El dolor de cabeza que impedía trabajar adecuadamente
aquel día al mensajero de los dioses, no era a causa de la celebración de su
cumpleaños, pues ya había pasado al menos cinco días de ello. La causa principal era la falta de sueño que
llevaba teniendo. Lo cierto era que urdir un plan perfecto y limpio para robar
la sangre de al menos dos descendientes de Cronos no era fácil.
Al primero que descartó era al gran Zeus. Pese
a que el dios de los ladrones había sido capaz de robar el rayo a su padre
cuando era más joven, no era el mismo caso. Robar algo visible es más fácil que
algo invisible. Los quebraderos de cabeza
que tenía el pícaro del Olimpo eran debido a esto. Sabía que cada dios guardaba su secreto de
una forma diferente.
Algunos menos prudentes guardaban la sangre en
frascos, como era el caso de Atenea, los más retorcidos, sobre algún tipo de
objeto valioso, como era el caso de Ares, quien lo hacía en las piedras de su
armadura… ambos secretos los había descubierto por casualidad. A su hermana,
porque se lo había desvelado ella, y Ares, porque no le importaba ocultarlo. En
una de sus batallas el dios de la guerra fue herido tan gravemente y se
recuperó tan rápido, que no tuvo reparos de fanfarronear al respecto del poder
de su armadura.
“Si lo pienso fríamente…,” – Comenzó a decirse
Hermes. — “Es el mejor mecanismo que existe de supervivencia. Cuanto más se
hiere a Ares atravesando su armadura y piel, la propia sangre derramada, repara
la armadura cubriendo los huecos una y otra vez. Así se asegura que nunca le destruirán
inmediatamente y puede continuar luchando hasta el final.”
Hermes sacó la piedra del casco de Ares. No se
separaba de ella, como tampoco lo hacía de la sangre y armadura de Atenea. Eran
sus objetos más preciados. Expiró el merculino
profundamente y se tendió en las confortables ramas de un peral. Arrancó una pera y la masticó ávidamente
pensando que, si llegaba más azúcar a su cabeza, tal vez el dolor desaparecería
y le haría pensar con más claridad. El
dios odiaba que su genial mente se bloqueara.
“Porque funciona mi inteligencia sin igual tan
rápidamente, mi mente se satura de tanta información. Los mensajes diarios que
debo entregar, tampoco me ayudan demasiado…”
¿Tal vez por primera vez su cuerpo sentía
algún tipo de estrés? ¿Tal vez era porque los 2000 años que llevaba a cuestas
le estaban haciendo mella?
“¡Ah no! Estoy ya senil y chocheando” Dijo
emitiendo un grito desesperado y abrazando el árbol. “No Hermes, eso es imposible.” Se reconfortó:
“Mira a tu padre, con el triple de edad que tú y sigue embarazando a mujeres
sin ayudas medicinales.” Se irguió sobre sus pies y con los brazos en jarras se
dijo. “Entonces es estrés. Estoy estresado con tanto trabajo. No se me permite
ir de vacaciones, pero ¿qué hay de malo en descansar un poquito?” Miró el sol.
Todavía le quedaba tiempo hasta el atardecer y guiar a las almas del Hades.
“Creo que sé el sitio ideal para liberar mi estrés y relajarme.” Dijo sonriendo
pícaro, antes de emprender el vuelo.
La boda de Ino y Atamante, no fue demasiado
numerosa. Pues gran parte de los habitantes del reino de Orcómeno habían
fallecido. Desde que llegó la desgracia que había asolado el hermoso Lago
Copais, propiciada por Glauco; el rey Atamante no era el mismo. El porte del
rey se había vuelto oscuro y deprimente, y otras veces la ira se apoderaba de él,
matando a los médicos y sabios que venían a solucionar la plaga de muertes y
fracasaban en su intento. Los dulces días de Orcómeno parecían estar llagando a
su fin.
Frixo y Hele se habían opuesto radicalmente a
las segundas nupcias de su padre, pues éste en medio de su locura incomprensible,
había decidido repudiar a Nefele y encerrarla en la torre frente la costa de
Eubea. Los hijos estaban presentes en
esa boda en contra de su voluntad. Tan solo el rey Egeo y Esón con su hijo
Jasón, con 11 años de edad, habían acudido. Para los monarcas vecinos era
tan sorprendente la actitud de su gran amigo y aliado Atamante, que deseaban
comprobarlo con sus propios ojos.
Los monarcas estaban preocupados por los
jóvenes mellizos de Nefele. Atamante se veía muy acaramelado, enamorado y unido
a Ino, pero los príncipes la miraban con desprecio.
—
Verdaderamente, Atamante no es el mismo de siempre. — Dijo Egeo,
asintiendo Esón.
—
Es imposible que se desenamorara tan rápidamente de su reina como
parece. En mi vida vi a un matrimonio real tan compenetrado. Se amaban y se
apoyaban el uno al otro.
—
Sí, es cierto. Además, Atamante siempre odió a Ino porque era una
mujer muy peligrosa. No le daba confianza alguna.
—
Creo que ha pasado algo extraño aquí. Mucho me temo que Poseidón
haya metido su tridente en esto.
—
Esón, ¿Por qué has traído a tu hijo? No es lo común. Debería
haberse quedado en tu palacio.
—
¡No puedo abandonarlo, Egeo!
Mi mente se ha nublado de obsesiones. Pelias sigue presionándome y
aunque no lo ha dicho, sé que desea fervientemente la muerte de mi hijo para
apoderarse de mi corona.
—
¿Pero no había dejado a los ejércitos de Ares?
—
Eso creía yo… pero no es así. Mis espías me han informado que
sigue trabajando para él.
—
Es toda una sucia artimaña para recuperar tu confianza. Es justo
como actúan esos despreciables Palantines con respecto a mi trono. Estamos
rodeados de enemigos, mi estimado Esón, y lo más crudo…, nuestros aliados y
amigos caen uno tras otro. No tenemos apoyos ni héroes que ayuden a sus
monarcas a traer la paz.
El príncipe Frixo se levantó de golpe de la
mesa.
—
¡No lo soporto más! — Exclamó antes de irse. Hele intentó
detenerle y corrió tras él. Lo vio llorando de rabia mirando la lejana torre
donde estaba su madre.
—
¡Frixo debemos volver! No querrás encender la ira de nuestro
padre.
—
¡¿Acaso no te importa?!Nuestra madre ha sido repudiada y
maltratada injustamente por nuestro padre. Ahora está ahí sola sin nadie e Ino
se retoza con el rey y lleva la corona en sus sienes. Ha hecho del palacio una
cueva de brujas y oscuridad.
—
La pasión ha apresado a nuestro padre, no podemos hacer nada. Si
hiciéramos algo, Ino nos destruiría y debemos cuidar por el legado que nos ha
dejado nuestra madre. ¿No ves que si nos expulsan habremos dejado vía libre a
Ino para tener herederos con nuestro padre?
—
¡No me importa! No quiero ser rey de este infierno.
—
¡Eres un crío, Frixo! ¡Piensa como un hombre! La mejor venganza
que podemos hacer por nuestra madre es ésa. — Frixo miró a su hermana menor. En
sus ojos había astucia y valor. Le dio un abrazo.
—
Tienes razón. Eres la menor y eras muy madura. Después de lo de
Chryssos no sabía si ibas a ser capaz de reponerte.
—
Hay que pasar página, Frixo. Si hubiera seguido llorando por el
plantón que me hizo en la boda, no sería digna de ser hija de nuestra madre.
—
Haremos todo lo posible para que no destruyan su labor… Orcómeno
no será gobernado por los siervos del tirano de Poseidón.
Chryssos estornudó en la almena de la
fortaleza de Jamir.
—
Dicen que cuando estornudamos es porque alguien está hablando de nosotros.
— Cuando Chryssos se giró vio a Faetón.
—
Yo creo que es el viento de estas montañas. — Respondió el
carnero.
—
Chryssos he recibido noticias de Orcómeno. — Dijo Faetón,
prestando atención el carnero de oro. —
Ino y Atamante se han casado, y Nefele ha sido encerrada.
—
¿Y qué va a ser de Frixo y Hele?
—
No lo sé, pero Ino es ambiciosa como lo son todos los
descendientes de Cadmo. Desde que fuera expulsada de las tierras de su hermano
no quiso otra cosa más que tener su propio reino.
Chryssos se puso de pie en las almenas
dispuesto a saltar.
—
¿Qué pretendes hacer? — Dijo Faetón.
—
Debo ir a ayudar a mi tía y mis primos. Sé que dije que no debía
centrarme en mis lazos familiares, pero…
—
Lo harás.
—
¿Cómo ha dicho?
—
Desde que has venido te he entrenado todo este tiempo, y pese a
que intentas separar tus sentimientos para hacerte un caballero por entero, no
lo puedes evitar. Sé que la única forma de que te conviertas en alguien
poderoso es cuando soluciones tus problemas familiares y has de hacerlo, pero
aún no. Te queda mucho entrenamiento. Debemos aumentar tus poderes. Ahora
Orcómeno estará plagado de enemigos y seguro que Glauco te espera. Confía en
mí; Frixo y Hele son tan fuertes como su madre, y se las apañarán hasta que llegues.
— dijo poniendo su mano en el hombro de Chryssos.
—
Está bien maestro. Hágame todavía más fuerte.
Hermes aterrizó en el tejado del templo de
Deméter en el Olimpo. Desde allí podía tener una preciosa y completa vista del
templo y jardines de Afrodita. Lo más hermoso de aquellos jardines eran los
rosales que lo cubrían, cuyas flores brotaban resplandecientes como la belleza
de su dueña. Hermes se aferró a la
estatuilla del tejado y se arrimó a ella mientras recordaba cada detalle de esa
noche cumpleañera que compartió con ella. Podía percibir y sentir nuevamente
los suaves rizos de la diosa, su aroma y su piel blanca, fina y delicada.
Sonrió atolondrado cuando esos recuerdos le invadían, pero respiró profundamente
para aliviar la pasión.
“Por eso que eres la diosa de la belleza y la
sensualidad. Con un fuerte hechizo atrapas a tus víctimas.”
Sonrió derrotado. Efectivamente nadie podía
resistirse a la diosa más deseada del Olimpo. Ese mismo hechizo seguía
recorriendo su cuerpo y le había traído otra vez hasta allí.
Con el sigilo y flexibilidad felina, Hermes
descendió a saltos por los diferentes árboles y muros que surcaba como
obstáculos a su meta. Finalmente, aterrizó en la parte trasera de los jardines
de Afrodita entre los rosales más frondosos y hermosos que había visto en su
vida. Despedían estos un aura carmesí que era la propia esencia de su perfume
más intenso, y brillaban como si el rocío acabara de caer sobre sus pétalos.
“¡Qué hermosas son! Jamás he visto flores tan
vivas como éstas, si fuera un insecto, no podría dejar de vivir entre ellas.”
Se acercó al rosal extendiendo su mano para
tomar o acariciar la flor hipnotizado por ella. Cuando las olió tenían un aroma
dulzón irresistible. Quería tomar alguna de esas rosas y guardárselas como otro
tesoro, pero entonces sintió que la sierra de sus hojas le habían cortado pese
a tener mucho cuidado con las espinas. Al mirar su mano, un profundo corte en
la parte superior del pulgar comenzó a sangrar y una sensación extraña comenzó
a recorrer su interior. El efecto fue instantáneo, adormeciéndose sus extremidades.
Perdió la coordinación de sus piernas y en general su sistema motriz cayendo de
rodillas contra suelo. Un hormigueo subía hasta su cabeza, cuando empezó a
nublarse su vista y tomar colores rosas, verdosos, azulados y amarillos las
imágenes; pero la sensación no le asustaba, dolía ni incomodaba… ¡Le encantaba!
Así que comenzó a reírse atontado. Su gesto se
congestionó y el rubor comenzó a teñirle las mejillas y la nariz.
—
Es como si estuviera embriagado, pero es mucho más relajante y
divertido.
Vio las luces de los rayos del sol mucho más
brillantes y alrededor suyo se deformaban las figuras que estaban en
movimiento. Vio unas veladas figuras que corrían hacía él resplandecientes y
hermosas. Bajo ese efecto, las siluetas de una mujer eran mucho más deseables.
Se abrazó a las que se le acercaron a levantarle del suelo.
—
Señor Hermes, ¿está bien? — dijo Talía la gracia mayor
floreciente. Hermes la tomó de las mejillas riendo incesantemente. Cuando
descubrió sus labios, se lanzó incontrolablemente a ellos. La gracia le retiró
divertida mientras por detrás le apartaba Eufrosine, la mediana.
—
Señor Hermes ¿Qué le ha dado? Al menos no solo vaya a besar a la mayor
y más vieja de nosotras. — dijo ésta sacudiéndose el pelo coquetamente.
—
¡Jubilo! — Exclamó gangoso el dios que se abalanzó a besarla
también. Ésta rio correteando. Hermes quiso correr tras ella, pero le frenó la
menor Agalaye, antes de que se cayera al suelo.
Hermes miró el
obstáculo que le impedía moverse. A los ojos del dios, era esa mujer la que le
impedía andar y no la extraña substancia que recorría su cuerpo y hacía que
pesara como una estatua de mármol. Al ver la dulce y juvenil belleza de ésta le
dijo.
—
¡Hermosa! ¡Qué bella es! Si ellas no me besan, tú lo harás.
—
Soy Agalaye, señor Hermes. Tranquilícese está ardiendo.
—
Tengo calor… tú me provocas calor, ven a quitármelo.
—
¡Soy Agalaye! ¿no me reconoce? — Hermes siguió intentando tomarla,
cuando ésta pidió auxilio repitiendo su nombre.
Cuatro hombres robustos y altos se acercaron a
ellos, separando al dios de las gracias, lo tomaron con fuerza para retenerlo.
El dios forcejeó insistiendo en ir al encuentro de las gracias. Protestaba,
pero sus palabras estaban irreconocibles, como si le hubiesen dormido la lengua
y mandíbulas. Sus movimientos eran lentos y pesados. Enseguida dejo de luchar agotado…
—
¿Qué pasa aquí? — Se escuchó una suave voz.
Los cuatro hombres robustos giraron a Hermes adónde
procedía la voz. El dios levantó sus ojos. A través de la visera y flequillo
descubrió a la más hermosa y resplandeciente criatura en medio de la confusión
de imágenes y colores. La criatura era
radiante y brillante como el sol. Su blancura y suntuosidad habían eclipsado
todo a su alrededor.
—
Hermes… ¿otra vez husmeando en mi jardín, niño travieso? — dijo la
criatura brillante y radiante.
Hermes sonrió libidinoso y sus ojos se tiñeron
de picardía. Aquello le había sonado a una invitación a ir a esa criatura
hermosa. Las fuerzas que parecían haber desaparecido, volvieron a luchar para
liberarse y estrechar a esa mujer entre sus brazos.
—
Señora Afrodita, enseguida le echaremos de aquí. — Dijo uno de los
guardaespaldas.
—
¿Echarle? — dijo ella. — y perder mi diversión. — dijo la diosa. —
dejadle suelto a ver qué es capaz de hacer bajo esos efectos.
Los hombres le liberaron obedeciendo a su ama.
Hermes cayó al suelo y comenzó a arrastrarse hacia ella viendo que sus pies y
cuerpo no respondían bien.
—
A- fro- di- ta…— Dijo Hermes yendo hacia ella con el deseo más
intenso y agotando sus fuerzas.
Pese a que se movía despacio no tardó
demasiado en tomar los pies de la diosa del amor. Podía seguir el recorrido de
sus largas piernas a través del velo transparente y rosado. Cuando vio el
hermoso rostro entre las montañas de sus senos, su sonrisa se atolondró más y
quiso alzarse, pero la diosa dobló su tronco para ponerse a su altura.
—
No puedo resistirme a esa mirada húmeda de cachorrito indefenso. –
dijo la diosa de la belleza.
—
Ven aquí. — Dijo el dios de forma ininteligible con la intención
de abrazarla, pero en cuanto la diosa vio su mano derecha herida, la tomó con
una fuerza poco imaginable en una mujer tan delicada.
Observó la herida que luchaba por cerrarse. Una
espuma extraña emergía en ella que no paraba de burbujear.
—
Rápido Demetrio, tráeme uno de los frasquitos vacíos de cristal
que encontrarás en mi set de baño y spa. — ordenó la diosa.
Demetrio, uno de los cuatro que habían
retenido a Hermes, fue lo más rápido que pudo a por el frasco entregándoselo a
su ama. Afrodita puso la boca del frasquito en la piel de la herida y apretó un
poco. Un espeso reguero se deslizó hasta la muñeca vertiéndose en el frasco. La
diosa lo agitó provocando una reacción impresionante: la espuma subió por el
cuello y antes de que rebosara, cerró la diosa de la belleza el tapón.
—
Así que tú también eres venenoso, chico de los recados. — Dijo la
diosa mirándolo y sonriéndole. — Parece que no somos tan diferentes como pensaba.
Hermes seguía deseando a esa mujer que lo
tenía entre los brazos, pero las fuerzas le seguían fallando.
—
En este caso en el que una de mis preciosas rosas rojas venenosas
te ha picado con su aguijón, — dijo Afrodita. — solo me queda una solución para
quitar los efectos de su droga.
Las gracias se
preguntaban por qué la diosa seguía sin actuar, aunque al dios de los
comerciantes no se le veía sufrir en absoluto y mucho menos podía morir… ¿por
qué no le curaba de ese lamentable estado? Aunque también había sido muy
divertido…
Afrodita sacó de
su escote una rosa blanca cerrada. Hermes al ver eso lo interpretó como otra
invitación deshonesta, pero la diosa puso el tallo de la rosa perpendicular al
pecho de Hermes, y de un movimiento seco y rápido se la clavó en la piel. Las
gracias gritaron horrorizadas por la puñalada de su ama, pero Afrodita las
tranquilizó diciendo:
—
A medida que el brote de la rosa se vaya abriendo, el veneno irá
impregnando sus pétalos y liberándole de sus efectos…
Las gracias y los
guardaespaldas observaban maravillados como la rosa florecía poco a poco. Se
habían quedado hipnotizados y encandilados por semejante milagro.
—
Cuando ésta se abra totalmente…— Continuó diciendo Afrodita. — Hay
que arrancarla de su cuerpo o absorberá su sangre, provocándole la muerte.
La diosa tiró con
el mismo vigor la rosa del pecho de Hermes cuando estuvo totalmente abierta.
Todos miraron como la cicatriz se cerraba gracias a una curiosa capa líquida
plateada. Afrodita miró aquel fenómeno atemorizada y tiró la rosa sanadora asustada.
Ésta se marchitó instantáneamente, liberando un vapor contaminante que mandó
que cerraran con una vasija.
La
velocidad con que se hizo, había sido asombrosa.
Hermes comenzó a
recuperar su respiración habitual y el rubor y calor de su piel desaparecían
perceptiblemente. Estaba lleno de sudor. La diosa de la sensualidad lo miraba
detenidamente y le apartó el flequillo pegado a su frente. Hermes abrió los
ojos.
—
¿Afrodita? — dijo Hermes
—
¡Ah! Ya has vuelto en ti.
Hermes se irguió un poco, pero tenía un dolor
intenso en todos sus músculos que le obligaron a tenderse otra vez.
—
¿Qué me ha pasado? ¡por Zeus! Me siento como si me hubieran atado
al carro de Ares y me hubieran arrastrado por el suelo…
—
Pensaba que la curiosidad era solo una virtud de las mujeres, pero
he visto que tú también la tienes. Eres muy particular, chico de los recados.
Hermes miró a las gracias y a los cuatro
hombres de antes. Tras ellos vio el rosal, recordando cómo había intentado arrancar
una de esas rosas.
—
¿Qué tienen esas rosas malditas? — espetó el dios.
—
¡Eh! Mis rosas no están malditas. — protestó Afrodita. — Solo defienden a su dueña. — se cruzó de
brazos la diosa, como una niña caprichosa.
—
Comprendo… tienen veneno. — dijo Hermes mirando su mano.
—
Así es. Al parecer como tú
también tienes veneno en tu sangre, no han podido terminar su trabajo y te han
provocado unas reacciones muy divertidas.
La diosa emitió una risita suave, que ocultó
tras sus manos de dedos largos y hermosos. Hermes la contempló otra vez. Tenía
esta vez el cabello suelto y los rizos cubrían sus blancos hombros y
escote. Llevaba lo que parecía una bata
de velo atado a la cintura. Estaba muy atractiva. Afrodita al sentir la mirada
clavada de Hermes, le miró con sus azules ojos deteniendo su risa, pero no su
sonrisa. El dios de los comerciantes volvió a erguirse más despacio, viendo que
el dolor parecía haber remitido un poco; aunque todavía se dibujaba una mueca
de sufrimiento en su rostro.
—
¿Por qué estas así vestida? ¿Acaso me estabas esperando? — El dios
sonrió pícaro. —La diosa se acercó a su oído y le dijo algo. — ¡Oh vaya! Me
encantaría acompañarte, pero ya va siendo hora de volver al trabajo.
El dios se levantó con cuidado y lentitud. Sus
movimientos habían recuperado su normalidad. Cuando estuvo de pie se llevó la
mano al cuello para relajarlo. Estiró sus músculos para comprobar que todo
estaba en orden.
—
¡Es increíble que se haya recuperado tan rápido! — dijo Demetrio.
Hermes dirigió
una mirada arrogante y furiosa al sirviente diciendo:
—
¿Acaso no soy hijo de Zeus?
—
¡Perdone señor! — dijo el hombre reverenciándole.
Hermes se dispuso a andar.
—
¿Entonces me dejas solita y desamparada? — Ahora la que puso la
cara de cachorrito indefenso, fue ella.
Hermes le extendió la mano y ésta la tomó para
que le ayudara a levantarse. La estrechó
contra él y le dijo al oído.
—
No puedo dejar mis responsabilidades, pero luego puedo volver. Al
fin y al cabo, todavía no he terminado lo que he venido a hacer aquí.
Hermes la beso delante de todos.
—
¡Qué apasionado! — dijo Eufrosine poniendo sus manos en las
mejillas y brillándole los ojos.
Hermes se separó de Afrodita quien no podía
ocultar su rubor. Comenzó a andar al frente con su carismática sonrisa. Los
hombres y las gracias le abrieron el paso, mientras Demetrio soportó a Afrodita
que ladeó un poco hacia atrás impresionada.
—
Te estaré esperando. — Dijo la diosa cuando recobró estabilidad.
Hermes se giró hacia ella, hizo una leve
inclinación de cabeza a modo de despido y emprendió el vuelo.
En el pilar del Atlántico Norte se encontraba
Glauco en su templo de coral, sentado en su trono pensativo. Por fin Ino había aplicado la receta de Circe
en los sentimientos de Atamante, cegando tanto a éste, que ya estaban casados y
ésta había sido nombrada nueva reina. La hermana de Sísifo había llevado a cabo
la orden de Glauco, pensando que había sido liberada del coral venenoso que
arriesgaba su vida, pero la realidad no era ésa. El coral seguía en su
interior, ya quizá la mortalidad del mismo había sido sanada en el último
encuentro que tuvo el general con ella, pero las secuelas todavía podían
permitir que fuera manipulada.
El siguiente objetivo de Glauco, era esperar a
que la madrastra de los mellizos de Nefele, persuadiera a su esposo para la
construcción de un templo para Poseidón.
Ésta era la prioridad del soberano de los mares y el general debía
ejecutarla. ¿Iba a ser esto tan fácil como creía? Atamante seguía resentido por
el hechizo de muerte que el consejero había llevado a cabo en el reino y eso
podía seguir siendo un obstáculo para él.
Debía mantenerla vigilada por si se seguía retrasando su plan.
—
¿Un plan? — Le dijo una voz al general.
—
Así es. — contestó Glauco.
—
¿Qué clase de plan?
Glauco se levantó de su trono y se giró hacia
el muro del dragón marino que estaba tras el asiento.
—
Quieres hablar. ¿no es cierto?
—
Quiero saber qué tramas. ¿Por qué estás arriesgando de esta manera
tu vida?
El general posó su mano sobre una de las
escamas del relieve del dragón marino que se encontraba tallado en aquella pared.
Ésta se deslizó hacia arriba apareciendo a su alrededor el corazón de sus
dominios. Una amplia sala se abrió a su paso. En el centro de ésta se
encontraba el altísimo, sólido y robusto pilar que se extendía hacia el cielo
de agua.
La Atlántida se encontraba dentro de una
burbuja protectora creada por el poderoso Poseidón, para asegurar que sus
siervos vivieran tranquilos y llenos de oxígeno en medio de los océanos. Tal
como si se tratara de un submarino, las criaturas marinas nadaban en aquel
techo y a lo lejos en el horizonte, donde se cernían el resto de los pilares
con sus respectivos generales. Cuando
Glauco observaba la grandiosidad de aquel poder y dios, su devoción crecía; no
obstante, había una cosa que le podía separar de sus deberes militares y
reales. La cosa en cuestión era aquella voz que le hablaba de vez en cuando y
ahora pedía una explicación. Esa voz, igual que aquella vez, le llamó cuando
aún vivía en la superficie para explorar el misterio de su existencia desde lo
más profundo de los océanos. La voz que le había inducido a comer las mágicas
hiervas y nadar hasta hallar a su dueño. Esa voz procedía de esa sala, del
interior de ese pilar misterioso que estaba rodeado de una magnífica red de
corales, donde había hallado la armadura del dragón marino tras haber pasado
las exigencias de Poseidón. Rodeó el arrecife de corales detenidamente. Entre
las redes podía distinguir los rostros de diferentes criaturas que habían sido
atrapadas por los poderes del dragón marino. En su gran número eran hermosas
mujeres que habían caído en la misma atracción, por la voz que hablaba a Glauco
y le otorgaba sus poderes.
—
¿Qué quieres saber al respecto? — Le dijo Glauco.
—
Todo.
—
Cuando haya construido el templo de Poseidón, básicamente me
seguiré ganando su confianza y la de todos los demás generales, que, siendo
hijos del dios, dudan de mí y siguen sin aceptarme. Especialmente Crisaor y
Tritón. ¡Esos bastardos me ponen de los nervios!
—
No me parece una razón suficiente. ¿Hay algo más?
—
Es cierto, y tú la sabes, quiero que tú también confíes en mí, y
me digas finalmente: ¿por qué me has llamado a ocupar este lugar? Un misterio
me dijiste que se encierra en mi vida y que me hacía estar descontento en la
superficie. Quiero que me digas qué misterio es ese.
—
¡Ah comprendo! ¿Tan importante es para ti develar ese misterio? Te
dije también que yo no soy fácil de satisfacer y persuadir.
Glauco golpeó el arrecife furioso. Partió un
poco de este saliendo la cabeza de una de las criaturas atrapadas en él. Una
malévola risa brotó de aquella montaña de corales.
—
Ensañarte de esa manera no va a ayudarte en absoluto. — Dijo la
voz. Glauco contempló como uno de los brazos de coral volvía a atraer la cabeza
del cadáver a su interior. — Tú sigue con ese plan y ya veremos si te lo digo.
—
¡Maldito seas!
—
¿Acaso te obligué a que vinieras a mí? Viniste por propia
voluntad.
—
Es una pérdida de tiempo hablar contigo.
Glauco se dispuso a volver al lugar donde se
encontraba su trono, pero le volvió a detener la voz.
—
Tu plan puede funcionar, pero has pasado por alto un pequeño
detalle. Nefele sigue viva y los mellizos también. ¿Acaso no crees que se
podrían interponer en tu camino?
—
De los mellizos no hay que preocuparse; pronto me encargaré de
ellos. Con respecto a Nefele…— Una sonrisa malévola apareció en su rostro. — En
poco tiempo ésta abandonará este mundo. Digamos que el poderoso veneno de mi
poder ya está apagando su vida.
A carcajadas atravesó Glauco la pared del
relieve y se dirigió a contemplar los entrenamientos de sus soldados.
Helios ya se había ocultado cuando Hermes
regresó al templo de Afrodita en el Olimpo. Las estrellas desde el hogar de los
dioses se veían resplandecientes y hermosas en el firmamento. La noche era
despejada y la temperatura muy agradable. Pese a que las rosas rojas ya no eran
rociadas por lo rayos del sol, seguían emitiendo hermosos destellos y aquel
especial aroma, dándoles un aire más misterioso. Esta vez Hermes las pasó por
alto y siguió avanzando por el camino hasta la entrada trasera. Las puertas
estaban abiertas y dos de los guardaespaldas que habían retenido a Hermes
antes, vigilaban el umbral. El dios de los comerciantes inclinó la cabeza como
saludo y los dos guardias respondieron igual. El interior del edificio rebosaba
de una atmósfera cálida y tranquila, mezclándose agradables aromas.
“Es cierto, a Afrodita le encantan los
perfumes e inciensos.”
Pensó el dios antes de descubrir una mesa
cuidadosamente puesta y de platos humeantes. Parecía que habían puesto esa cena
para dos. Detrás de la mesa había un
biombo por el que apareció la diosa de la belleza engalanada y hermosamente
vestida.
—
He pensado que con todo lo que has hecho hoy, no te daría tiempo a
cenar así que me he tomado la molestia de decir que prepararan la cena para los
dos. — dijo Afrodita mientras se acomodaba en un diván lo suficientemente
amplio para una pareja.
—
¿Eres la mujer perfecta? — dijo Hermes provocando una dulce risa
en la diosa.
—
Puede ser…
Afrodita dio dos palmaditas en el hueco de su
lado invitando a Hermes a sentarse. El dios se acercó y se sentó a su lado. La
diosa le quitó el petaso con delicadeza, mientras Hermes se desataba las
sandalias para apartarlas a un lado ya que las alas a veces eran molestas para
tenderse y acomodarse.
—
Es una lástima que te afanes por ocultar esos hermosos ojos verdes
que tienes tras ese largo flequillo. — dijo la diosa apartando el flequillo del
dios desinteresadamente.
—
Bueno, me gusta mantener el misterio. — dijo Hermes arqueando las
cejas y echándose atrás.
—
¿estás mejor de la espalda?
—
Sí. En el momento que me puse a volar desapareció y ya no me duele
nada. — Hermes mordió una rodaja de pan con queso y tomate fresco, masticando
tranquilamente. La diosa tomó un poco de vino y jugueteó con las patillas de Hermes.
— por cierto, Afrodita… ¿cómo es que esas rosas tienen ese veneno tan potente?
¿Acaso las cultivas tú?
—
Podría decirse así. Esas rosas tienen la misión de adormecer a los
que las tocan o pasean entre ellas.
—
¿Quieres decir que, si yo no fuera un dios y venenoso, me hubiese
quedado tan solo dormido? — Afrodita tomó un pedazo de cordero, miró a Hermes
fijamente intentando mantener el suspense y leer la mente de éste.
—
¿Por qué lo preguntas?
—
Después de haber sido atacado injustamente por una de ellas, creo
que merezco saber la razón y consecuencia de mi acto. Así sería más cuidadoso.
— Hermes sonrió. Era su sonrisa encantadora, tras la cual siempre solía
esconder alguna segunda intención. Curiosamente, siempre surtía efecto en sus
interlocutores quienes se quedaban adulados por ella. Afrodita notó sonrojarse.
Hermes era adorable con esa sonrisa.
—
Bueno, eso de injustamente no es del todo cierto. Ibas a
llevártela ¿no es cierto?
—
Tienes razón, me has pillado, me encantaría que unas de esas rosas
decoraran mi templo. — Afrodita bebió otro sorbo mirando penetrantemente a Hermes.
— Me encantaría saber qué esconde esa mirada.
—
¿Has venido aquí para interrogarme o para disfrutar de mi
compañía, querido picarón? — Afrodita se aproximó a él juntando su cuerpo al
torso del dios.
—
Para ser sincero, he venido a relajarme. Esperaba que me invitaras
a alguna de tus sesiones de spa, masajes o esos deliciosos baños que tomas,
para ver si es cierto que son milagrosos. — Afrodita no pudo evitar la
carcajada, no podía esperarse semejante respuesta.
—
¿Estás hablando en serio? — Hermes asintió. — En ese caso ¿te
propongo un trato, señor del comercio?
—
Siempre recibo muy atento cualquier propuesta de negocios.
Afrodita rodeó con sus brazos el cuello de
Hermes y se aproximó hasta que rozaron la nariz.
—
Quédate aquí esta noche, y recibirás una muy buena recompensa para
mañana.
—
Necesito un poco de más detalles…
—
Eres duro de roer ¿eh? — dijo Afrodita riendo suavemente. Acarició
los labios del dios diciendo. — Te desvelaré algún secretillo de mis rosas y
hasta te daré una de regalo. Una muy especial que te aliviará esos ataques de
estrés.
—
Es interesante…— dijo Hermes apartándose suavemente. —¿Tengo la
palabra de la descendiente de Urano? — dijo mientras se pellizcaba la barbilla.
—
La tienes.
—
Entonces, trato hecho, señorita de la belleza.
Afrodita sonrió y se abalanzó a sus brazos
cubriéndole de besos y hundiéndole más en el asiento. Hermes sonrió triunfador,
pensando al mismo tiempo que recibía los cariños de Afrodita:
“Pronto habré descubierto el misterio de la
diosa de la belleza y la sensualidad. Y todo apunta a que tiene que ver con
esas rosas.”
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