Pasadas las dos últimas colinas. El alboroto del reino
de Diomedes había desaparecido, pero el mensajero de los dioses se había
adentrado en un espeso bosque donde en aquella época del año los árboles
estaban en pleno apogeo florido. Las verdes copas se extendían sobre su cabeza
como un refrescante paraguas.
Descendiendo al suelo, el mensajero decidió
detener sus vuelos pues ya se encontraba bastante cerca del santuario de Ares y
se arriesgaba que el dios de la guerra detectara sus poderes. Tomó sus
sandalias y se las cambio por otras normales.
Hermes estaba muy acalorado. Las ropas del
comerciante eran muy buenos tejidos, pero le daban demasiado calor.
Acostumbrado a sus divinas ropas olímpicas que eran ligeras y frescas, se
sentía envuelto en un saco. Además, el dios odiaba el calor por diversas
causas, una de ellas, ya fue desvelada durante la batalla contra Ares.
Escuchó el murmullo de un cauce. Con el
deshielo en primavera los ríos que nacían en el Cáucaso aumentaban el nivel de
su corriente en una fresca y limpia agua dulce. Hermes siguió el sonido y no tardó
en encontrar un bravo río. La claridad del agua era tan sorprendente que se
podía ver a los peces nadando bajo la superficie.
Hincando la rodilla se desembarazó de la toga
y la capa y hundió la cabeza en el río. Al sacarla se sintió mucho más fresco y
vivo. Mientras se peinaba con la mano echando el pelo hacia atrás, sonrió. Para
él era muy extraño que el reflejo que veía no fuera el suyo, pero por otra
parte hacerse pasar por otra persona era algo muy divertido. Volviéndose a
colocar la toga la capa decidió no ponérsela y la metió en la bolsa que
llevaba, lo suficientemente grande como para transportar varias cosas. Fue en
ese momento cuando escuchó unas risas femeninas y se dirigió a ellas. Pocos
pasos más adelante había un grupo de seis caballos que estaban pastando en el
bosque tranquilamente. El dios los acarició admirando la belleza y el buen
estado de éstos. Tras ellos algunas ropas estaban ordenadamente colocadas sobre
algunas rocas con algunos arcos y flechas. Asimismo, el dios descubrió dos
ciervos y un jabalí que acababan de ser cazados.
Prudentemente el dios se ocultó y comprobó que
un grupo de seis mujeres se estaban refrescando en el río. Cada cual de ellas
era más hermosa que la anterior, pero sobretodo destacaba una de pelo ondulado
rojizo y ojos verdes. Una de las mujeres la llamó con el nombre de Hipólita.
“La reina de las amazonas.”
Pensó el dios.
—
¿Por qué luces tan inquieta, hermana?
—
Durante la caza he
escuchado un ruido muy estruendoso en las inmediaciones de Diomedes. Espero que
el gigante de las yeguas carnívoras no esté pensando en atacar nuestras
ciudades.
—
Es cierto yo también lo he escuchado. – dijo otra de las
acompañantes.
—
Estoy segura que Diomedes no pretende eso. El rey está demasiado
entretenido con sus riquezas y botines. Por lo menos hasta que no se canse de
ellos o los consuma por completo, podemos estar tranquilas.
—
Tu inocencia, Pentesilea, es demasiado peligrosa. Para ser una
amazona debes ser más prudente y desconfiada, sino podrá costarte la vida.
Sabes que, si algo me pasara, tú serías la que me sucedería.
—
No si en nuestro próximo encuentro con los gargarios nace una
princesa.
—
Por mi parte no habrá encuentro con ellos. Solo me han dado
varones y no pienso volverme a retozar con uno de esos sucios bárbaros para
nada.
—
Pero debemos pensar en el bien de nuestra raza, hermana.
—
¡El bien de nuestra raza! — Dijo la reina elevando la voz. — Mira
a tu alrededor Pentesilea. Hemos fundado entre Tracia, Escitia y Sarmacia más
de 100 ciudades. En cada una de ellas nacen cada año muchas niñas y crecemos en
nuestras conquistas alrededor de Cólquide. Nuestro padre debe sentirse
orgulloso.
—
Ares nunca queda satisfecho. También en las batallas muchas
hermanas han muerto y él ¡nada nos lo compensa!
La reina abofeteó a su hermana volviéndole la
cara. Un hilillo de sangre había aparecido en la comisura de sus hermosos
labios.
—
Debes honor y respeto al dios que nos dio vida, Pentesilea, y
también a tu reina.
Hipólita salió del rio. Cuando Hermes vio la
belleza de la reina sintió como ardía todo su ser.
—
Esto es el paraíso. — Dijo el dios sonriendo hasta que una lanza
le rozó la oreja.
Cuando el dios se giró vio a unas tres
amazonas más. Una de ellas se lanzó hacia él para golpearle con la espada.
Hermes cayó inconsciente.
El mensajero despertó fuertemente atado a un
poste en medio de una aldea donde solo mujeres se movían. Las niñas se
acercaban a él curiosas pues nunca habían visto a un hombre de cerca. Una de
ellas se puso muy cerca de él. Hermes le dijo a la niña intentando poner su más
carismática sonrisa
—
¡Eh! pequeña. ¿quieres ganarte un hermoso regalo? Si me desatas te
lo daré.
La niña puso cara de muy pocos amigos y le dio
una patada en la espinilla obligando a Hermes a doblarse.
—
¡Pervertido! — Dijo.
“Encantadora niña.” Pensó Hermes dolorido. “Ya
había olvidado que a las amazonas no le gustan mucho los hombres. Me imagino
que las madres también se lo enseñarán a sus hijas.”
Hermes vio unos bonitos pies calzados en unas
sandalias. Siguiendo el rastro de las largas piernas hasta una estrecha cintura
ceñida por un hermoso y rico cinturón. Tras el abombado busto los ojos verdes
de Hipólita le miraron con el ceño fruncido conteniendo una ira desmesurada.
La reina de las amazonas se lanzó a Hermes
tomándolo por la túnica y lo levantó. Empotrándolo contra el poste le dio un
puñetazo en la mejilla. Hermes sacudió su cara para evitar volver a quedarse
inconsciente. Jamás había pensado que una mujer pudiera tener tanta fuerza como
para derribar a un hombre y estaba muy sorprendido.
—
¿Sabes lo que nos gusta hacer a las amazonas con mirones como tú?
— Dijo la reina.
—
Creo que no será darles una exquisita comida y un lecho caliente…
La reina le volvió a pegar. Esta vez en el
estómago y Hermes se volvió a doblar sobre el hombro de Hipólita.
“Tampoco tienen sentido del humor.”
Pensó el dios. Después se dio cuenta de que
pese a lo violentamente que se comportaba la reina olía muy bien.
—
¿Quién te crees que eres tú, alimaña, para hablar así a la hija de
Ares y reina de las amazonas? — Espetó la reina volviéndole a empotrar y
dándole repetidas veces hasta que su nariz y labio comenzó a sangrar.
“Sí, sin ninguna
duda es hija de Ares. Ha heredado su mismo don de diplomacia y pacifismo.”
Pensaba Hermes mientras se recuperaba de los
últimos golpes. Entonces decidió que era hora de comenzar a interpretar el
papel de comerciante. Arrodillándose ante Hipólita le dijo con una voz muy
sumisa y dolorida.
—
Perdonadme. Yo no tenía intención de espiaros solo soy un comerciante
en busca de ganar algún dinero para alimentar a mi familia.
—
¡No me lo trago! Piensas que soy estúpida bufón.
La reina le pegó repetidas veces con puños,
rodillas, pies y codos. La paliza era muy fuerte, cosa que no ayudaba mientras
al mismo tiempo que el dios caía atrás por el efecto de la paliza, se golpeaba
con el poste. Por otro lado, la fricción de las cuerdas en sus tobillos y
muñecas era muy dolorosa.
“Si no fuera un dios ya el pobre comerciante
al que he tomado prestado su aspecto hubiera muerto con una paliza así.”
Pensó Hermes mientras seguía recibiendo golpes
hasta que estaba hecho un ovillo en la columna. Pentesilea gritó a su hermana
que se detuviera que le iba a matar y la reina protestó.
—
Por favor, te lo pido como hermana y reina mía que eres. Déjale
que se explique.
Pentesilea se había interpuesto entre Hermes e
Hipólita.
—
Apártate de ahí Pentesilea. No pongas en duda mi autoridad delante
de la tribu.
Hipólita le golpeó otra vez a su hermana y
ésta se apartó. Hermes miraba a las dos hermanas. Sus ojos estaban comenzando a
hinchársele.
Si estuviera el dios en su auténtica figura y
sin nada que ocultar. Iba a devolverle a la reina todos los golpes, pero debía
mantener su anonimato. Al menos hasta que se le ocurriera algo para salir de
ahí. Jamás había pensado el mensajero de los dioses que iba a perder tiempo en
el territorio de las amazonas. Quizá debía haber utilizado mejor el paso de los
centauros. Hasta criaturas como ellos parecían más razonables que un grupo de
enfurecidas y violentas mujeres.
—
Por favor. — Dijo suplicante. —Vengo huyendo del reino de Diomedes
porque se ha desatado una batalla allí.
—
Tu cambio de actitud me parece muy sospechoso forastero. Antes
respondiste con sarcasmo ¿y ahora me suplicas por tu vida? ¿Qué clase de
comportamiento es ese?
—
Me disculpo también por mi falta de respeto, mi actitud no ha sido
tampoco la correcta. Estáis en vuestro derecho de hacerme cuanto queráis, pero,
por favor, mi familia está aún en el Reino de Diomedes y temo por su vida. Mis
dos hijas son muy pequeñas aún.
—
¿Ahora estás intentando darme pena?
Hermes inclinó la cabeza. Pese a que estaba
dando su mejor esfuerzo para intentar hacer chantaje a Hipólita debía mejorar
su papel. No quería salir de allí nada más que como comerciante, pero si todo
llegaba a su extremo debía demostrar su auténtica identidad poniendo en peligro
lo que le había encomendado Zeus.
Por otro lado, Pentesilea, que era aún joven,
y se ve que más comprensiva que su hermana, parecía creer en las palabras de
Hermes.
—
Mi reina. — dijo una amazona que venía a trote en su caballo. —
acabo de estar en las inmediaciones de Diomedes. Es cierto que hay una batalla
ahí. Heracles ha secuestrado las yeguas del gigante y ahora se está enzarzando
en una batalla con un grupo de aqueos para vencerle.
—
Entonces mis sospechas no me engañaban. — dijo la reina. — Sin
embargo, hasta que no lo vea con mis propios ojos, no me quedaré tranquila. No
me fio de este embustero.
—
No pretenderéis ir hasta allí, ¿verdad?
—
Soy la reina de las amazonas. He de ir para asegurarme que no
pretenden invadir Ponto. Alcipe, tú te quedarás aquí vigilando la ciudad, mientras,
yo me dirigiré al Reino de Diomedes.
—
Déjame ir, hermana. — Dijo Pentesilea.
—
Tú te quedarás aquí también. Y no hagas imprudencias con el mirón.
Melanipa y Tebe me acompañarán y con ellas será suficiente. Debemos ser
prudentes o nos pondremos ver enzarzadas en la batalla también.
La reina se alejó de Hermes y su hermana hacia
los establos, para montar su caballo. Colocándose el casco desató al corcel y
se subió a su grupa saliendo de Ponto junto a sus dos escoltas.
Pentesilea miró a Hermes y después se retiró
dejando a éste en el poste dolorido de las heridas propiciadas de la paliza.
Estaba ocultándose el sol cuando Heracles
volvió al campamento. Solo había conseguido secuestrar a dos yeguas de las
cuatro que tenía Diomedes. Sin embargo, la batalla se había puesto muy violenta
y se había percatado el héroe que no eran suficientes aqueos para luchar contra
las fuerzas del gigante hijo de Ares. Clátiro había sido mandado a otras
regiones cercanas para seguir recogiendo voluntarios para ayudar a Heracles en
la escaramuza. Tenía completa fe que muchos guerreros inundados por la
admiración hacia el héroe hijo de Zeus, iban a acceder a colaborar con él.
Heracles estaba completando con éxito cada uno
de sus trabajos, pero estos eran cada vez más arriesgados y difíciles. No
obstante, su fama iba creciendo por toda la región y sus éxitos llegaban a
oídos de su padre Zeus quien se sentía enormemente orgulloso de su hijo.
Aquello no le agradaba a Hera en absoluto y sabiendo de la evolución del héroe
decidió hacer algo para impedir que completara los trabajos. De este modo envió
a Iris a Ponto a quien le dijo que diera la noticia a la capitana de las
amazonas que un extranjero iba a secuestrar a la reina Hipólita. La mensajera,
quien llevaba bastante tiempo sin ver a Hermes, se dirigió tal como dijo Hera a
dar el mensaje.
La noche ya había caído en Ponto, Hermes
seguía atado al poste pensando cómo iba a salir de la embarazosa situación en
la que se encontraba. Se sentía por un lado completamente humillado, dejarse
golpear de forma tan dura por una mujer pudiéndola exterminar de un solo golpe,
le irritaba sobremanera; pero, por otro lado, debía mantener la compostura y
hacer ademán de paciencia, aunque ésta no fuera una gran virtud en él.
Las amazonas se habían juntado a unos metros
frente a él. Habían preparado un gran fuego para cocinar las presas que habían
cazado en el bosque. Estaban charlando, bailoteando y bebiendo. Pese al
masculino comportamiento que tenían, algunas de ellas mantenían cierta
coquetería y feminidad en su manera de actuar. Una de ellas, por ejemplo,
estaba trenzando el pelo a otra, mientras que la otra preparaba las flechas.
Más allá unas tres amazonas se encargaban de poner música a la cena y cantaban
canciones en griego con cierto aire oriental. Otras estaban decorando su cuerpo
con diferentes pinturas y adornos, intercambiándose abalorios entre ellas.
Por otro lado, por supuesto, un numeroso grupo
hacía guardia en la ciudad aguardando el regreso de su reina y recelosas de que
la batalla no llegara hasta su territorio.
Hermes resopló. A penas podía ver por su ojo
izquierdo. Normalmente después de una gran paliza no tardaba su cuerpo en
curarse, pero para ello debía ser tratado por Asclepios con las medicinas
naturales y comer ambrosía revitalizante; pero al estar metamorfoseado su
metabolismo prestaba más atención en el cambio de figura que en auto curarse.
Sus poderes solían debilitarse cuando realizaba esa técnica. Los dioses no eran
tan perfectos como parecían, al fin y al cabo.
El dios sintió el roce de un suave pelaje en
su tobillo. Era un conejo curioso que estaba olisqueando su piel. Cuando Hermes
supo de quien se trataba se llevó una gran alegría. El conejo se subió de un
salto a su regazo y se metió entre sus vestidos haciéndole cosquillas para
acercarse a su oído.
—
Opi no es momento de jugar conmigo ahora. — dijo el dios en voz
baja.
—
¡Oh pobrecito mío! — dijo el conejo. — Lamento no haber llegado a
tiempo para protegerle contra estas salvajes y maleducadas mujeres. Son unas
bárbaras.
—
No importa, pequeña. Debí percatarme que tú con tu olfato puedes
rastrear mi olor y saber quién soy realmente.
—
¿Qué hacéis mi señor en este territorio? En el Olimpo deben estar
extrañados de no verle.
—
No te preocupes, lo que me ha traído aquí es un asunto secreto.
Lamento no poder contártelo. — El dios vio que una mujer se acercaba a él y le
ordenó a Opi que se ocultara. El conejo se metió en su toga y se ocultó a su
espalda. Hermes intentó aguantar la risa que le provocaban las cosquillas.
La mujer que se había acercado a él era
Pentesilea. Entre sus manos llevaba una bota y un plato con un poco de carne.
Hincando su rodilla miró a Hermes y le dio pena el mal estado en el que le
había dejado su hermana.
Pentesilea acercó la bota a los labios de
Hermes y le dijo que bebiera. Hermes la miró receloso, pero al ver que las
intenciones de Pentesilea eran honestas accedió a dar un trago. Pentesilea
apretó la bota dejando el agua caer dentro de la boca de Hermes pese a que se derramaba
un poco por sus labios haciéndole escocer sus heridas. Pero el trago de agua le
sentó muy bien, al fin y al cabo.
—
¿Por qué me ayudas desobedeciendo a la reina? — le dijo Hermes
mientras Pentesilea dejaba la bota y tomaba un pedazo de carne.
—
Ella es mi hermana y mi reina, pero eso no quiere decir que esté
de acuerdo con todo lo que hace. ¿tienes hambre? — Hermes afirmó. Pentesilea le
ofreció el pedazo de carne y Hermes lo aceptó también. Se sentía un poco
ridículo dejándose dar de comer como un niño, pero por otro lado le parecía muy
sexy aquello.
Sintió un arañazo de Opi en la espalda y se
agitó a un lado. “Opi no es momento de ponerse celosa.” Le dijo por el
pensamiento a su polizón.
“Quien es esa ¿eh?”— le respondió.
“¡Déjame hacer mi trabajo!”
Opi paró.
—
¿Estás bien? — Le preguntó Pentesilea que veía al hombre moverse
de extraña manera.
—
Las heridas duelen. — Dijo él.
Pentesilea le dio otro pedazo de carne.
—
No puedo desatarte, pero al menos puedo no hacer que te mueras de
hambre, sed y dolor.
—
Eres una mujer comprensiva. — Dijo él. — No eres como Hipólita.
—
Mi hermana es una buena persona. – dijo mientras le metía otro
pedazo de carne. — Pero el cargo que tiene no es fácil. Debe mostrarse dura e
inflexible para que la respeten. Sobre todo, ante los hombres. Vosotros creéis que
como somos mujeres, no tenemos derecho a nada y menos a luchar.
—
¿Esos son los valores que se enseñan entre las amazonas? — Dijo
Hermes masticando. La carne estaba muy dura pero el sabor no era desagradable—
Son más bien valores bárbaros y espartanos que pacíficos y familiares.
—
¡Las amazonas somos guerreras no esposas, niñeras o esclavas! —
Dijo severa.
Hermes miró a Pentesilea, con esa frase había
mostrado parte de su carácter de amazona. Comprendió el mensajero que, pese a
que Pentesilea parecía más comprensiva que su hermana, eso no quería decir que
fuera voluble o manipulable.
—
Lo siento. No debí decir eso. — Dijo Hermes inclinando su cabeza.
Pentesilea exhaló y volvió a ofrecerle el
último pedazo de carne. Hermes lo comió.
—
Tus hijas ¿Sigues preocupado por ellas? — Hermes afirmó.
“¿De qué hijas está hablando?” Exclamo Opi por
el pensamiento
—
Antes de saber de la batalla había ido a hacer unos negocios con
uno de los mercaderes, pero cuando volví habían cerrado las puertas he impedido
el paso a la gente que se encontraba fuera. Pese a que dije que era ciudadano
no me permitieron entrar y me arrastraron al bosque. Entonces vi a los que
intentaban asediar la cuidad viniendo hacia mí y asustado hui pensando que iban
a dañarme.
“¡Bravo mi señor! Me habéis conmovido hasta a
mí.” Dijo Opi.
Hermes miró a Pentesilea, estaba seguro que su
historia había tocado los sentimientos de la amazona.
—
Como ves fui un cobarde y ahora lo estoy pagando caro. — Dijo
simulando dolor y sollozo. — Tal vez Hipólita tenga razón y no merezca más que
morir.
Hermes rompió a llorar haciendo una estupenda
interpretación de padre desesperado y culpable. Pentesilea se sentía muy
conmovida por la historia y muy sorprendida de ver a un hombre llorar. Pese a
que había sido testigo de las profundas torturas a las que sometía Antianira a
los hombres, sabía que aquellas lágrimas eran efecto del dolor físico, pero no
del dolor de un padre por su familia.
—
No te preocupes. Tu familia estará bien. — dijo Pentesilea. — Yo
misma le diré a mi hermana que los proteja, y si no lo hace ella, lo haré yo.
Hermes reía triunfante dentro de sí. Era
completamente cierto que Pentesilea aún era joven e inocente. Tan ingenua que
se había tragado toda la historia fácilmente. Probablemente debía todavía
aprender muchas cosas para saber gobernar una tribu y luchar, pero en cierto
modo, el dios se sintió apenado de que aquella bella mujer perdiera lo que la
hacía tan encantadora.
Pentesilea se alejó de Hermes hacia el grupo
de comensales de enfrente. Mandó a una de sus compañeras que trajera agua
fresca, gasas y vino.
—
¿Qué pretendes hacer? — Dijo ésta. — ¿No es suficiente darle de
comer y beber, sino que también le vas a curar?
—
¡Cállate y obedece! Soy tu superiora. – Espetó Pentesilea. —
Hipólita lo único que me ha dicho es que no haga nada imprudente. ¿Qué puede
haber más imprudente que liberarle? ¿Acaso le he liberado? ¡No! Pero tampoco
voy a abandonar a un civil que no tiene nada de guerrero a morir de hambre y
dolor. ¡Obedéceme! Y si Hipólita te dice algo, échame las culpas a mí.
Responderé por ello.
—
Sí señora. — Dijo la amazona obedeciendo y echando a correr a
obedecer las órdenes.
—
¡Mi señor! — Dijo Opi. — Es hora de liberarle para que siga con su
misión secreta.
—
¡No espera! Tengo la sensación de que va a pasar algo que me
ayudará mucho.
—
¡No lo permitiré! — dijo Opi saliendo de un salto y tomando forma
humana.
—
¿qué haces? — dijo Hermes.
—
No me fio de ellas. No puedo permitir que hagan más daño a mi
señor.
—
¡Ya basta Opi! Te ordeno como tu dios que no entres a luchar. Si
Ares supiera de que yo y uno de mis caballeros estamos aquí…, podrá averiguar
mi paradero. Eso pondrá en peligro el asunto que me han encomendado.
—
Entonces dígame, mi señor, qué asunto es para ayudarle…
—
Es solo asunto mío. Así que deja de comportarte
indisciplinadamente o me veré obligado a expulsarte de mis servicios.
—
¡No! Eso nunca, mi señor. – Opi abrazó a Hermes. — No puedo vivir
alejada de usted.
—
Opi…— dijo Hermes sorprendido de la reacción de la ninfa. Después
vio a Pentesilea que recibía lo que había pedido. — Opi debes ocultarte
¡rápido! viene hacia aquí Pentesilea.
La ninfa volvió a tomar forma de conejo y se
ocultó entre las armaduras. Hermes expiró rogando que no le hubieran visto con
Opi. Al parecer, la suerte había acompañado al mensajero, y Pentesilea se había
dirigido hacia él sin sospecha.
Hermes volvió a cambiar su gesto por el de
padre triste con la cabeza gacha. Sintió delicadamente la mano de Pentesilea
levantando su rostro. La amazona hundió una banda de lino en agua fresca y
limpió la superficie de la cara de Hermes. El agua fría aliviaba su dolor.
—
No deberías mancharte con mi sangre. — dijo Hermes. — Tampoco
merezco que seas tan amable conmigo.
—
Lo que crees que mereces no es asunto mío. Es cierto que no
debiste espiarnos, pero matarte no ayudará a tu familia.
La amazona tomó otra banda de lino y la hundió
en el bol de vino. Aplastó ésta contra las heridas provocando un intenso dolor
en ellas.
—
El vino y el ajo son buenos desinfectantes. Por eso es doloroso ponerlos.
— Dijo Pentesilea— ahora sí que deberías dejar de lloriquear como un niño. Tu
victimismo empieza a ser irritante y mi paciencia tiene un límite.
Hermes se quedó impresionado por esas últimas
palabras. Estaba un poco desconcertado con el comportamiento que tenía ahora la
amazona, así que optó por no sobreactuar más.
“No hay quien entienda a las mujeres. Y menos
si son amazonas.” Pensó el dios.
A pocas horas del amanecer Heracles y sus aliados
habían decidido volver a la batalla. Los refuerzos habían llegado y
aprovecharían el cambio de guardia para romper las filas de defensa de Diomedes.
En la última expedición, el héroe había localizado los secretos lugares donde
se encontraban las dos últimas yeguas, pero los animales no estaban ahí por lo
que dedujo que Diomedes las había llevado a otro lugar más protegido.
“Estoy seguro que se encuentran en el fortín
junto a su amo. ¿Qué mejor defensa tendría el rey que dos yeguas carnívoras
hambrientas para protegerle?”
Pensó el héroe.
—
¡Heracles! — Dijo Clátiro. — Todos estamos en nuestros puestos
esperando la señal.
—
¡Muy bien! La señal es el sonido del cuerno. En ese momento la
guardia romperá filas para marchar y la nueva llegará. Aprovecharemos cuando
dejen libres las empalizadas para trepar y rodearles.
Pasados unos pocos minutos el sonido del
cuerno de la primera torreta rompió el silencio seguido de las otras tres. Los
aqueos que ya estaban preparados muy cerca de las empalizadas lanzaron cuerdas
cuando vieron todo despejado y treparon como habilidosas ardillas.
Con el silencio de un zorro habían puesto los
pies en las cimas. Cubiertos de tierra, habían ocultado sus aspectos en la
noche, por lo que la guardia no les vio llegar. Comenzando por las filas de
atrás que marchaban, fueron degollando a cada uno sin emitir ruido, hasta que,
al llegar a la tercera, se percataron los guardias y formando un círculo, se
lanzaron hacia las sombras que les estaban matando. Se unieron asimismo la
nueva guardia que se iba a incorporar a la vigilancia y la batalla ya había
estallado rompiendo el silencio de la ciudad.
Hipólita junto a sus escoltas observaba desde
el árbol más alto. Tenía una vista de lechuza en la noche y águila en el día,
por lo que no se había perdido detalle de la entrada de os aqueos en la ciudad.
Estaba absolutamente impresionada de la astucia de quien los capitaneaba.
Descendiendo del árbol, bajó hacia las raíces descubriendo
que sus escoltas habían desaparecido. Cuando se giró para revisar bien, las
encontró embozadas y atadas por diez hombres
—¡Maldición! — Exclamó la reina cuando los
hombres se lanzaron hacia ella para atraparla.
La reina desenvainó su espada y luchó con
bravura consiguiendo vencerles y liberar a sus escoltas que la apoyaron en su
defensa. Habían sido vencidos siete por tres amazonas, pero llegaron ocho más, después.
—
¡Vamos amazonas! Demostrad que sois hijas del dios de la guerra.
Las escoltas gritaron y con increíble rapidez
hirieron brazos piernas y troncos. Algunos cuellos fueron desgarrados brotando
la ardiente sangre de lucha de ellos. Cuando parecía que la batalla les estaba
siendo favorable, una red cayó sobre ellas y las arrastró por el suelo
dejándolas colgadas como una pieza de carne a secar.
Unas risas sonaron. Bajo ellas un hombre las
señalaba divertido.
—¿Qué ironía? Las expertas de la caza
atrapadas por una de sus trampas de caza. Y lo más gracioso es que ni sus armas
podrán romper una red que ha sido trenzada con filos de cobre.
En la ciudad Heracles y sus guerreros seguían
luchando sin descanso. Habían vencido gran parte de la guardia del rey. Cuando
hubo el héroe derribado a uno de los más complicados enemigos tomó un minuto
para recobrar el aliento antes de dirigirse al siguiente. En ese instante
cuando su maza hubo chocado con una espada, se percató de que ésta era de un
aqueo y bajó el arma.
—
Heracles he recibido un mensaje. Dicen que cerca del campamento
han atrapado a tres amazonas, pero no desvelan su nombre.
—
¡Amazonas! — exclamó el héroe.
Heracles no había olvidado que la siguiente
misión que se le había encomendado era tomar el cinturón de Hipólita. Quería
hacerlo diplomáticamente por eso le dijo a su guerrero:
—
Diles que les ofrezco un pacto. Las liberaré si Hipólita me
entrega el cinturón que lleva.
—
¿Enviamos un mensajero pues a Ponto?
—
Sí y aseguraros que sea con un pequeño grupo de voluntarios. Pero ser prudentes y alzar el pañuelo blanco
en todo momento.
—
Sí.
El aqueo se dirigió al mensajero dejando al
héroe continuar con la batalla.
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