Ya se había alzado el sol cuando Heracles y sus hombres
llegaron a las puertas de Ponto, donde las amazonas en estado de alarma les
esperaban. El héroe se quedó muy sorprendido por el inmenso silencio de la
tribu, lo cual no le parecía de fiar.
Mandó a sus hombres que se alejaran de la puerta y avanzó él solo hasta
los muros. No tardaron éstos en bañar al
héroe de una lluvia de flechas dispuestas a acribillarle, pero el hijo de Zeus,
quien ya se lo esperaba, encendió el cosmos dorado que ya había sido
descubierto contra Diomedes y envió un plasma relámpago que partió y quemó las
flechas que le atacaban, ante la atónita mirada de las amazonas y la general
Alcipe. No obstante, ésta no desistió y
envió otro ataque que fue desechado de la misma forma. Heracles intentó hacer
entrar en razón a las amazonas diciendo que solo quería hablar y que no
gastaran sus energías, pues recibirían la misma respuesta.
Alcipe siguió en sus trece, hasta que el héroe
harto de la actitud agresiva de las guerreras de Ares, se lanzó con su explosión
fotónica contra la sólida puerta de la aldea, que se abrió sin que pudieran
reaccionar las habitantes de la misma.
Alcipe gritó a sus guerreras para que atacaran al intruso. Teseo, Peleo
y Yolao entraron en acción para ayudar a su líder y amigo, teniendo lugar una
violenta batalla en Ponto.
Pentesilea, quien permanecía orante ante la
estatua de Artemis, corrió en el momento que oyó el estruendo de la puerta y
desenvainando la espada se lanzó a la fuerte y alta figura que vestía el león
de Nemea. Heracles se vio así luchando contra las dos amazonas más poderosas
que se encontraban en ese momento en Ponto. Ninguna de las dos era suficiente
para contener la fuerza de Heracles. Alcipe quedó desarmada cayendo al suelo,
pero el héroe no la remató intentando defenderse contra Pentesilea que cayó
igualmente desarmada.
Heracles la apuntó con la espada al cuello y
le dijo.
—
¿Acaso no eres tú Hipólita? El brazalete que llevas te distingue
del resto. – Pentesilea miró al héroe extrañada arrastrándose hacia atrás
presionada por la hoja de la espada. — Tengo a tu general Alcipe en mi poder.
Antes de que pudiera reaccionar Pentesilea,
fue la misma Alcipe quien se abalanzó sobre el héroe para herirle en la baja
axila. Pentesilea la intentó retener; pero no fue tan rápida como Teseo, quien
hirió a la general gravemente antes de que saliera herido su amigo. Pentesilea
corrió llorando al encuentro de Alcipe temiendo que no despertara y la abrazó.
La batalla se detuvo en ese momento, Heracles bajó la espada de Teseo e hizo
una señal a sus hombres para que dejaran de atacar.
—
Ya tendrás tiempo de llorar la muerte de tu compañera, pero si no
quieres que corra más sangre déjame hablar. — Dijo Heracles. Pentesilea le
dirigió una mirada llena de ira y lágrimas y le dijo.
—
Eres un estúpido. ¡Ella es Alcipe! Y también es mi hermana de
sangre junto a Hipólita.
—
¿Alcipe dices? — Dijo Peleo. — ¿Entonces quiénes son nuestras
rehenes?
Heracles se sacó el casco del león para dejar
respirar su dorado cabello e intentar aclarar el malentendido.
—
Los rehenes entonces son Hipólita y otras dos cuyo nombre no conocemos.
— Dijo Heracles destapando la estratagema de la reina de las amazonas.
—
Melanipa y Tebe se llaman. — Dijo Pentesilea levantándose. — Te
mintieron para mantener su seguridad.
—
Pues mira qué reina tan astuta tenéis. — Dijo burlonamente Yolao.
— Su genial idea ha provocado que mueran vuestras hermanas hoy.
—
¡¡Yolao!!— Exclamó Teseo compadecido por el amor de las hermanas.
—
Está bien, tú debes ser entonces Pentesilea. — Dijo Heracles. —
Esta absurda batalla no ha tenido más culpa que la vuestra por querer luchar
sin haber querido hablar antes. Yo no
quería herir a nadie hoy. Yo y mis hombres hemos tenido bastante después de la
cruenta y durísima lucha con Diomedes.
Nuestras bajas han sido cuantiosas, y lo más grave, muchas víctimas
habían venido voluntariamente a ayudarme por ser quien soy.
—
Heracles…— Dijo Peleo compadecido de sus compañeros muertos en
batalla.
—
Lo único que deseo es terminar las doce pruebas de Euristeo cuanto
antes.
—
¿Y qué tiene que ver eso con nosotras? — dijo Pentesilea.
—
Mi novena prueba es tomar el cinturón de Hipólita para la hija de
Euristeo, que va a casarse dentro de poco.
—
¿El cinturón que nuestro padre le regaló cuando se convirtió en
reina?
—
Ese mismo.
—
Ese cinturón es el símbolo real de mi hermana, siempre lo lleva
ceñido. Debería llevarlo en este momento.
—
¡Genial! — Protestó Yolao. — Menuda pérdida de tiempo y vidas.
—
¡Deja de protestar, Yolao! si quieres, da media vuelta y regresa.
— Le llamó la atención, Peleo.
—
¿Crees que tu hermana será capaz de aceptar darme el cinturón sin
tener que batallar contra ella? — Dijo Heracles.
—
Después de saber lo que ha ocurrido, es posible; pero mi hermana
es impredecible a no ser que se lo diga alguien de confianza.
—
¿Alguien de confianza como tú? — Dijo Teseo.
—
Puede ser. — Dijo la princesa amazona.
—
¿Accederías a venir con nosotros y decírselo tú misma? — Le
preguntó Heracles. Algunas amazonas
estuvieron dispuestas a responder aquello con otro espadazo, pero Pentesilea
les hizo una señal para que se tranquilizaran.
—
¿Y quién me garantiza a mí que llegaré sana y salva hasta mi
hermana y no me ejecutaréis antes? En el peor de los casos, nos podríais
ejecutar a ambas dejando a las amazonas desamparadas sin su reina y la
heredera…
—
¡Por el amor de Ares! ¡Calla Pentesilea! — Dijo Alcipe, quien
había despertado después del golpe pero que seguía malherida. Pentesilea fue al
encuentro de su hermana feliz de que aún estuviera viva.
—
Si accedes a venir con nosotros, le pediré expresamente a Asclepio
que venga a curar la herida de Alcipe. – Dijo Heracles.
—
¿Acaso conoces a Asclepio? — Dijo Pentesilea.
—
Es uno de los familiares con el que mejor me llevo. — Sonrió Heracles.
— Además no creo que se niegue habiéndoselo pedido yo y sabiendo que se trata
de una hija de Ares.
—
Entonces accedo. — Dijo Pentesilea levantándose resuelta. Alcipe protestó,
pero la princesa le tomó de la mano. — No nos queda otra. No quiero que muera
mi hermana y la mejor guerrera de las amazonas que tenemos.
—
¡Sigues siendo tan ingenua como siempre! — Dijo Alcipe.
—
Tú aguanta mi regreso, pronto te darás cuenta que el ser una buena
líder no siempre se trata de ser la mejor luchadora. — Pentesilea volvió a
dirigirse a Heracles. – Además, Heracles me dará su palabra de que traerá al
serpentario y liberará a la reina y a las demás, cuando consiga el cinto.
—
Te doy mi palabra. Al contrario que tu hermana, yo sí la cumplo.
—
Entonces iré a por el caballo y mi armadura. Emprenderemos el
viaje enseguida.
Pentesilea se dirigió a su tienda. Heracles
miró a Alcipe y se acercó a ella. La
testaruda amazona quiso tomar la espada, pero Teseo de una patada la alejó de
su dueña. Heracles extendió las manos sobre la herida de la general y cerró los
ojos. La amazona vio como le iluminaba un aura dorada y ésta le envolvió a ella
sintiendo un cálido aire a su alrededor. Después Heracles volvió a ponerse de
pie.
—
Te acabo de infundir un poco de energía, que te ayudará aguantar
todo lo posible hasta que Asclepio llegue.
En ese instante Pentesilea llegó al trote de su
caballo hasta ellos. Con su armadura de hierro y azul parecía más poderosa y
peligrosa.
Yolao había traído los caballos hasta sus
compañeros, quienes montaron y salieron de Ponto. Pentesilea, antes de que se
cerraran las puertas de su aldea, miró a Alcipe levantada por seis amazonas.
—
Te prometo que te salvaré, hermana. — Dijo Pentesilea.
Se perdió en el bosque al encuentro de los
caballeros y Heracles.
Aquel día Hermes se había levantado de la cama
más contento que de costumbre por un lado y más triste por otro. Contento,
porque Zeus le había dejado menos trabajo aquel día, delegando sus funciones a
Iris; pero triste porque era su cumpleaños y era un año más viejo. Se miró al espejo para lavarse la cara,
cuando sus doncellas entraron a felicitarle y llevarle a su abundante desayuno.
Cuando el dios vio el banquete se le quitaron las penas y lo engulló bajo las
atenciones de las hermosas mujeres que le servían en su templo. Tendría la mañana ocupada, pero después de
llevar las almas al Hades, tenía toda una larga tarde libre por delante. Ya le habían anunciado al dios que se acercara
a Arcadia donde su madre le esperaba para darle su regalo. Era 9 de junio y el
dios cumplía su segundo milenio.
A la hora del almuerzo Heracles, sus hombres y
Pentesilea, pescaron algunas truchas de río y descansaron. El reino de Diomedes
estaba más cerca, pero su campamento se encontraba más allá. Un día total de
camino era lo que tardaban. Teseo, Yolao y Peleo miraban con una enorme
curiosidad a Pentesilea. Nunca habían tratado con una amazona tan de cerca. A
simple vista era una mujer incluso más hermosa que las de costumbre, pero la
armadura no le daba un aire recatado y presumido para nada.
—
¿Es muy pesada esa armadura? — dijo Yolao provocando la risa de
Peleo y Teseo. Pentesilea miró a
aquellos hombres desafiante. Heracles mantuvo el silencio, aunque no por ello atento
a lo que podía responder la amazona.
—
Llevamos armadura desde los seis años para acostumbrarnos a su
peso, y empuñamos nuestra primera arma incluso antes. — Contestó ella
—
¿No son esos juegos muy peligrosos para niñas? — Pentesilea se
levantó de golpe, al igual que Yolao con la mano en la empuñadura de la espada.
El héroe les ordenó a ambos que se sentaran. Yolao lo hizo primero.
—
Se nota que no tratan con mujeres muy a menudo, ¿verdad? — Bromeó
Heracles, protestando Teseo.
—
¡Y mucho menos con amazonas! —
Espetó Pentesilea volviéndose a sentar. — A fin de cuentas, ya sé que
los hombres os comportáis como bestias en celo constantemente.
—
¿Acaso nos guardáis algún tipo de rencor? — Dijo Yolao. — Así nos
hicieron los dioses, protéstales a ellos.
—
Los dioses tienen cosas más importantes que hacer. — dijo Peleo
con la vista perdida.
—
Cómo Tetis ¿cierto? — Peleo miro a Yolao furioso.
—
Eres muy irritante, ¿te lo había dicho? — Dijo Peleo.
Yolao se echó a reír y se dirigió a
Pentesilea.
— ¿Sabes qué
Pentesilea?, así como le ves tan educado y recatado, Peleo pierde la cordura a
ver a la oceánida de Lemnos. Ella ya le ha dado calabazas en varias ocasiones,
pero él sigue insistiendo. — ¡¡Cállate!!— Protestó Peleo. — Además no me ha dado calabazas aún.
— No que va, solo se viene a transformar en un animal veloz distinto cada vez que se le acerca, para ocultarse en el bosque y que no la encuentre. — Dijo Teseo.
Los tres,
incluyendo Heracles, se echaron a reír.
—
Algún día conseguiré ser lo suficientemente audaz y veloz para
alcanzarla antes de que lo vuelva a hacer. Lo haré antes de subir al trono de
Ftía y la haré a ella también reina. — Dijo Peleo. — De todas formas, no
deberías seguir el juego a este descerebrado, Teseo. Centrarte en encontrar a
tu padre pronto.
—
¿Tu padre? — dijo Pentesilea.
—
Sí. — dijo Teseo.
—
¿Y quién es?
—
Hace unos meses atrás. — Siguió Teseo. — Mi madre me llevó a una
roca que reposa a los pies de los jardines de sus aposentos y me dijo que la
levantara. Encontré esta espada y estas sandalias. Me dijo que con ellas fuera
al encuentro de mi padre, quien me reconocería al llevarlas conmigo cuando
llegara a Atenas.
—
¿Y no sabes su nombre?
—
No
—
¿Y cómo estás seguro de que no se ha ido de allí o ha muerto ya?
—
Estoy seguro que nada de eso ha sucedido.
—
Pero…
—
¡Es todo lo que sé! — Dijo alzando la voz Teseo, ante la sorpresa
de la amazona que no se imaginaba semejante carácter en él.
—
No te molestes. — Dijo Yolao— Siempre se pone igual cuando le
hablan de su padre. Es mejor no sacar el tema.
Pentesilea miró
escéptica a Teseo, su sexto sentido le decía que algo ocultaba el guerrero,
pero que por más que le insistieran no iba a decirlo, así que desistió
continuar.
—
Me lo encontré durante mi misión del toro de Creta. — Dijo
Heracles, intentando solventar la leve tensión que se percibía en el ambiente.
— y fue uno de los que vino enseguida cuando pedí voluntarios para enfrentarme
a Diomedes. Es un chico prometedor. — Dijo Heracles acariciándole la espesa
cabellera negra.
Teseo pareció calmarse y sonrió ante aquél
gesto tan fraternal de Heracles.
—
¿Un chico? ¿Qué edad tienes? — preguntó Pentesilea, pues Teseo
parecía bastante más hombre que Heracles.
—
He cumplido diecisiete años. — Contestó.
Pentesilea se atragantó con el pescado ante
las risas de los tres.
—
Así es. — prosiguió Heracles. —
cuando lo conocí estuve a punto de confundirle con el toro que buscaba
por su descomunal fuerza.
—
Pero no pude vencerte, Heracles, eres el más fuerte.
—
Sí bueno, es cuestión de experiencia y más entrenamientos que los
que has recibido tú.
¿Qué le pasaba en ese momento a Pentesilea?
¿Empezaba a simpatizar con aquellos hombres? Al compartir su conversación con
ellos, se estaba dando cuenta que muy posiblemente no todo lo que le habían
enseñado desde pequeña acerca de los hombres era siempre cierto. La amazona preguntó
sin titubear.
—
Así que hay un hijo de dios, otro de rey y uno cuyo padre está por
descubrirse. ¿Qué ascendencia tiene el
tercero y más cómico? ¿Acaso no será un sátiro?
Yolao se enfadó otra vez dándose por aludido y
fue a atacar a Pentesilea. Heracles tiró de su cinto y lo sentó a la fuerza.
—
Él es mi irascible sobrino. — contestó el héroe. — Todavía le
estoy enseñando a ser un caballero; aunque creo que es un caso perdido…
Heracles se levantó cuando hubo tranquilizado
a Yolao con su cuenco y se dirigió al río.
—
Le acompañáis porque le admiráis ¿no es cierto? — dijo Pentesilea
—
Algún día quiero ser como él. — Dijo Yolao.
—
Pues te queda un largo camino por delante. — dijo Peleo.
—
Todos queremos aprender de él. — dijo Teseo. — ¿Acaso no has visto
el poder que tiene?
—
Cuando conoces a Heracles por primera vez, piensas que es un héroe
cargado de vanidad y ambicioso, pero cuando pasas tiempo con él, te das cuenta
de la nobleza de sus sentimientos. Es un gran guerrero y una gran persona también.
— terminó Peleo.
Heracles enjuagó el plato en el río. Cuando lo
hubo limpiado lo usó para beber agua. Mirando pensativo el pequeño buche que le
quedaba, vio en su reflejo unos grandes y alegres ojos verdes asomándose por su
hombro. Se giró el héroe descubriendo a una pequeña mujer alada que le
sonreía. Heracles no sabía cómo
reaccionar ante esa criatura, no pudiendo percibir sus intenciones y paralizado
por su peculiaridad. La mujer alada le dio un beso en la nariz, haciéndole
ruborizar.
—
Alégrate hijo de Zeus, hoy y en adelante la suerte te sonreirá. No
me moveré de tu lado asegurando todas tus victorias.
—
¿Victorias? — Heracles rio. — Las victorias las gano yo mismo sin
confiar en suerte alguna. No sé qué ha venido a hacer una extraña y diminuta
criatura como tú aquí.
—
¿Extraña y diminuta? — dijo la alada ofendida. — ¿Acaso no sabes
quién soy?
—
Me temo que no…— Dijo el héroe encogiéndose de hombros.
—
¡Niké! — Exclamó una voz en la arboleda. Cuando se giraron ambos,
vieron a Pentesilea.
—
¿Niké? — Dijo Heracles igual de ignorante.
—
Ella es la diosa de la victoria. – explicó la amazona. Después se
dirigió a la diosa — pero pensaba que estabas con mi padre, Ares. ¿Acaso ya no
le sigues?
Niké comenzó a ponerse roja de ira al volver a
escuchar el nombre de su raptor y le dijo con voz chillona a la amazona.
—
¡No vuelvas a mencionarme a ese monstruo nunca más! Si de mí
dependiera decidir quién entra en el Tártaro, tu padre sería el primero de mi lista.
— Pentesilea contempló como le señalaba la explosiva diosa con su dedo acusador.
— ¿Qué haces con una amazona, Heracles? No son buena compañía para un héroe
guapo y fuerte como tú. Son unas resentidas y tan peligrosas como su padre.
Pentesilea protestó. Heracles se puso de pie.
—
¿Pueden dejar las señoritas su pelea de gatitas? — dijo el héroe.
— No sé quién eres tú, pequeña duendecilla; pero nos queda un largo viaje hasta
el campamento y mi pronto regreso a Argos. No tengo todo el día para perderlo escuchándoos.
El héroe se dirigió junto a sus compañeros
perseguido por Niké.
—
Eres terco, pero si tan convencido estás de tus victorias, no perderé
la oportunidad de verlas en persona. Nunca sabes cuándo te empezarán a fallar
tus talentos y requerirás de mi ayuda.
Heracles miro incrédulo. Niké le había guiñado el ojo cómplice y simpática,
pero seguía sin convencerle. Al final se resignó y le dijo que hiciera cuanto
quisiera siempre que no le entorpeciera en sus objetivos. Niké lo tomó como un
sí y cuando cabalgaron los cuatro, ella se sentó en la hombrera de hijo de Zeus
sonriente. Al fin había encontrado
alguien a quien acompañar, y no solo era un valeroso guerrero sino también muy
guapo.
Hermes vio marcharse al grupo entre las ramas
de los árboles de camino a la Arcadia.
—
Teniendo a Niké como aliado, no habrá quien frene a Heracles ahora.
Al menos, esta vez; creo que la diosa caprichosa ha elegido bien.
Centró sus ojos en el jovencísimo Teseo. Le
reconoció pues ya les había llegado a sus oídos algunas de sus hazañas. Sin embargo,
no era eso lo que más llamaba la atención al mensajero de los dioses, sino que
parecía percibir un enorme poder en él. ¿Sería otro cosmos? Pero de ser cierto,
¿Teseo era hijo directo de un dios?
Antes de detenerse a buscar una respuesta, se dio cuenta que su madre
andaría esperándole y decidió seguir adelante sin demorarse más. Su media
jornada había terminado y le esperaba una larga tarde libre.
Cuando Hermes llegó a Arcadia a encontrarse
con su madre, ésta le llevó al bosque pese a la impaciencia del dios por saber
qué obsequio recibiría. Al llegar a un claro, habían preparado un enorme
banquete al aire libre. Las ninfas que le servían se encontraban ahí, entre
ellas Opi de conejo. Su hijo Pan, presidía con los faunos y Solís de tortuga
junto al resto de sus caballeros también.
El séquito de Hermes, y los caballeros que le
servían no eran demasiados, pero eran muy fieles. Sus labores no solían llegar
más allá que el espionaje, mantener la reserva del bosque y proteger a su madre
Maya, ante posibles amenazas de Hera. Su séquito también se extendía a su
templo en el Monte Olimpo, el cual en esos momentos estaba cerrándose para
acompañar a su dios en su cumpleaños. Iris era la que se encargaría de cerrarlo
al terminar las últimas labores de mensajería que le habían sido delegadas para
que descansara su jefe.
Las tres gracias también se unieron a la
fiesta. Más tarde vendrían Afrodita, Eros, Apolo y Artemis quienes disfrutaban
mucho de la compañía del dios. Hefestos también había sido invitado, debido a
la simpatía que le tenía Hermes, pero no había confirmado su asistencia aún;
probablemente porque no deseaba encontrarse con su ex mujer Afrodita. Sin
embargo, Hermes estaba deseando que acudiera, pues, aunque el dios de los
artesanos era una persona muy poco amigable, cuando bebía era realmente
divertido e ingenioso. Su personalidad cambiaba completamente.
Hermes se sentía complacido de que le
homenajearan sus más allegados. Del mismo modo, no había nadie en el Olimpo que
disfrutara tanto las fiestas y banquetes como lo hacía él.
En la mesa había comida para todos los gustos.
Ciervo asado exquisito acompañado por unas guarniciones de verduras asadas.
Rodaballo al limón y sal. Unas deliciosas chuletas de cordero, pinchos de
pechuga de pavo, cebolla y pimientos. Huevos de codornices, un revuelto de
setas. gambas, langostinos y carabineros a la plancha. Langostas, bogavantes,
cigalas y nécoras cocidas. El tradicional arroz envuelto en hoja de parra.
Ensaladas de todas clases con los ingredientes más frescos de la tierra,
aliñados con aceite de oliva y un cremoso yogurt para acompañar. Frutas,
dátiles con Bacon, crujientes delicias de queso con espinacas, berenjena con
tomate al horno y un sinfín de platos más.
Bebían vino.
Hermes se sentó en el centro de la larga mesa,
presidiendo. A sus lados había cuatro sitios libres para sus hermanos. Su madre
y su hijo Pan se sentaron juntos en el otro extremo de la mesa. En los laterales se sentarían los caballeros,
ninfas, sátiros y las gracias.
Afrodita y Eros, no tardaron mucho en llegar.
La diosa del amor se había puesto un delicado y hermoso vestido velado blanco,
que dejaba insinuar los encantos por lo que la habían llamado diosa de la
sensualidad. Un manto rosa pálido le caía por los hombros y espalda, con unos
meandros bordados en el dobladillo en oro y plata. Se había recogido sus
adorables y perfumados rizos rubios en un moño estudiosamente caído y una tiara
de bonitas flores adornaba la parte superior de su cabeza. Afrodita se sentó a
la izquierda de Hermes quien no había podido cesar de mirarla desde que entró
en el claro. Eros se sentó junto a su madre. La diosa del amor, como no era
ajena a su irresistible seducción le dedicó una de sus mejores sonrisas. Hermes
se levantó para acercarle el asiento caballerosamente y se sentó después.
—
¿Vienes de ver a algún pastor o joven doncel? — Le dijo Hermes.
—
Sabes que adoro pasear tanto como tú por los bosques de Grecia,
pero esta vez después de mi cotidiano baño de rosas y mis sesiones de
relajación, vine aquí. No iba a perderme tu cumpleaños.
—
Ya veo…— Dijo Hermes sonriendo apoyando pícaro su mejilla en el
dorso de la mano. — ¿y tan hermosas galas te has puesto para mí? — Afrodita
emitió una suave risa que sonrojó aún más sus hermosos pómulos. Miró a Hermes,
con las azules pupilas brillando.
—
Pon un poco de vino en esta copa de momento y ya veremos…— dijo la
diosa acercando la copa a Hermes.
Antes de que este pudiera obedecerla una mano
tomo la jarra antes que él. Cuando se giró vio que había sido su servicio.
—
Déjenos a nosotros el trabajo duro y disfrute. — Hermes sonrió a
Acadia una de sus doncellas del Olimpo.
—
Pues así sea y llena mi copa y la de esta hermosa diosa hasta
arriba. Brindaré con ella.
Acadia llenó las copas y Hermes las puso entre
los dos.
—
¿Por qué brindaremos?
—
Brindemos por este día tan importante en el que cumplo mi segundo
milenio.
Iniciada la comida los mellizos de Latona
habían llegado por separado. Apolo llegó
antes que su hermana. El dios de las artes salió al claro con el arco a su
hombro y el carcaj con sus flechas. Las ninfas centraron su vista en el apuesto
hijo de Zeus, que había deslumbrado su entrada en la fiesta al mismo sol que ya
se disponía a descender. Su cabello
castaño claro tenía reflejos cobrizos que eran acentuados por los rayos anaranjados
que lo bañaban entre las hojas. Caminó
hacia la mesa y le dio un golpe a Hermes en el hombro, quien estaba atendiendo
la conversación de Afrodita.
—
Espero que el ciervo esté bueno. Mi hermana y yo hemos puesto
mucho interés en cazarlo. — le dijo Apolo a Hermes
—
El ciervo está buenísimo, gracias. — Dio Hermes.
Apolo se sentó a la derecha de Hermes y
descargó el arco y carcaj a los pies de su asiento. También puso ahí la bolsa donde llevaba la
lira que un día le diera Hermes. No iba a dejar pasar la noche sin recitar
algo. Saludando a Afrodita y su hijo, tomó la copa recién servida de vino y
bebió un sorbo mientras miraba a algunas ninfas y sátiros danzando.
Artemis llegó al poco rato con dos de sus más
cercanas amigas y se unieron a la fiesta. Se
sentaron al lado de Apolo. La fiesta continuó hasta bien entrada la
noche. Cuando estaban todos bastante divertidos del vino, un aurea helada
invadió el calor primaveral. Un hombre había entrado cojeando en el claro. Se
trataba de Hefestos, que había esperado a que todos sus trabajadores dejaran la
fragua para acercarse un rato, para felicitar a su hermano.
Se había detenido a mirar donde danzaban
algunos comensales al son de la canción recitada por Apolo y acompañada por Pan
a la Flauta y Hermes a la percusión. En una de sus geniales ideas, el mensajero
de los dioses, había unido unas cuantas copas, una más llenas de vino que otras
y las golpeaba con suavidad con los cubiertos.
Estaban relatando una divertida historia de un rey que se había hecho
pasar por campesino para poder entrar en secreto en una boda y burlarse del
novio para tomar a la novia antes que él.
Los ojos del visitante se centraron
inevitablemente en Afrodita quien bailaba divertida con las gracias riéndose a
carcajadas de la pícara historia. El
visitante tenía miedo de encontrarse con ella, pero ya su helado corazón no
podía sentir nada por aquella hermosa mujer. Mucho tiempo había pasado ya desde
la infidelidad de ésta y no había el dios vuelto amar a nadie para que se
derritiera el hielo de sus sentimientos.
Avanzó más tranquilo al saber que su reacción había sido insípida.
Hermes detectó el frío como un radar. Le
agradaba la sensación que le provocaba en su sangre merculina. Al levantar la vista vio a la figura y en
seguida supo quién era. Se levantó dejando la percusión mientras los otros dos
seguían con su relato. Cuando Hefestos le vio acercarse le sonrió y dejo que le
agitara su ebrio hermano menor, quien le pasó un brazo por el cuello diciendo:
—
¡Bienvenido! esperaba con ansias que vinieras al final y parece
que se ha concedido mi deseo. – Le ofreció la copa de vino que tenía en su mano
y Hefestos bebió. En ese momento su helada expresión comenzó a suavizarse. El
dios de los artesanos tenía una especial sensibilidad al alcohol, pero que le
hacía muy divertido.
En la noche llegaron Heracles y sus hombres
junto a Pentesilea al campamento. Los médicos trabajaban a destajo en los
heridos que se habían acumulado tras las batallas contra Diomedes. Habían ido a
ayudar a Heracles, hombres de todas las edades, sin importarles lo más mínimo
las secuelas que pudieran sufrir, con tal de seguir al héroe más admirado y
conocido del mundo de los hombres. Todos esperaban pasar tiempo con él y
aprender con él. Heracles se había ganado admiradores por todas partes,
convirtiéndose en un ídolo de masas.
—
Ves lo que te decía de Heracles antes, Pentesilea. — dijo Peleo.
Pentesilea miró a Heracles, quien descabalgó y comenzó a saludar a los heridos,
sabiendo que su mínima atención era un alivio para ellos. — Cualquier otro ni
los miraba, pero Heracles es distinto a lo que todos percibimos.
—
¿Dónde está mi hermana? — dijo Pentesilea intentando evitar que se
notara su conmoción al ver tanto herido a su alrededor y como si no le
importara lo que hiciera Heracles.
—
Está bien. — Dijo Peleo. — Le diré a Heracles que te las voy a
enseñar.
Después de consultar Peleo con Heracles, éste
asintió y llevo a Pentesilea ante su hermana y sus escoltas.
—
¿Qué haces aquí, Pentesilea? — Le dijo Hipólita.
—
Heracles me ha guiado hasta aquí.
—
Pero…
—
Cuando dijiste que eras Alcipe ellos vinieron para hablar, pero
nuestra hermana no le dio pie a la conversación. Han muerto algunas de nosotras
en la batalla, Hipólita, y se ha revelado tu estrategia.
—
¿Cuántas han muerto?
—
No lo sé con exactitud, pero Alcipe está gravemente herida.
Heracles me ha propuesto llamar a Asclepio para ayudarla, si venía a hablar
contigo.
—
¿Cómo eres tan imprudente de venir tú sola? — Le regañó Hipólita.
—
Ella a diferencia del resto sí cree en el diálogo y la paz,
Hipólita. Deberías aprender algo de tu hermana pequeña. — Hipólita miró hacia
donde había escuchado a aquello y vio a Heracles, quien se acercó a las
hermanas quitándose el león de Nemea.
—
¡No me creo que quieras ayudar a mi raza! — Espetó Hipólita.
—
A veces pecas de desconfiada. ¿qué iba yo a tener en contra de las
amazonas si nunca me han hecho ningún daño? Atacamos para defendernos, sino
hubiésemos muerto todos como pasó con Talco. En lugar de actuar tan
impulsivamente, deberías pensar más las cosas.
—
¡Cállate! ¿qué sabrás tú? Eres más un ídolo que un auténtico guerrero.
— Heracles rio a carcajadas.
—
Sí… quiero que me hagan un hueco en la orquesta de la Acrópolis. —
respondió con ironía el héroe. — Deja hablar a tu hermana y terminaremos esto
cuanto antes.
—
¡Hipólita escucha! Heracles quiere el cinturón que te entregó
nuestro padre para completar su novena prueba. Si se lo entregas nos liberará
pacíficamente y retornará a Argos.
—
¿Y realmente te has creído esa mentira?
—
¡Ya basta! — Protestó Pentesilea. — estoy harta de que me trates
siempre como si fuera una ignorante. No lo soy y creo en este hombre. Como él
ha dicho, no tiene nada en contra nuestra.
También me preocupa nuestra hermana, es la general de Ponto, ¡Pero
también es nuestra hermana, maldita Sea! Deja de mostrar tu acritud. Te importa
tanto como a mí.
Hipólita se sorprendió ante la respuesta de
Pentesilea. Era cierto que estaba preocupada por Alcipe, pero no podía
disimular su desconfianza. En ese momento Niké vino a posar sus pequeños pies
en el fuerte brazo de Heracles quien al notarla la miró.
—
¿Ves como no hay que tratar con ellas? Son tan testarudas y
violentas como Ares. Déjame esto a mí o
sino nunca completarás tu novena prueba.
—
Pero…
—
Ve y ábreles la red. Tu gesto dará confianza a la reina. Luego
espera, enseguida vuelvo. — dicho esto Niké se fue. Heracles se quedó un poco confuso,
pero no le pareció mala idea. Ya tenía a Hipólita consigo y salvo que ésta
huyera sin darle el cinturón, no debía temer; al fin y al cabo, no sería
difícil impedirle la escapada con tantos hombres a su alrededor.
Heracles se acercó a las hermanas y de un
salto se subió al carro donde estaba la red.
—
Eres de las que si no ve las cosas no confía ¿No es cierto, Hipólita?
— dijo Heracles. Después empuñó los hilos de la red y tiró. Las amazonas
miraron como se habían inflado los bíceps del hijo de Zeus notablemente, al
ejercer su fuerza y la red cedió sin problemas.
Una red imposible de romper con tanta facilidad. Ni las espadas podían.
Cuando las amazonas se vieron libres, Heracles
bajó de un salto y se ofreció a ayudarlas a bajar del carro. Hipólita protestó bajando ella sola. Cuando
la reina se puso de pie frente a Heracles, pudo ver la gran estatura del héroe
y el volumen de su tronco. Era fuerte y perfectamente esculpido por un durísimo
entrenamiento.
—
Tan solo has de darme ese cinturón y podrás irte por tu propio
pie.
—
¿Crees que va a ser tan fácil? Cuando vea a Asclepio tendrás el
cinturón.
En ese instante se interpuso Niké frente a la
reina de las amazonas.
—
Asclepio ya está aquí. — Dijo Niké y señaló a un lado.
Cuando miraron todos encontraron al dios de la
medicina con su bastón y la serpiente.
Le hizo una reverencia a la reina.
—
En cuanto la diosa de la victoria me avisó de la situación, vine
aquí. Ahora mismo no estoy ocupado y no
me importa ayudar a los heridos que haga falta. — Dijo Asclepio. Heracles se
acercó a él con una enorme sonrisa y se abrazaron ambos. — Cómo iba a decirle
no a Heracles.
—
¿Y bien? Esa incrédula y desconfiada reina ¿va a darle el cinturón
al héroe? — dijo Niké cruzándose de brazos.
Hipólita no podía decir nada más y se quitó el
cinturón. Se acercó a Heracles y se lo entregó. Heracles lo tomó.
—
¡Gracias! — Dijo el héroe.
—
Ahora nos iremos para Ponto. — Dijo Hipólita sin más, pues se
sentía derrotada de una forma inesperada, pero Asclepio dijo.
—
Aquí hay heridos más graves que Alcipe, Hipólita. Déjame esta
noche ayudarles a ellos y partiremos mañana mismo.
—
¿Y qué hay de mi hermana? —Protestó Hipólita.
—
Tu hermana puede aguantar tres días. Sé que Heracles la ha ayudado
dándole un poco de su cosmos.
—
¿Cosmos? ¿Qué es eso? — dijo Hipólita.
—
Te aseguro que es muy bueno para su salud. No debes temer.
Descansad hoy mientras yo ayudo a estos voluntarios, y mañana nos iremos. Yo no
duermo.
—
Podéis descasar esta noche las cuatro en mi tienda. — Dijo
Heracles. Yo ayudaré a Asclepio con mis hombres toda la noche. No dormiré
tampoco.
Los hermanastros se fueron a ayudar a los
heridos. Hipólita quiso protestar, pero Niké se interpuso y la miró furiosa.
Pentesilea la calmó.
—
¡Pero y si muere esta noche! — dijo Hipólita
—
Es el dios de la medicina, nadie mejor que él puede saber.
Al día siguiente las amazonas y Asclepios
partieron a Ponto. Heracles estaba desayunando y ultimados preparativos para ir
a Argos. Niké le acompañaba en su primera comida sin dejar de mirarle. La diosa
alada, con aires de niña pequeña, se encontraba tumbada boca abajo sobre la
mesa, agitando sus pies en el aire. Heracles la miró.
—
¿Tú no comes? — Le preguntó.
—
No lo necesito mucho. Al fin y al cabo, los dioses comen por
placer. No necesitamos nada más que ambrosía para nuestro metabolismo. Yo no
hallo placer en la comida como el resto.
—
¿y no te aburres?
—
Siempre ando con alguien tan activo como yo.
—
Ya…
—
Vamos, dímelo.
—
¿Qué te diga el qué?
—
Pues gracias. Ayer traje a Asclepio hasta aquí.
—
Yo iba a traerlo también. No es muy meritorio.
—
¡Mientes! Nunca lo hubieses traído tan rápido. Aunque seas el hijo
de Zeus no tienes ese poder todavía.
—
Está bien, está bien… he de decir que me sorprendió bastante. Yo
hubiese tardado un poco más en hallarlo, pero hubiese utilizado a algún
mensajero o le hubiese pedido el favor a Hermes. Siempre me lo encuentro.
Niké sonrió y corrió a abrazar el brazo de
Heracles.
—
Tú y yo haremos un gran equipo.
—
No voy a librarme de ti tan fácilmente ¿verdad? — Dijo Heracles.
Niké negó con la cabeza. — Me lo imaginaba, pero a partir de ahora no actúes
por tu cuenta. Al menos déjame que yo te lo pida. Quiero mantener mi racha
solo.
—
Lo que tú digas mi fuerte y apuesto caballero.
—
¿Cómo has dicho? — dijo riendo Heracles.
—
¿Qué pasa? ¿hubieses preferido que te lo dijera Hipólita?
—
¿Estás celosa o algo así?
—
He visto como la miras y lo que le has dicho antes de que se
fuera. No me ha gustado… ha sonado a tonteo.
—
¿El qué? ¡ah ya! Eso que le he dicho de que nos veríamos en alguna
batalla, y que no iba a perder la oportunidad de probar mis poderes con la
reina de las amazonas.
—
Eso mismo.
—
Lo decía enserio, he oído muchas cosas acerca de ella. Si es más
buena que Pentesilea y Alcipe luchando, debe ser una rival increíble. Será
reina también por eso, me imagino.
—
No te creo. Sé que hay algo
más.
—
Bueno no voy a negarte que es muy atractiva.
Niké se enfureció y pisoteó una cuchara
manchando el rostro de Heracles. Este se limpió un poco sorprendido mientras la
veía irse. Por el camino la diosa alada se encontró con un viejo conocido.
—
¿Han herido tus sentimientos, pequeña Niké? — Cuando la diosa
alada se giró y vio a Hermes, quién le había dicho eso, contestó.
—
Creo que le gusta Hipólita. ¿Por qué ninguno se fija en mí? ¡Con
todo lo que les ayudo!
Hermes se acercó riendo y burlonamente puso
sus manos a lo largo de la estatura de la diosa.
—
Tal vez porque tienes el tamaño de un pie.
—
¡Cállate! — Después se puso la mano en la nariz. — Además estás
borracho. Apestas a vino.
—
Así es, ayer fue mi cumpleaños y lo he celebrado a lo grande.
—
¿En serio? ¡Felicidades! Iba a darte un beso, pero por la mancha de
carmín de labios que veo en tu cuello…, creo que ya tuviste tu dosis personal.
—
¡Sí! — dijo el dios risueño. — ayer se cumplió uno de mis deseos
desde que era un adolescente.
—
¿Cuál?
—
Yacer con la diosa más hermosa entre las diosas. La que hace honor
a su divinidad y belleza.
—
¡No puede ser! ¿cómo fuiste
capaz de hacerlo delante de Hefestos?
—
¿Hefestos? ¿Perdona? Él también se llevó su parte del pastel con
una de las gracias. De nada he de
arrepentirme.
Unos gritos interrumpieron la conversación.
Los dos dioses dirigieron su mirada hacia el campamento. Un hombre con el brazo
ensangrentado gritaba de dolor. Heracles apareció y preguntó qué había pasado.
—
Son las yeguas, Heracles, iba a darles el desayuno y lo
rechazaron. En su lugar se tiraron a por mi brazo.
—
Entiendo. Ve con los heridos. Asclepio ha instruido a alguno de
los médicos para curar ese brazo.
El hombre se dirigió a la enfermería mientras
Heracles llamaba a Clátiro. Le dijo a éste que trajeran el cuerpo de Diomedes.
—
No pretenderá…— Dijo Niké. — ¡No puedo creerlo!
—
Heracles dijo cuándo fue a por las yeguas, que le daría el castigo
perfecto a ese monstruo salvaje. – dijo Hermes.
—
Pero es muy ruin y mezquino.
—
¿Por qué? Diomedes lo hacía a todas horas, y lo peor, lo hacía por
placer. ¿Acaso no sabes que sus yeguas son famosas porque comen carne humana?
Además, el rey está ya muerto, no sentirá nada como las victimas que atraía a su
abominable espectáculo. ¿Puedo hacerte una pregunta Niké?
—
¡Sí claro!
—
¿Cuál es el otro poder del Cosmos?
—
¿Cómo dices?
—
Atenea me dijo algo de que cuando la energía del cosmos se une, es
capaz de hacer milagros, pero no lo entendí. Esperaba que tú, que eras la hija
de Palante, lo supieras.
—
¡Bah! mi padre era un fanfarrón. Lo cierto es que no sabía gran
cosa. Estaba todo el día haciéndose preguntas absurdas, y con eso se hacía
llamar sabio y filósofo.
—
¡Vaya! Veo que te llevabas muy bien con tu padre.
—
Mejor está donde está. Así
que Atenea te habló del cosmos máximo. Veras eso es una leyenda, nadie lo ha
visto.
—
¿Y en qué consiste esa leyenda?
—
Todos los seres de este mundo tenemos una energía que obtenemos de
las estrellas del universo. Con esa energía se puede luchar con poderes
sobrehumanos. Los dioses sabemos usarlo de forma innata.
—
¿Cabría la posibilidad qué ese don innato pudiera pasar a sus
descendientes?
—
Lo cierto es que nadie entiende el origen de ese poder. No sabemos cómo se hereda y tampoco podemos
deducir con exactitud sus efectos. No
obstante, la leyenda dice que, si se descubriera el mecanismo de su poder o se
consiguiera manejar de forma absoluta, puede ser algo increíble. Justo como un
milagro. Créeme si yo viera ese poder,
me quedaría tan deslumbrada que no podría seguir siendo tan libre como siempre.
Sería algo tan maravilloso que creo que no me podría despegar de él.
—
¿Crees que puede suceder algo así?
—
Ya te he dicho que es una leyenda.
—
Sin embargo, parece algo muy interesante y divertido. A mí también
me gustaría ver eso.
—
De todas formas ¿A qué vienen esas preguntas? ¿El alcohol también
te pone filosófico?
—
No… es simple curiosidad. Tengo que hacer algo ahora. ¡Gracias
Niké! contigo sí que se puede hablar sin tabúes. Si fueras un poco más alta,
estoy seguro que podríamos ser compatibles.
Hermes se marchó volando hacia el Olimpo,
dejando a la diosa de la victoria un poco extrañada.
No tardo en avistar el dios de los
comerciantes a Atenea en los tranquilos jardines de su templo tejiendo junto a
Palas y Caliclo. El dios aterrizó entre ellas tres que se agitaron asustadas,
pues no le esperaban. Hermes miró a las doncellas de Atenea y después a la
propia Atenea.
—
¿Qué haces, hermano? ¿Me extrañaste ayer en la fiesta de tu
cumpleaños? Ya sabes que no me gustan esas cosas y ya te felicité ayer por la mañana.
— dijo Atenea.
—
Sinceramente me hubiese encantado que nos acompañaras ayer. Sabes
que adoro las reuniones familiares.
—
Sí, sobre todo cuando el alcohol y las bellas damas lo acompañan.
— Dijo Caliclo pilla.
—
Eso también, no voy a negarlo. — Respondió el dios. — Pero esta
mañana no solo me he despertado con un año más y con un poco de resaca, parece
que la edad viene haciendo más claras mis ideas y llamándome a nuevas
sensaciones.
—
Parece que estás madurando, joven dios. — Dijo Palas también
pilla.
—
Puede ser… de todas formas, ¿puedo solicitar una audiencia con mi
hermana a solas, gentiles damas?
Atenea miró a Hermes extrañada, sin embargo,
se levantó y le indicó que fueran a su altar privado. Cuando llegaron a su
destino Atenea cerró el cortinaje de su habitación de reflexión y le preguntó
al dios que era lo que quería.
—
Niké me ha hablado de esa leyenda del cosmos máximo que tú me
explicaste a medias. Es una historia
interesante. Además, como tú también has dicho en su momento, tu armadura algo
tiene que ver con todo esto. Me muero de ganas de ver el misterio que encierra.
—
¿Entonces vas a hacerlo?
—
Lo haré.
—
Entonces puedes dejar mi armadura ya aquí.
—
¿Bromeas? Si tu armadura tiene que ver con esto, tal vez pueda
echarme una mano si se torcieran las cosas.
—
Pero…
—
Me la quedaré como pago a mis servicios.
—
¡No puedes hacer eso!
—
Sí que puedo. Si tu armadura es la llave al cosmos máximo, éste no
se abrirá hasta que entre en el juego ¿no es cierto? Por prudencia, y por ver
el límite donde llega todo. La voy a requisar.
—
¡Hermes! Una vez que se desate esto no habrá otra solución salvo
que vista esa armadura. No habrá vuelta atrás.
—
Eso lo hace todo más interesante. Valoraré yo esa escala de
peligro y la única solución que me propones. Ahora, si no te importa, después
de dormir un rato, tengo algunas sangres que robar.
Hermes salió del templo de Atenea hacia el
suyo donde le esperaba el mullido y cómodo lecho para dormir.
Tiresias se puso al lado de la diosa y le
dijo:
—
Señorita Atenea, le prometo que acumularé la suficiente fuerza
para enfrentarme contra él y traer la armadura de vuelta.
Atenea miró sorprendida a Tiresias. Ella
todavía no alcanzaba a saber que su promesa era auténtica.
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