Había sido una noche larga en Ponto y el Reino de Diomedes.
La capitana de las amazonas, Alcipe, se acercó a las amazonas que hacían
guardia. La reina Hipólita aún no había regresado y estaba muy preocupada.
Alguien decidió entrar en la ciudad y comunicó a Alcipe que un extranjero se
acercaba a Ponto a secuestrar a Hipólita. La capitana estaba muy preocupada,
tal vez alguien ya la había secuestrado y por eso no regresaba la reina.
El enviado a pactar era Talco, uno de los
aqueos más reconocidos por su diplomacia y prudencia, así como su destreza en
la lucha. Le acompañaban seis voluntarios. Cuando se acercaron a la puerta de
Ponto, Talco alzó en una lanza un paño blanco en señal de paz. Pidió a la
guardia que le dejaran entrar en Ponto con el objetivo de conversar
diplomáticamente.
Las amazonas guardianas miraron a Alcipe quien
era mucho más desconfiada que su reina y también bastante más impulsiva,
tomándose su cargo muy a pecho y también en cierto modo con arrogancia.
—
Los hombres no son bien recibidos aquí. ¡Amazonas al ataque! —
dijo Alcipe.
Una lluvia de flechas rodeó al grupo matando
cinco de ellos. Talco Había decidido huir con el único superviviente hacia los
bosques. Se había quedado absolutamente anonadado de la reacción de las
amazonas, que no le habían dado opción a hablar.
—
No podemos acercarnos a Ponto sin que nos ataquen. Deben estar muy
a la defensiva por la batalla que se está desarrollando en el Reino de Diomedes.
— Dijo Talco.
—
¿Cómo entonces haremos llegar el mensaje de Heracles hasta Hipólita?
— Dijo el superviviente.
—
En principio volveremos al campamento y cuando todo se calme
entonces hablaremos con Heracles.
Los dos
cabalgaron de vuelta al campamento.
Heracles tomó la jarra de negro y rojo y bebió de ella mientras se sentaba. Observando los dibujos de la misma reconoció su propia figura en esa jarra junto a su mentor Quirón. Acarició la figura del centauro pensando en qué estrategia se le ocurriría a él en ese momento.
—
Heracles. — le interrumpió Clátiro. — Talco ha regresado de su
visita a Ponto con tan solo un superviviente.
—
¡Un superviviente! ¿cómo es eso?
—
Las amazonas les atacaron sin dar la posibilidad de dialogar.
—
Comprendo… pensarán que esta batalla puede afectarlas. En ese caso
tráeme a los rehenes.
Obedeciendo a su líder, los aqueos trajeron la
red de cobre hasta Heracles en un carro. Hipólita miró la espalda del héroe muy
extrañada de la piel de León que llevaba sobre su cuerpo. En voz grave dijo el
héroe antes de dar un trago más de agua.
—
Tu pueblo y tu reina han matado a seis de mis hombres sin causa
aparente. Íbamos en son de paz, pero no les distéis opción ¿por qué? ¿Acaso no
sabéis lo que es el diálogo?
El Héroe dirigió su mirada destellante a las
tres amazonas. Bajo las mandíbulas del León de Nemea se podía averiguar la
furia que seguía despidiendo la piel del animal desde el hombre que la vestía.
El león y el guerrero parecían una misma persona, un mismo espíritu. Hipólita
lo miró sorprendida de su porte fuerte y noble. Tenía una espesa barba rubia y
unos poderosos ojos verdes que dejaban sin habla. No podía negarse que la
sangre de Zeus corría por sus venas. Al levantarse el semidiós, las amazonas se
percataron de su prominente altura y musculatura, esculpida tras muchos años de
duro entrenamiento.
—
¿Os habéis quedado mudas? — Dijo uno de los voluntarios. —
Responded a nuestro héroe. — Dijo éste arremetiendo la lanza contra la red.
Heracles la paró antes de que pudiera herir a alguna de ellas y la partió entre
sus dedos.
—
Déjame esto a mí, y vete a hacer guardia. — Dijo Heracles,
obedeciendo el aqueo. Después volvió a centrarse en las amazonas esperando
respuesta de ellas, pero no recibió ninguna. — Ya veo que efectivamente no
queréis hablar. En ese caso, no tengo más remedio que dejaros en esa red hasta
que habléis.
—
¿Qué quieres de nosotras? — Dijo Melanipa furiosa, calmada por
Hipólita.
—
Quiero vuestros nombres. — Dijo el héroe. — Así podré pedir un
rescate por vosotras.
—
¿Un rescate? — Dijo Tebe. — ¿Qué clase de rescate?
—
Ni, aunque fuerais las tres amazonas más poderosas de vuestro clan
podríais enfrentaros contra todos mis hombres para escapar. Creo que no hace
falta que lo diga. Por otro lado, no puedo dejaros ir hasta que al menos
termine este trabajo. Tengo así una garantía para el siguiente.
—
¿Qué trabajos?
—
Debéis ser las únicas que no conocen los doce trabajos que me han
sido encomendados por el rey Euristeo de Argos. Ahora soy su servidor.
—
¿Esa piel que vistes es el León de Nemea? — Dijo Hipólita.
—
El mismo. Es la prueba de mi primer triunfo en este mundo y no el
último.
—
Hemos escuchado tus hazañas, hijo de Zeus. — Dijo Hipólita. —
Hasta el momento has completado siete de tus doce trabajos, pero ¿qué pasa con
éste último? Parece que te está dando serios problemas realizarlo.
—
Los triunfos no son fáciles y cuanto más difíciles me parecen mis
trabajos más me regocijo cuando los termino. Este también lo terminaré como los
demás.
—
En ese caso, termina con este trabajo y si consigues terminarlo,
te diremos nuestros nombres. — Melanipa y Tebe se quedaron sorprendidas de lo
que decía su reina.
—
¿Es eso un pacto formal?
—
Te doy mi palabra de amazona.
—
Está bien hijas de Ares, veréis como vuestras dudas se resuelven
prontamente. Un día más y este trabajo será completado. Entonces no seguiréis
poniendo en duda mi fuerza y ascendencia. Descansar esta noche y mañana por la
mañana comprobaréis nuevamente como consigo mi objetivo.
Heracles ordenó a dos de sus hombres que
alejaran el carro y lo pusieran en sitio seguro, pero sin alejarlo de él
demasiado, ya que quería que los rehenes lo vieran todo.
El sol había comenzado a alzarse cuando la
última guardia aquea descansó. Heracles había dormido apenas cuatro horas en la
improvisada tienda de campaña que habían levantado sobre su cabeza. La piel del
León de Nemea había sido su manta y su armadura descansaba a sus pies. Se levantó
muy pronto de su sueño y salió desarmado de la tienda hacia un barril de
agua. Una vez ahí se lavó la cara y se
refrescó para terminar de espabilarse. Secándose con un paño de lino se acercó
a los rehenes para comprobar como estaban. Las tres aún dormían. Dos de ellas
apoyadas en la otra y una tercera tendida en el suelo. Vestía una toga rojo
sangre y pese a que aún vestía las hombreras y rodilleras, había perdido sus
armas y la coraza de su abdomen. Heracles la miró detenidamente con el
desparramado pelo rojizo extendido alrededor de su cabeza, algo había en
aquella amazona que la diferenciaba de las otras y no era solo su belleza.
Hipólita abrió los ojos cuando sintió el peso
de las pupilas de Heracles en su rostro.
Se irguió lamentando no tener su espada para poder dañar al héroe,
aunque fuera por entre la red de cobre.
—
¡Buenos días! — Dijo éste.
Hipólita lo miró en silencio. Sin el León de
Nemea y sin su armadura el héroe parecía mucho más humano. Tenía un pelo rubio
muy espeso que le cubría la nuca y la parte alta del cuello. Era mucho más
joven de lo que le había parecido en un principio. Tal vez estuviera en la veintena.
—
¿Qué hacías mirándome mientras dormía? — Dijo la reina.
—
Solo quería asegurarme de que estuvierais despiertas para que
vierais como termino hoy mi octavo trabajo. Por otro lado, siempre es muy agradable ver
como una mujer tan temeraria descansa. Se la ve frágil y más hermosa.
El héroe le hizo una caballerosa reverencia.
Hipólita notó como se ruborizaba, sin encontrar una respuesta a esa reacción,
se enfureció y le dijo.
—
¡Cuidado con lo que dices aqueo!
Heracles rio.
—
Cuidado con ruborizarse, hija de Ares, o empezaré a pensar que os
atraigo.
—
¿Quién se ruboriza? ¡Eres un salvaje!
—
Soy el hijo de Zeus y el rey de todos estos hombres. — Dijo Heracles.
— Mi corona está compuesta de cada uno de los triunfos que voy llevando a cabo.
Heracles se retiró hacia la tienda para
comenzar a vestirse. Hipólita lo miraba con mucha rabia de su egocentrismo y
arrogancia, pero no era más que los sentimientos que ocultaban una gran
admiración hacia ese apuesto y ambicioso héroe.
Hermes estaba extremadamente aburrido y
contradicho por la situación en la que se encontraba. Había sido testigo del
ataque de defensa que las guardianas de las amazonas habían desatado contra el
diplomático. Por una vez en su vida se sentía realmente atrapado sin que su
genio le fuera útil en ese momento.
—
Mi señor, no seáis testarudo, dejad que os rescate.
Hermes miró por el rabillo del ojo otra vez a
Opi con forma de conejo. Tras los vidriosos ojos del animal podía ver la
preocupación de ésta y le pareció muy tierno.
—
Dame más tiempo mi querida caballera. Deben ser estás heridas las
que están retrasando mis ideas. Las amazonas están muy preocupadas porque la
reina no aparece. Tengo la intuición de que han sido verdaderamente
secuestradas y no puede ser más que Heracles quien las tiene.
—
¿Para qué quiere Heracles a la reina de las amazonas? ¿Para
reforzar su ataque contra Diomedes?
—
No lo creo. Heracles se ha vuelto más orgulloso y ambicioso que
nunca. Le han acompañado tantas victorias y ha aprendido tanto de ellas, que no
cedería a Hipólita ni por un minuto, su triunfo. Prefiere que no le hagan
sombra. Creo que tiene un plan.
—
¿Cuál?
—
Su siguiente misión es tomar el cinturón de Hipólita, el rey
Euristeo quiere dárselo a su hija quien se ha encaprichado con él. Creo que
pretende retener a Hipólita, pero no entiendo porque ha enviado mensajeros
teniendo a la reina en su poder. Algo no me cuadra… a no ser que…
—
¿Ya estáis delirando por las heridas, pervertido?
Hermes miró a la amazona que le había dicho
eso, se trataba de la general del clan, Alcipe, entonces se aclaró su mente y
pensó.
“Hipólita está intentando ocultar su identidad
para mantener a salvo a sus escoltas y también mantenerse en vida ella. Si se
enteraran de que es la reina de las amazonas les estaría dando mucho poder a
los aqueos de manejar la situación a su antojo. Es astuta y estratega como su
padre.”
—
¿Te has quedado mudo? — dijo la general con desprecio a la vez que
le metía otra patada. En ese instante Pentesilea se puso delante y con una
mirada penetrante le dijo.
—
Tú ocúpate de defender y deja de entretenerte con los rehenes.
—
Estamos en guerra y en lugar de luchar con tus hermanas, te aíslas
a cuidar de ese degenerado. ¡Es una estupidez! la reina no lo permitiría.
—
La reina es mi hermana mayor también y solo a ella le consiento
que me hable con autoridad. No a ti. ¡Encárgate de cumplir sus órdenes y déjame
a mí con él!
Alcipe se fue con paso firme y furioso a las
empalizadas. Pentesilea se giró hacia Hermes y expiró para liberar la tensión.
Poniéndose de cuclillas le miró las heridas.
—
Espero que hayas dormido mejor que yo. Aquí te traigo algo de
fruta para que comas.
Fue entonces cuando Opi saltó al regazo de
Pentesilea sin poder resistir el apetitoso olor de la fruta. Era ninfa, pero
cuando se metamorfoseaba en conejo adquiría todos los hábitos del animal.
—
¿Qué es esto?
—
Me ha acompañado toda la noche. No pude librarme de él.
—
¡Es una monada!
Dijo la amazona tomándolo en los brazos y
acercándolo a su pecho como la niña a la que le regalan un peluche.
Ante la atónita mirada de Hipólita y sus
escoltas más voluntarios habían llegado. Todos con el mismo propósito de
destruir al malvado rey. Las fuerzas de Diomedes luchaban muy bravas, no
obstante, aquello no era obstáculo para Heracles quien, ansiando ya su
victoria, no iba a decaer hasta que no matara a Diomedes. Era hoy o nunca.
Puesto que la superficie del fortín era muy
sólida y suponía un gran obstáculo para los aqueos; muy a su pesar, el héroe
cerró los ojos y disculpándose ante su sabio maestro supo que no tenía otra
opción. Dejando la maza en el suelo
gritó a sus hombres que se apartaran y éstos obedecieron.
¡¡EXPLOSIÓN FOTÓNICA!!
Dijo el héroe apareciendo un rayo de luz
poderosísimo, cuya trayectoria no pudieron los aqueos seguir hasta el fortín.
Anonadados ambos bandos se quedaron en
silencio. El silencio ates de la catástrofe que siguió. Un terremoto sacudió el muro, el cual comenzó
a tambalearse cayendo varios guardias expulsados por un caballo desbocado.
Posteriormente saltaron cada una de las piedras del muro en trizas hacia los
lados, impulsadas por el mismo rayo de luz.
Cayeron así muchos guardias al suelo arrastrados
por el derrumbamiento del fortín. Enemigos y aliados fueron heridos por las
metrallas de piedra y los aqueos que aún estaban levemente heridos y sanos,
entraron por encima de las ruinas pudiendo ir terminando con los guardias
supervivientes.
El pánico y la confusión se hicieron presa de
la guardia quien al ver a sus enemigos tan agresivos y tras ese inexplicable fenómeno,
iban cayendo sin dificultad. Parecía que alguien les hubiera hecho
completamente inmunes a sus heridas y razón.
Cuando el número de aqueos crecía en
detrimento de la guardia, que retrocedía hasta la puerta del trono. Diomedes
abrió ésta para luchar y dar coraje a sus hombres. Desde la lejanía Heracles podía ver como los
aqueos eran barridos sin dificultad por una gran masa de estruendoso ruido y
entonces lo vio:
Sobre
su carro el gigante Diomedes se encontraba con su espada y un arquero
respaldándole. Tirando del carro las dos
codiciadas yeguas que desgarraban con sus mandíbulas a todo el que se acercaba
al carro de su dueño. Verdaderamente era escalofriante aquel rey de oscura
armadura y gigantescas proporciones equiparables a las de un cíclope.
—
¡Heracles! — Gritó con ronca voz el rey. – Si quieres mis yeguas
ven a cogerlas.
El héroe se abrió paso hasta el rey derrotando
con su maza a todo guardia que le atacaba. Cubierto de sangre, polvo y sudor
apareció frente al carro.
—
¡Aquí estoy! — dijo el héroe. — Acabemos con esto de una vez. Me
estás costando mucho sanguinario monstruo.
El carro se lanzó hacia él sin demora.
Heracles esquivó de un salto las mandíbulas de las yeguas y dando una vuelta de
campana sobre el suelo su maza hizo añicos la rueda derecha del carro. Golpeó
los talones del arquero que cayó derribado dejando al rey sin guarda espaldas y
un carro sin rueda que no podía seguir rodando.
—
¡Está bien! — dijo el rey. — Veamos cómo te las apañas ahora.
Cortando las riendas de sus yeguas una de
ellas salió disparada hacia el héroe y la otra la utilizó el rey de montura
lanzándose contra el héroe también. Heracles cerró el puño e hincándose lo
golpeó contra el suelo.
¡¡COLMILLO
RELÁMPAGO!!
Saliendo
del suelo incontables rayos, ambas yeguas desconcertadas se desbocaron. La más
atrasada expulsó violentamente a su jinete, cayendo el rey al suelo. Alrededor
de la batalla los guardias y aqueos seguían luchando entre ellos ajenos al
duelo de sus líderes.
Diomedes
se levantó muy furioso y miró a Heracles quien incorporándose dijo.
—
Deja de prolongar esto Diomedes. He estado esperando toda mi vida
para poder mostrar mis poderes reales contra otro hijo de dioses como tú.
Diomedes
rio.
—
El viejo Quirón te ha desvelado muy bien el auténtico poder que
poseemos los hijos de dioses, pero muchos años de experiencia nos separan a ti
y a mí. Yo tengo más práctica y dominio de los mismos.
—
No me subestimes. Tú eres hijo de Ares, pero yo soy hijo de Zeus.
—
Te exterminaré en un santiamén engreído jovenzuelo.
En
Ponto Hermes estaba absolutamente abrumado. Heracles con aquellas dos técnicas
había proyectado un gran cosmos que ahora estaba creciendo a la vez que el
héroe aumentaba su concentración. Asimismo, podía sentir el cosmos de Diomedes.
“Ahora
es mi oportunidad. Las proyecciones de los cosmos de esos dos ocultarán el mío
por un buen rato y Ares no detectará mis movimientos.”
Pentesilea,
que seguía jugueteando con Opi notó al rehén extraño y le preguntó que le
ocurría. Hermes mostró una pícara sonrisa y alzando ambas manos frente a la
princesa ésta comprobó que las cuerdas habían sido partidas como si las
hubieran quemado.
—
¡No puede ser! — dijo ella
Hermes
posó su mano sobre la hermosa cara de Pentesilea y la atrapó entre sus brazos
en el más absoluto silencio y rapidez. Saltó hábilmente y se ocultaron detrás
de una choza.
—
Muchas gracias por tus cuidados, princesita. — Dijo Hermes
soltándola. Pentesilea se disponía a dar la alarma, pero su boca enmudeció ante
los poderes de Hermes. — no puedo consentir que ahora lo estropees todo,
después de ganarte mi favor por tus ayudas.
Entre
sus manos apareció la bolsa y sacando el caduceo lo sacudió entres sus manos.
Con un par de movimientos giratorios enfocó la redondeada esfera en los irises
de la princesa y ésta se quedó quieta por la hipnosis.
—
No sabes cómo me he escapado, ni quien soy y no sabes de mi
cayado.
Volviendo
a ocultar su báculo vio Hermes como Pentesilea caía desmayada. La tomó en
brazos y la apoyó sobre la pared cuidadoso.
—
Tal vez nos volvamos a ver, preciosa, me has agradado mucho y eres
muy hermosa.
Dicho
esto, saltó por la empalizada con Opi en los talones que se transformó en mujer
nuevamente.
—
¡Ha sido maravilloso, mi señor! — Dijo la ninfa abrazándole y
dándole besos—
—
Opi vuelve al bosque y déjame solo.
—
Pero…
—
Es una orden. — dijo el dios muy autoritario.
Opi
lo miró dolida, pero obedeció.
—
Mi señor permitirme una última proposición antes de irme.
—
Dila.
—
Si recuperáis vuestra forma original os recuperaréis de vuestras
heridas más rápidamente.
—
Gracias por tu consejo y preocupación. Ahora obedece.
Opi
asintió y se fue al bosque otra vez. Hermes expiró hasta que oyó a Alcipe
decir.
—
¿Qué ha pasado aquí? ¿Dónde está el rehén?
Hermes
se escapó antes de que lo vieran hacia el santuario de Tracia, su próximo
destino.
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