Hermes afirmó. Pentesilea le ofreció el pedazo de carne y Hermes lo aceptó también. Se sentía un poco ridículo dejándose dar de comer como un niño, pero por otro lado le parecía muy sexy aquello.
Sintió un arañazo de Opi en la espalda y se agitó a un lado. “Opi no es momento de ponerse celosa.” Le dijo por el pensamiento a su polizón.
“Quien es esa ¿eh?”— le respondió.
“¡Déjame hacer mi trabajo!”
Opi paró.
    ¿Estás bien? — Le preguntó Pentesilea que veía al hombre moverse de extraña manera.
    Las heridas duelen. — Dijo él.
Pentesilea le dio otro pedazo de carne.
    No puedo desatarte, pero al menos puedo no hacer que te mueras de hambre, sed y dolor.
    Eres una mujer comprensiva. — Dijo él. — No eres como Hipólita.
    Mi hermana es una buena persona. – dijo mientras le metía otro pedazo de carne. — Pero el cargo que tiene no es fácil. Debe mostrarse dura e inflexible para que la respeten. Sobre todo, ante los hombres. Vosotros creéis que como somos mujeres, no tenemos derecho a nada y menos a luchar.
    ¿Esos son los valores que se enseñan entre las amazonas? — Dijo Hermes masticando. La carne estaba muy dura pero el sabor no era desagradable— Son más bien valores bárbaros y espartanos que pacíficos y familiares.
    ¡Las amazonas somos guerreras no esposas, niñeras o esclavas! — Dijo severa.
Hermes miró a Pentesilea, con esa frase había mostrado parte de su carácter de amazona. Comprendió el mensajero que, pese a que Pentesilea parecía más comprensiva que su hermana, eso no quería decir que fuera voluble o manipulable.
    Lo siento. No debí decir eso. — Dijo Hermes inclinando su cabeza.
Pentesilea exhaló y volvió a ofrecerle el último pedazo de carne. Hermes lo comió.
    Tus hijas ¿Sigues preocupado por ellas? — Hermes afirmó.
“¿De qué hijas está hablando?” Exclamo Opi por el pensamiento
    Antes de saber de la batalla había ido a hacer unos negocios con uno de los mercaderes, pero cuando volví habían cerrado las puertas he impedido el paso a la gente que se encontraba fuera. Pese a que dije que era ciudadano no me permitieron entrar y me arrastraron al bosque. Entonces vi a los que intentaban asediar la cuidad viniendo hacia mí y asustado hui pensando que iban a dañarme.
“¡Bravo mi señor! Me habéis conmovido hasta a mí.” Dijo Opi.
Hermes miró a Pentesilea, estaba seguro que su historia había tocado los sentimientos de la amazona.
    Como ves fui un cobarde y ahora lo estoy pagando caro. — Dijo simulando dolor y sollozo. — Tal vez Hipólita tenga razón y no merezca más que morir.
Hermes rompió a llorar haciendo una estupenda interpretación de padre desesperado y culpable. Pentesilea se sentía muy conmovida por la historia y muy sorprendida de ver a un hombre llorar. Pese a que había sido testigo de las profundas torturas a las que sometía Antianira a los hombres, sabía que aquellas lágrimas eran efecto del dolor físico, pero no del dolor de un padre por su familia.
    No te preocupes. Tu familia estará bien. — dijo Pentesilea. — Yo misma le diré a mi hermana que los proteja, y si no lo hace ella, lo haré yo.
Hermes reía triunfante dentro de sí. Era completamente cierto que Pentesilea aún era joven e inocente. Tan ingenua que se había tragado toda la historia fácilmente. Probablemente debía todavía aprender muchas cosas para saber gobernar una tribu y luchar, pero en cierto modo, el dios se sintió apenado de que aquella bella mujer perdiera lo que la hacía tan encantadora.
Pentesilea se alejó de Hermes hacia el grupo de comensales de enfrente. Mandó a una de sus compañeras que trajera agua fresca, gasas y vino.
    ¿Qué pretendes hacer? — Dijo ésta. — ¿No es suficiente darle de comer y beber, sino que también le vas a curar?
    ¡Cállate y obedece! Soy tu superiora. – Espetó Pentesilea. — Hipólita lo único que me ha dicho es que no haga nada imprudente. ¿Qué puede haber más imprudente que liberarle? ¿Acaso le he liberado? ¡No! Pero tampoco voy a abandonar a un civil que no tiene nada de guerrero a morir de hambre y dolor. ¡Obedéceme! Y si Hipólita te dice algo, échame las culpas a mí. Responderé por ello.
    Sí señora. — Dijo la amazona obedeciendo y echando a correr a obedecer las órdenes.

    ¡Mi señor! — Dijo Opi. — Es hora de liberarle para que siga con su misión secreta.

    ¡No espera! Tengo la sensación de que va a pasar algo que me ayudará mucho.

    ¡No lo permitiré! — dijo Opi saliendo de un salto y tomando forma humana.

    ¿qué haces? — dijo Hermes.

    No me fio de ellas. No puedo permitir que hagan más daño a mi señor.

    ¡Ya basta Opi! Te ordeno como tu dios que no entres a luchar. Si Ares supiera de que yo y uno de mis caballeros estamos aquí…, podrá averiguar mi paradero. Eso pondrá en peligro el asunto que me han encomendado.

    Entonces dígame, mi señor, qué asunto es para ayudarle…

    Es solo asunto mío. Así que deja de comportarte indisciplinadamente o me veré obligado a expulsarte de mis servicios.

    ¡No! Eso nunca, mi señor. – Opi abrazó a Hermes. — No puedo vivir alejada de usted.

    Opi…— dijo Hermes sorprendido de la reacción de la ninfa. Después vio a Pentesilea que recibía lo que había pedido. — Opi debes ocultarte ¡rápido! viene hacia aquí Pentesilea.
La ninfa volvió a tomar forma de conejo y se ocultó entre las armaduras. Hermes expiró rogando que no le hubieran visto con Opi. Al parecer, la suerte había acompañado al mensajero, y Pentesilea se había dirigido hacia él sin sospecha.
Hermes volvió a cambiar su gesto por el de padre triste con la cabeza gacha. Sintió delicadamente la mano de Pentesilea levantando su rostro. La amazona hundió una banda de lino en agua fresca y limpió la superficie de la cara de Hermes. El agua fría aliviaba su dolor.
    No deberías mancharte con mi sangre. — dijo Hermes. — Tampoco merezco que seas tan amable conmigo.
    Lo que crees que mereces no es asunto mío. Es cierto que no debiste espiarnos, pero matarte no ayudará a tu familia.
La amazona tomó otra banda de lino y la hundió en el bol de vino. Aplastó ésta contra las heridas provocando un intenso dolor en ellas.
    El vino y el ajo son buenos desinfectantes. Por eso es doloroso ponerlos. — Dijo Pentesilea— ahora sí que deberías dejar de lloriquear como un niño. Tu victimismo empieza a ser irritante y mi paciencia tiene un límite.
Hermes se quedó impresionado por esas últimas palabras. Estaba un poco desconcertado con el comportamiento que tenía ahora la amazona, así que optó por no sobreactuar más.
“No hay quien entienda a las mujeres. Y menos si son amazonas.” Pensó el dios.

A pocas horas del amanecer Heracles y sus aliados habían decidido volver a la batalla. Los refuerzos habían llegado y aprovecharían el cambio de guardia para romper las filas de defensa de Diomedes. En la última expedición, el héroe había localizado los secretos lugares donde se encontraban las dos últimas yeguas, pero los animales no estaban ahí por lo que dedujo que Diomedes las había llevado a otro lugar más protegido.
“Estoy seguro que se encuentran en el fortín junto a su amo. ¿Qué mejor defensa tendría el rey que dos yeguas carnívoras hambrientas para protegerle?”
Pensó el héroe.
    ¡Heracles! — Dijo Clátiro. — Todos estamos en nuestros puestos esperando la señal.
    ¡Muy bien! La señal es el sonido del cuerno. En ese momento la guardia romperá filas para marchar y la nueva llegará. Aprovecharemos cuando dejen libres las empalizadas para trepar y rodearles.
Pasados unos pocos minutos el sonido del cuerno de la primera torreta rompió el silencio seguido de las otras tres. Los aqueos que ya estaban preparados muy cerca de las empalizadas lanzaron cuerdas cuando vieron todo despejado y treparon como habilidosas ardillas.
Con el silencio de un zorro habían puesto los pies en las cimas. Cubiertos de tierra, habían ocultado sus aspectos en la noche, por lo que la guardia no les vio llegar. Comenzando por las filas de atrás que marchaban, fueron degollando a cada uno sin emitir ruido, hasta que, al llegar a la tercera, se percataron los guardias y formando un círculo, se lanzaron hacia las sombras que les estaban matando. Se unieron asimismo la nueva guardia que se iba a incorporar a la vigilancia y la batalla ya había estallado rompiendo el silencio de la ciudad.

Hipólita junto a sus escoltas observaba desde el árbol más alto. Tenía una vista de lechuza en la noche y águila en el día, por lo que no se había perdido detalle de la entrada de os aqueos en la ciudad. Estaba absolutamente impresionada de la astucia de quien los capitaneaba.
Descendiendo del árbol, bajó hacia las raíces descubriendo que sus escoltas habían desaparecido. Cuando se giró para revisar bien, las encontró embozadas y atadas por diez hombres
—¡Maldición! — Exclamó la reina cuando los hombres se lanzaron hacia ella para atraparla.
La reina desenvainó su espada y luchó con bravura consiguiendo vencerles y liberar a sus escoltas que la apoyaron en su defensa. Habían sido vencidos siete por tres amazonas, pero llegaron ocho más, después.
    ¡Vamos amazonas! Demostrad que sois hijas del dios de la guerra.
Las escoltas gritaron y con increíble rapidez hirieron brazos piernas y troncos. Algunos cuellos fueron desgarrados brotando la ardiente sangre de lucha de ellos. Cuando parecía que la batalla les estaba siendo favorable, una red cayó sobre ellas y las arrastró por el suelo dejándolas colgadas como una pieza de carne a secar.
Unas risas sonaron. Bajo ellas un hombre las señalaba divertido.
—¿Qué ironía? Las expertas de la caza atrapadas por una de sus trampas de caza. Y lo más gracioso es que ni sus armas podrán romper una red que ha sido trenzada con filos de cobre.

En la ciudad Heracles y sus guerreros seguían luchando sin descanso. Habían vencido gran parte de la guardia del rey. Cuando hubo el héroe derribado a uno de los más complicados enemigos tomó un minuto para recobrar el aliento antes de dirigirse al siguiente. En ese instante cuando su maza hubo chocado con una espada, se percató de que ésta era de un aqueo y bajó el arma.
    Heracles he recibido un mensaje. Dicen que cerca del campamento han atrapado a tres amazonas, pero no desvelan su nombre.
    ¡Amazonas! — exclamó el héroe.
Heracles no había olvidado que la siguiente misión que se le había encomendado era tomar el cinturón de Hipólita. Quería hacerlo diplomáticamente por eso le dijo a su guerrero:
    Diles que les ofrezco un pacto. Las liberaré si Hipólita me entrega el cinturón que lleva.
    ¿Enviamos un mensajero pues a Ponto?
    Sí y aseguraros que sea con un pequeño grupo de voluntarios.  Pero ser prudentes y alzar el pañuelo blanco en todo momento.
    Sí.
El aqueo se dirigió al mensajero dejando al héroe continuar con la batalla.


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