CAPÍTULO 15: La llave a la Atlántida









Aquel día de tórrido verano, justo en la hora más calurosa del día, Hermes se había encontrado con una admiradora muy peculiar. Se trataba de Amatea una de las cincuenta hijas de Nereo y Dóride, apodada la de "hermosas trenzas", y que le despertó una enorme curiosidad acerca de los misterios de océano.  Algo sabía el hijo de Zeus al respecto, pero no tanto como quisiera; así que había investigado un poco más, pues aquella tarde noche le esperaba una cita con aquella alegre joven, para darle un ungüento protector del calor. Para la nereida no era más que una excusa para poder pasar un rato a solas con Hermes; bien lo sabía el mensajero. Por otro lado, ese ungüento era tan resistente que le iba a permitir andar sobre lava.
Cómo solía hacer en estos casos Hermes, iba a acudir a Delfos para informarse, pero después de la mala experiencia que había tenido al intentar leer uno de esos pesados pergaminos, pensó que lo más rápido era acudir a su propia madre.  Al fin y al cabo, ella era la hija de la nereida Pleíone y el titán Atlas. Ahí se fue a tomar un té helado con ella, quien se alegró tanto que le dio a probar sus dulces recién hechos y se sentó a contarle sin prisas.
Hermes la escuchó atentamente, absorbiendo como una esponja toda la información que su madre le relataba y que así comenzaba:

<< El origen de los mares de la tierra se remonta a la época titán, cuando aún Zeus no había nacido ni se había profetizado que reinaría sobre todos los dioses y los hombres.  El dios del Caos, diríase tu bisabuelo que habitaba en la bóveda celeste como Urano; se había unido a la diosa de la tierra Gea y tuvieron entre sus numerosos hijos, doce llamados “Los Titanes”. >>

Al mensajero de los dioses, le recorría un escalofrío al decir ese nombre, bien sabía la cruenta lucha que tuvo su padre y tíos contra ellos.  Maya continuó:

<< “Los Titanes” hijos mayores, comenzaron a verter el agua del planeta con una fértil descendencia. Océano era el nombre del varón y Tetis la de la fémina. De esa unión nacieron 3000 ríos que regaron la árida y estéril superficie de Gea y donde se encontraba el solitario Ponto. Los ríos más importantes eran Nilo, Aliño, Herediano, Acheloo y Strimón.  También esta bienhechora unión dio lugar a las 3000 Oceánidas; entre las más conocidas destacan Electra, Admetes, Calipso, Stix y Asia.>>

— ¡Menuda cantidad de hijos! No me quiero ni imaginar lo que fue. — interrumpió Hermes riendo — Por cierto, ¿Ponto no era el solterón del que me has hablado?
— Así es. — contestó Maya. — Pero luego, dejo de serlo.
—   Interesante…
—   Gea estaba muy cansada de alumbrar hijos…— Intentó continuar su madre.
— ¿Por qué no me extraña eso? — dijo Hermes provocando las carcajadas de su madre. Cuando ésta se recuperó prosiguió:

<< Como iba diciendo Gea se cansó con tanto alumbramiento y le pidió ayuda a Cronos, quien para ayudar a su madre castró a su padre.  Sus genitales cayeron a las profundidades creadas por Océano y Tetis dando nacimiento a Afrodita. .>>

—   Y saber que de eso nació esa hermosa mujer…— Dijo Hermes risueño mientras su madre intuía los sentimientos de su hijo con respecto a esa diosa; sin embargo, no dijo nada salvo:
—   Después de esta traición de Gea, Urano la odio y repudió por siempre.
—   Como para no hacerlo. — Dijo Hermes antes de que su madre siguiera.

<< En su vida contemplativa, Gea inclinaba su rostro y se compadecía de una pequeña porción del planeta, que no era más que mar de cloaca. Ésta era tan árida y estéril que la entristecía.  Ahí estaba su solitario hermano Ponto y decidió colmar a este de felicidad y vida, para hacerlo fértil. Así la diosa de la tierra se unió a Ponto y tuvo cuatro hijas y tres hijos. Entre ellos, los dos menores, Nereo y Dóride; se unieron en matrimonio y engendraron a las cincuenta hermosas nereidas, quienes habitan por el mar para mover las olas en beneficio de los navegantes. >>

— ¡Ah! Así que por eso dices que no se quedó solterón para siempre Ponto. — Maya asintió y concluyó su narración:

<< Así es como se formaron los mares que luego fueron gobernados por Poseidón y que él mismo permitió que habitaran aquellas divinidades que habían hecho de ellos su vida. Ninguna de las divinidades marinas había tomado parte en el bando titán, cuando se produjo la batalla que hizo a Zeus reinar por siempre.  Poseidón, como hiciera en su momento su hermano con los descendientes de los titanes de la luz, permitió la pacífica convivencia, uso y disfrute de sus dominios con las deidades acuáticas y marinas. >>

Hermes bebió el último trago de té procesando todos los datos que le habían narrado. 
— De todas formas, hijo mío, ¿por qué me has preguntado esto?
—  Bueno… digamos que me gustaría conocer más cosas sobre el mundo que ando recorriendo sin parar. Ahora, tengo que dejarte, porque tengo que continuar mi jornada.
—  Está bien. Ven a verme más a menudo ¿de acuerdo?
—    Está bien, mami. — Le dio un beso en la mejilla y se dirigió al umbral de la cueva.  Ahí tomó su petaso y bolsa y emprendió el vuelo despidiéndose de su madre.



Al mensajero le quedaba un poco de tempo antes de su cita así que decidió acercarse Ática para observar como andaba el conflictivo Orcómeno.  Amatea le había dicho que el rey Atamante iba a acudir a Delfos para que le dieran la solución a la plaga, preocupada por la clase solución que le podían proponer.  Todos los dioses y los que frecuentaban oráculos sabían que muchas veces eran soluciones demasiado tajantes. 
No tardó Hermes en avistar la torre de Nefele y emprendió el vuelo hacia ella. Tenía gran interés por saber del estado de la madre de Chryssos. Ya había averiguado por algunos espías de su séquito, que estaba enferma. El mensajero también pensó que podía sonsacarle alguna información útil antes de que su estado se agravara más. 
Cuando alcanzó la base del pequeño palacio de la torre, pudo comprobar lo bien vigilado que estaba por la guardia de Atamante. Nefele era prisionera en su propio hogar. Hermes pudo intuir que sería iniciativa de Ino. 
— Siempre me encuentro con imprevistos como estos. — dijo Hermes resoplando. Se sacó el petaso para rascarse mientras pensaba en algo. 
Cuando dirigió su mirada a lo lejos, pudo ver un grupo de mujeres que se dirigían a la torre. Estaba seguro que se trataban de las cortesanas privadas de Nefele. Se dirigió al grupo cuando lo vio también escoltado por guardias. Sin lugar a dudas, todo el entorno de Nefele estaba estrictamente vigilado para evitar cualquier conspiración en contra de Ino.

“No voy a tener más remedio que actuar.”

Pensando aquello, Hermes se puso delante del grupo. Las cortesanas exclamaron sorprendidas. Nunca se pudieron imaginar que el mensajero de Zeus apareciera en persona ante ellas. Los escoltas pararon en seco recelosos y en posición de guardia. 
— ¡Vaya! — dijo Hermes. — ¿Seríais capaces de levantar vuestras armas contra un hijo de Zeus y dios del Olimpo?
—  Estamos bien advertidos Hermes. — dijo el que encabezaba a los escoltas. — sabemos que simpatizas con Chryssos, el sobrino de Nefele.
—Sí, es un buen tipo. — dijo Hermes. — pero lo cierto es que no vengo por propia voluntad. — Señalando el boliche del caduceo les dijo. — Vengo a daros un mensaje. ¿Seríais tan amables de mirar aquí para recibirlo?
Los guardias miraron el boliche. Éste liberó unas ondas invisibles que los dejaron hipnotizados.
— ¡Qué idiotas! — dijo riéndose Hermes. — Si estos son la guardia de Ino más vale que los ejecute a todos.
— ¡Hermes! — exclamó una de las cortesanas entusiasmada. — Has venido a administrar justicia por nuestra reina Nefele ¿verdad?
Hermes silenció su risa y dijo altanero. 
— ¿Acaso soy el dios de la justicia? ¿Por qué iba a intervenir en asuntos que no me incumben?
—Pero entonces por qué…
— ¡Silencio! — dijo Hermes señalándola acusador con el dedo. La mujer, pese a que lo intentaba, no podía abrir los labios como si se los hubieran sellado. — Si alguna de vosotras abre la boca la dejaré muda como a ella. 
Hermes se dirigió al cabecilla de los escoltas y le ordenó que se desnudara. El cabecilla se desnudó quedándose en taparrabos. Las doncellas de Nefele quitaron la vista del líder ruborizándose. Hermes luego le dijo que bailara para burlarse de él. El hombre se puso a dar ridículos saltos en círculos. Una de las mujeres no pudo evitar reír. Cuando vio los ojos de Hermes mirándola mientras se colocaba las ropas del guardia silenció asustada. El mensajero se acercó a ella con todos sus atributos divinos en la bolsa y se los entregó.
— Cómo tienes sentido del humor, como yo, eres la encargada de guardar mis atributos sagrados. Intenta ocultarlos y protegerlos o te daré un escarmiento; y los escarmientos de Hermes son inolvidables y para siempre. — dijo socarrón mientras entregaba la bolsa a la mujer. La muchacha tomó la bolsa y la ocultó bajo su túnica esperando que los pliegues que llevaba disimularan el bulto. — Interesante lugar para esconderlos. —  Dijo pícaro. Después volvió al lugar donde se encontraba el líder de la guardia que seguía bailoteando y le ordenó. — Ahora vete a darte unos cuantos nados lejos de aquí hasta que yo te diga.
El guardia echó a correr hacia la playa y quitándose la última prenda que le quedaba, se tiró al agua y comenzó a nadar.
—  En marcha señores escoltas. – dijo Hermes mientras adoptaba la forma del comandante en jefe— Ahora soy yo el que os comanda. Señoritas; no olviden mi advertencia, sobre todo, la que custodia mis atributos. 
Caminó el grupo a una vez hasta la torre. Cuando los guardias vieron al comandante en Hermes no pusieron inconveniente. Hermes dijo a los escoltas una vez dentro que volvieran a sus puestos. Después penetró en la torre para encontrar a Nefele. Le seguía de cerca la muchacha que custodiaba sus atributos y la que había dejado muda.
— ¿Dónde suele estar ella? — Le preguntó a la que todavía hablaba.
— Sígame. — Le indicó ella.
Las demás disimularon la intrusión de Hermes volviendo a su rutina. Era la mejor manera de no levantar sospechas y evitar que Hermes las castigara.
Después de subir un par de escaleras, Hermes llegó a la zona más baja de la torre.  Ahí vio a un grupo de tres mujeres realizando algunos abalorios con nudos y pequeñas conchas y piedras. Sentada en un sillón contemplando la vista marina se encontraba Nefele. Estaba muy pálida y le habían puesto unos mantos sobre sus hombros.
— ¿Nefele? — Le dijo Hermes.
— Bienvenido mensajero de Zeus. — dijo ella.
— ¿Sabes quién soy?
— ¿Acaso has olvidado que las lemurias tenemos altos poderes mentales y sensitivos?
—  Es cierto. Olvidaba que estoy hablando con la sobrina de Helios.
— ¿Qué es lo que te trae por aquí?
—Antes de comenzar nuestra conversación, dile a tus doncellas que nos dejen solos. — Nefele asintió a éstas y todas se fueron. 
Cuando se quedaron solos y la puerta se cerró, Hermes se sentó al lado de la reina y la pudo contemplar más de cerca. Estaba pálida y bastante más delgada. Había perdido la lozanía y tersura habitual de la raza de su tribu. Aun así, su belleza permanecía de forma serena y sus ojos todavía tenían mucha vida.
—  Ahora puedes hablar cuanto desees. — Le dijo Nefele. Hermes la miró penetrante y luego se cruzó de brazos.
—  Pensar que no eres consciente de la causa de todo esto, sería poco inteligente por mi parte.
— Depende de a qué te refieres, Hermes. Si crees que no sé qué Glauco trama algo sería obviamente imposible, ya que todo esto ha comenzado por su causa.
— No me refiero a eso.  Todos sabemos de las intenciones de Poseidón de someteros a que le adoréis. También sabemos que algo muy espeluznante se encierra en el antiguo príncipe de Corinto; pero no es eso lo que me ha traído aquí; he venido a Ática por una misión que Atenea me ha encomendado.
— ¿Una misión de Atenea?
— Así es… una misión que tiene que ver, entre otras cosas, con Chryssos y todos esos héroes que han liberado una pequeña porción del poder que solo conocíamos los dioses. Teófane lo sabía y me niego a creer que tú no lo sepas también.
— No debo decírtelo si Chryssos o la misma Atenea no te lo han dicho con sus propias palabras.
— Está bien, lo plantearé de otra forma. Niké ha sido liberada por mi persona a petición de Zeus, y ahora busca su lugar en este mundo como lo hace Atenea. Sin embargo, antes de que eso suceda tiene que ser liberado un poder que ha permanecido sellado mucho tiempo.
—Mira bien Hermes… mira el cielo que los dioses habéis aprendido a leer gracias a nosotros los descendientes de la luz. Tú que has ordenado este universo y has colocado hermosas constelaciones en el cielo ¿no te has dado cuenta?
—Sabes que la paciencia no es mi fuerte, así que me gustaría que me lo dijeras tú. — Nefele rio suavemente
— Los tiempos cambian incluso para los dioses y eso lo reflejan la posición de los Astros. Saturno ha comenzado a alinearse con la órbita de la Tierra y eso supone el inicio de un cambio.
— ¿El inicio de un cambio? ¿Saturno? — dijo Hermes a la par extrañado y preocupado.
—  Así es y los cambios siempre los debe realizar alguien.

Nefele miró a Hermes.
— Asegúrate de proseguir con tu misión si quieres ser testigo de ese cambio. Ya lo estás iniciando así que no te queda más que continuar.
— ¡Oye tú! ¿Y quién te manda a ti decir eso?
— Nadie… simplemente lo veo. Tú has querido proseguir el camino del descubrimiento y no pararás hasta encontrarlo. Luego, cuando lo veas, habrás de posicionarte. Así lo ha decidido Atenea de antemano.
Hermes se levantó lleno de desconcierto y rabia de no entender nada de lo que le decía Nefele.
—Eres peor que el oráculo de Apolo. — Nefele se rio.
—Una de esas sangres que buscas ya la tienes. Pero tienes que encontrar la llave que la libere de su prisión
— ¿Cómo dices?
— Me refiero a la sangre del segundo descendiente de Cronos.
— Pero cómo…
— No debes preocuparte, moriré antes de que pueda hablar sobre ello. Estoy esperando a que mis hijos estén a salvo. Sé que Chryssos no me defraudará y acudirá a salvar a sus primos.
Hermes miró de reojo a Nefele. No estaba seguro si la reina le había resuelto algo, o, por el contrario, lo había complicado. Resignado, decidió no seguir con ello y marcharse. 
— Rebusca entre tu botín y hallarás lo que te he dicho. — Le dijo Nefele antes de que saliera de la habitación.
— Le diré a Chryssos que estás aguantando bien. — Le dijo Hermes.
— Gracias. Estoy segura que eso le tranquilizará y le permitirá seguir creciendo como caballero.
Hermes salió de la habitación. Las doncellas que le habían acompañado a la alcoba de Nefele estaban cerca como si esperaran que la conversación finalizara.
— La chica simpática. — Le dijo Hermes. Ésta se levantó. — Ya puedes darme mis atributos sagrados.
— Pero…  ¿no le descubrirán?
— No te preocupes, ya lo han hecho. 
En ese momento irrumpieron en el pasillo los guardias. 
— ¡Tú impostor! Muéstranos tu verdadero rostro. – dijo uno de ellos.
— ¿Qué le has hecho a nuestro comandante y la guardia que le acompañaba? — dijo otro de los guardias.
—El muy idiota no se fue lejos a nadar. — Se jactó el merculino. — No sirve ni hipnotizado.
Hermes se arrancó la coraza volviendo a su habitual forma, pero una fuerza lo arrastró y se encontró fuera de la torre y del peligro.
— ¿Qué ha pasado? — Se dijo. Luego alzó la mirada y vio por la ventana de rejas el rostro de Nefele. – ¡Es imposible! ¿Acaso ha podido tele transportarme a mí? 
Lo cierto era que Hermes le hubiera gustado desahogarse con los guardias, pero, por otro lado, Nefele le había salvado de que lo descubrieran, pues lo había tele transportado antes de descubrir su rostro. 
—En cierto modo. Es mejor aprovechar esta oportunidad. — dijo el dios colocándose las sandalias para volar. — No sé qué titanes pasa con esas lemurias, pero son bastante más misteriosos de lo que pensaba.


La cita planeada iba a tener lugar en la Atlántida emergida.  Hermes sabía, al menos, sobre uno de los secretos del mar. Éste era que había dos Atlántidas en el mundo: la emergida y la sumergida; en ésta última Poseidón tenía su base de gobierno. 
La Atlántida emergida se podía apreciar a simple vista en el centro del Atlántico. Ésta era donde se encontraba la bella Cito, de la que se había enamorado el dios de los mares. Fue en esa enorme isla donde se unió el hijo de Cronos y Rea con ella.  En honor a esa unión hizo brotar dos fuentes en el pequeño palacio de la dama. Gracias a ellas aquel lugar se autoabastecía con sus campos y tenían una enorme actividad comercial para exportar los excedentes. Era el paraíso solo creado para los descendientes de la hermosa pareja.
La segunda Atlántida, la sumergida, se encontraba oculta en algún remoto lugar del fondo del mar, desde donde el propio Poseidón gobernaba y velaba por las corrientes oceánicas y las criaturas que vivían en él. Nadie sabía con exactitud cómo llegar a dicho lugar salvo los propios vasallos de dios de los mares. Por eso, era primordial recibir ayuda de alguno que pudiera ubicar aquel paraíso submarino. 
Lo único que sabía Hermes era que el templo de Poseidón de la Atlántida sumergida, se encontraba solitario sobre una sima pronunciada desde la que se podían avistar todos los pilares que sostenían los mares. En torno a esa Sima se expandían otros templos armando un santuario en medio del mar. Los templos contiguos eran los hogares de las nereidas y oceánidas, así como de la guardia personal de Poseidón. Los generales se aislaban en torno al pilar que vigilaban creando su propia fortaleza y soldados a entrenar. 
Hermes había estado alguna vez en aquella misteriosa base submarina, aunque siempre acompañado por algún general sin saber cuál había sido el trayecto para llegar ahí. Después de haber robado el tridente al soberano de los dioses, éste le había tomado ojeriza y siempre que se enteraba de que venía a visitarlo Hermes, escondía su atributo.
El paraíso terrestre de Cito ya lo avistaba en el horizonte Hermes.  Era una gigantesca isla situada en el centro del océano vigilado por Glauco.  En su geografía se podían apreciar dos cráteres elevados, que podían confundirse con volcanes, no obstante, al acercarse a ellos se podían ver repletos de agua. Esos cráteres eran las fuentes que había regalado Poseidón a sus hijos. La del sur, era de agua caliente y unas deliciosas y limpias termas se extendían en escalones por la falda de la montaña. Las del norte, eran de agua fría en cuya cima tenían tendencia a congelarse en invierno y descongelarse cuando el calor apretaba. Los arroyos y regueros de aquella agua fresca se deslizaban en hermosas cascadas por las faldas de la montaña. Ambas aguas se distribuían en canales alrededor de toda la Isla, cuyo verde fértil era encantador.
En esta segunda montaña paró el mensajero a lavarse pues no había tenido tiempo de hacerlo en su templo. Aún tenía arena y sal en su piel del primer encuentro con Amatea, quien lo había salpicado es su haber de llamar la atención del dios en su descanso en la costa de Séfira.
 Mientras se enjaguaba el dios bajo una de esas cascadas y su temperatura corporal se enfriaba, contemplaba la hermosa visión. En torno a esas llanuras extensos campos de cultivo cubrían la superficie sin agotarse jamás y dando siempre fruto y alimento a sus habitantes.
Cuando hubo terminado sacudió su cabeza para quitar el agua más abundante entre sus cabellos. Después se acercó a su bolsa de piel de bueyes y metió el brazo rebuscando algo. Dicha bolsa encerraba un gran secreto del dios de comercio, pues se trataba de una bolsa sin fondo donde podían mantenerse sus mensajes y pertenecías perfectamente escondidas y protegidas. Por eso fuera por aire, tierra o mar, ninguna de ellas se deterioraba, mojaba o perdía.
— ¡Ah! tengo que ordenar esto. — protestó el dios. —  Seguro que de tanto sacar y meter cosas todo se ha mezclado.
Sacó el dios del comercio otra de sus sedosas toallas para terminar de secarse él y secar sus sandalias. Mientras estas brillaban gracias al lavado y secado que le había hecho el dios, pudo ver su dueño lo deterioradas que estaban ya. No había sido consciente hasta ese momento que llevaba 2000 años calzándolas y aunque habían sido en varias ocasiones retocadas, para adaptarse a sus pies mientras crecía, el tejido de cuero estaba a punto de partirse. Las hermosas alas, si aquello ocurría, se rasgarían y quedarían inutilizadas. 
— Parece que voy a tener que buscar otras o que me las arreglen.
 Se las calzó otra vez el dios esperando que aguantaran un poco más y tendió la toalla para que se secara un poco. Después volvió a su bolsa y volvió a meter la mano sacando una túnica seca, limpia y planchada que se ciñó con el cinto dorado. Abrochó la resplandeciente hebilla donde se leía su inicial engarzada en topacios y ágatas. Ya solo le quedaba un último detalle: Sacar una capa de lino color lima como sus ojos que le daban un aspecto mucho más noble. Al caminar escuchó el sonido de algo que arrastraba. Se torció su espalda para averiguar de qué se trataba.  Enganchadas al bordadillo de la capa, las pesadas cadenas y grilletes que le había quitado a Chryssos, andaban arrastrándose y provocando aquel ruido. 
—Así que aquí estabais ¿eh? — Hermes contempló las cadenas que seguían resplandeciendo de oricalcos. Las había conservado por si le podían ser útiles en un futuro. Cuando las tuvo en sus manos recordó lo que le había dicho Nefele:

“Una de esas sangres ya la tienes contigo, en tu botín”

— ¡Comprendo! Se refería a los grilletes. ¿Acaso no son éstos obra de Poseidón? — El dios rio malicioso; en su botín, en su bolsa sin fondo, estaba la siguiente sangre del descendiente de Cronos que necesitaba. Después su entusiasmo se esfumó con la misma rapidez con la que había aparecido pues recordó la segunda parte del mensaje de Nefele:

“Necesitas la llave que la libera de su prisión.”

— ¡Maldita sea! — protestó el hijo de Zeus. — Todavía necesito encontrar esa llave y no va a ser tan fácil. 
Envolvió los grilletes en la toalla húmeda para tenerlos más localizados y metió ambos en la bolsa. Se puso el petaso y puso rumbo hacia la ciudad. 

Hermes adoraba visitar la Atlántida emergida cuando se le presentaba la oportunidad. Era una tierra hermosa, ruidosa, activa y rica. Sus puertos estaban siempre plagados de naves comerciales y naves de pescadores. El mercado de su paseo marítimo siempre estaba abarrotado de gente, cuyas voces para ofrecer sus productos eran como música para el dios del comercio. La vida en aquel lugar era alegre, relajada y siempre cómoda, pues sus habitantes jamás se vieron azotados por la hambruna o las plagas.
Risueño se sentó el mensajero en el pedestal donde una enorme estatua dedicada a Poseidón, daba la bienvenida a los extranjeros en el puerto. Dicha estatua nada tenía que envidiarle al Coloso de Rodas. No era tan enorme, pero si lo suficiente como para pararse a contemplarla y verla desde la costa.  Ahí el mensajero descansó escuchando el barullo de su entorno. Nada comparable fue su alegría cuando podía ver el ágora desde aquel lugar, y para su sorpresa, habían levantado una pequeña estatua de él mismo. Se lanzó a contemplarla más de cerca, pues estaba seguro que no estaba ahí en sus anteriores visitas. Cuando vio a las personas orar en frente de ella y dejarle alguna ofrenda, pudo experimentar el dios el placer de ser adorado y alabado por la gente sencilla. Hermes pensó:

“Me extraña que Poseidón no haya protestado todavía por esto. Tal vez en el fondo le interese que la gente siga comerciando. ¿Quién no querría hacerse más rico cada vez?”

Hermes miró alguna de las ofrendas. Se centró en un canasto cuya bollería lucía especialmente apetitosa. Tomó uno de esos bollos y sintió como se deshacía la dulzura en su paladar.

“Quien diga que el comer no es un placer está tan equivocado que más vale que se muera de hambre.”

Comida, vino, mujeres y oro: las cuatro debilidades más notorias del mensajero de los dioses.
Caminando hasta una bocacalle se paró al avistar el vasto Palacio donde se supone que vivía Cito. Desde su unión con Poseidón se había convertido en el palacio real de sus hijos directos. En esos momentos gobernaba ahí Méstor, que convivía como buenamente podía con sus cuatro hermanos gemelos: Autóctono y Mneseo; Atlas y Eumeo.

“Debe ser una convivencia divertida”

Pensó Hermes en tono irónico, pues bien sabía el dios que los cinco hermanos compartirían la misma ambición que su padre, para convertirse en los únicos reyes de aquel paraíso.
Para sorpresa del mensajero las puertas del Palacio se habían abierto y por ellas aprecian un grupo de cadetes encabezados por una persona, que no era otra que Glauco. Probablemente el general había decidido ir a la Atlántida cumpliendo con su labor de vigilancia de Pacífico Norte. 
Aunque la vida de un general se desarrollaba bajo el agua, ninguno de ellos presentaba sospecha alguna en su aspecto salvo por las escamas de armadura que solían vestir; no obstante, el caso de Glauco era diferente y éste sí que tenía un fantasmal aspecto, como exactamente una criatura marina de las profundidades. Hacía tiempo que Hermes no se cruzaba con él desde que éste fuera el príncipe heredero de Corinto. Lo recordaba entonces un chico apuesto y atlético, pero ahora no sabría describir su aspecto. Si no fuera por la armadura que dejaba al descubierto las extremidades más homínidas, las otras no daban el aspecto de humanas. Era el caso de su rostro que, pese al casco, dejaba ver un curioso cabello de algas bastante repulsivas.
— ¿Qué le habrá pasado? — Se dijo Hermes.
Vio alejarse al séquito hacia la costa. Los persiguió el dios prudentemente hasta los acantilados y ahí los vio tirarse al mar desapareciendo en lo que parecía un remolino.
El dios se sentó en los acantilados con los pies colgando hacia la imponente altura. El aire era fuerte y fresco. Con la caída de Helios además el calor había desaparecido. Hermes estaba aliviado y contento. Al dirigir su mirada hacia el mar no tardó en distinguir a una enorme vieira, tirada por dos delfines acercándose hacia la Atlántida. Sobre ella resplandecía un pasajero de pie. Era sin lugar a dudas Amatea.
Hermes se lanzó al acantilado volando hasta ella que le observaba desde el agua. La joven llevaba un hermoso recogido trenzado, cuidadosamente enroscado en torno a sus castaños cabellos. Los ojos parecían más verdes en ese momento por el reflejo del mar en ellos y la elegante toga esmeralda que adornaba sus curvas.
— ¿Qué hay de esa idea que tenías de no trenzarte más el pelo? — Le dijo Hermes. Ella sonrió.
No quería que el agua y el viento arruinaran mi aspecto. — dijo tímida Amatea. — Hermes miró a la nereida. Estaba tan radiante y noble con aquel vestido y sobre semejante transporte, que no podía esperar a abrazarla.
— ¿Dónde están Ex y Seúl? — preguntó refiriéndose a los simpáticos delfines que acompañaron a Amatea en su anterior encuentro.
— Ahí los tienes tirando de la vieira. — Hermes acarició a los delfines que le saludaron muy felices.
— De este modo pueden llevarnos a los dos cómodamente.
Hermes descendió hacia la cómoda vieira revestida de confortables almohadones. Ahora comprendía más lo que era disfrutar de las delicias marinas. Se recostó como un rey mientras Amatea ordenaba a los delfines que nadaran.
—Pensaba que no había nadie tan veloz como yo. Sin embargo, estos delfines me están dejando perplejo de lo que son capaces de hacer. Parecen caballos domesticados.
—Ex y Seúl pertenecen a la manada del gran Delphini, el delfín más veloz de todo el océano. Asimismo, son unos excelentes exploradores y se conocen los mares de principio a fin. Parte de esta manada forma parte de la corte privada de Poseidón. Al rey del mar le gusta mucho pasear con ellos.
— ¿Y qué tal está mi tío?
— Está ahora especialmente irascible desde que Chryssos escapó de Cabo Sunion y comenzó por su propia cuenta a salvar a la gente. Es algo muy injusto que le cargue toda culpa a él, pues tú también has colaborado en esas batallas ¿no es cierto?
— No es cierto.
—  Ya me habían advertido de lo mentiroso que eres, Hermes, pero es inútil que lo niegues, yo te vi en Olimpia.  Además, todos los dioses saben de tu pequeña discusión con Ares por los territorios de Arcadia.
— ¡Ah cierto! Había olvidado por completo que ya no es menester ocultarlo, desde que lo supo Zeus.
—Me pareció algo muy valiente y honorable que mostraras tu compasión por los habitantes de esas ciudades.
— ¿Compasión? Lo hice por propio interés. Asea, Feneo y Olimpia son mis debilidades. Soy un dios responsable con mis encargos a entregar, pero no puedo resistirme al oro, las joyas y esos deliciosos platos repletos de comida que dejan en mis altares.
— Pues estarás contento, ya que Pélope también anda construyendo otro templo para ti.
— ¿En serio? No paso mucho por Pélope, es una ciudad muy pequeña y aburrida, pero a partir de ahora la visitaré a ver qué me dejan ahí.
—  Ladrón, glotón, mentiroso y mujeriego. No puedo creer que seas la mano derecha se Zeus.
— ¡Eh señorita nereida! ¿Quién le ha dado permiso para tratarme con tanta confianza? Eso solamente se lo consiento decir a mis más cercanos.
— ¿Entonces no lo vas a negar?
— Para qué, ese soy yo y no me avergüenzo por ello. – Dijo con vanidad. — Esas características que dices son las que me han dado fama, pero tengo otras muchas virtudes.
— ¿Ah sí? ¿Cuáles?
Hermes se acercó a Amatea pícaro y dijo: 
— ¿Te gustaría conocerlas? —La nereida se ruborizó al verlo tan cerca. Después le retiró la mirada, Hermes se echó a reír divertido. Descubrió un pequeño canasto y dijo. — ¿Es eso comida?
—Sí
— Entonces no te molestará que coma ¿verdad?
— ¡Claro que no! Para eso la he traído.
Hermes abrió el canasto descubriendo las clásicas hojas de parra rellenas de arroz.  En tres vieiras que las parecían haber utilizado como platos; al abrirlas en su interior, había descubierto caracoles y almejas recién cocidas y revueltas con gambas. Aún estaban calientes.
— ¡Delicioso! — dijo Hermes.
Amatea paró el carro marino y liberó a los delfines. Con su cetro tocó el agua de alrededor de la concha apareciendo una tenue luz que dibujaba la línea que había trazado.
— ¿Me vas a secuestrar? —dijo Hermes provocando una suave risa en la nereida.
— He liberado un rato a los delfines. Ellos necesitan nadar y comer como nosotros. Volverán en un rato. — Amatea tomó de la mano de Hermes las vieiras del revuelto de moluscos y las guardó. — Hay que comer con más orden.
—Pero se van a enfriar. — dijo lamentándose el dios como al niño que le quitan el caramelo.
— Esto es mucho mejor. 
Amatea giró su tronco a la espalda y tomó un segundo canasto para sacar algo. Mientras lo hacía un pequeño colgante con forma de pequeña caracola se balanceaba entre su busto llamando la atención del dios por el brillo que expedía. La nereida se puso frente al dios mostrando unas exquisitas ostras tapando la visibilidad de sus encantos.
— Parece que conoces todos mis gustos. — dijo el dios brillándole los ojos al ver aquel manjar que rociaba la nereida con el limón. La joven iba a dárselo en mano, pero Hermes se lanzó a tomarlo de la propia mano de ella quien volvió a ruborizarse. Hermes se lo pasaba en grande viendo aquellas inocentes reacciones en ella.
—  Sabes que darme todos estos manjares puede tener consecuencias esta noche ¿verdad?
— ¿Por qué? — dijo ella un poco preocupada. Hermes se echó a reír.
— Bueno no rompamos el misterio. — dijo el dios tomando esta vez por sí mismo otra ostra. Después de volcarla y saborearla volvió a mirar el colgante. En una cita normal se focalizaría más en el busto de una mujer, pero lo cierto es que el colgante le tenía muy intrigado. — Ese colgante que llevas. ¿Es un regalo?
— Todas las criaturas que formamos parte del cortejo de Poseidón llevamos algo parecido.  Sin ello no podríamos vivir en el santuario de rey de los mares.
— ¿Es como una seña de identidad o algo así?
— Más o menos. Es más bien como una llave.
— Los generales también lo tienen.
— Las propias escamas de su armadura lo llevan.
— ¿Sabías que yo cuando tengo que darle un mensaje a tu rey no lo puedo hacer a mi antojo?
— ¿En serio?
— No solo con él con Hades también. Verás, así como por tierra y aire circulo libremente ya que son los dominios de Zeus; al Hades solo puedo acudir por la gracia del caduceo. En cuanto a la Atlántida, requiero de un permiso especial de Zeus que siempre he de enseñar a alguno de los siete generales de Poseidón para que me permitan pasar por uno de los siete pilares que vigilan.
— Qué interesante. — dijo la nereida tendiéndose de lado para estar más cómoda.  Hermes la imitó.
—  Los dioses también tenemos aduanas y fronteras que no podemos rebasar. Los hombres pagan un tributo y yo tengo que llevar esos pasaportes.
— Supongo que este colgante es lo mismo. Nos permite pasar y encontrar la Atlántida atravesando el oricalco.
— ¿El oricalco?
— Es la barrera que mantiene protegido el santuario.
Hermes sorbió el líquido de la siguiente ostra pensativo en lo que le acababa de decir la nereida. 
“Así que con algo así podría entrar en la Atlántida. ¿Será eso la llave de la que me hablaba Nefele? Pero ¿qué relación tendrá con los grilletes? ¿El oricalco entonces es algo más que un mecanismo de seguridad?”
— ¿Quieres vino? — dijo la nereida. — También he traído.
— Por su puesto que quiero. Desde luego que ya no me queda duda que intentas cortejarme esta noche.
— ¿Yo?
— No te hagas la inocente. Esta mañana fuiste tú quien me vino a buscar a mí.  Me entregaste un poquito de ese ungüento para curar mis quemaduras de sol… por cierto ¿me has traído lo que me has prometido?
Amatea asintió sonriente y sacó una caja de nácar con dicho ungüento. Hermes la tomó y la abrió viendo lo repleto que estaba de aquel potingue milagroso. Lo cerró herméticamente como antes y lo metió en su bolsa.
— ¿Vas a seguir negando que todas tus atenciones son para ser solo amigos? — volvió a decir el dios. Amatea inclinó la cabeza avergonzada diciendo.
—La delicadeza no es tu fuerte ¿eh? — dijo ella. Hermes la contempló un poco extrañado, parecía que estaba decepcionada o dolida.  Aquella actitud tan habitual de las mujeres no la entendía muy bien el mensajero de los dioses. La miró detenido y dijo tomándola de la mano.
—A veces soy demasiado directo, lo siento. Suelo decir las cosas sin pensar. — dijo sonriente mientras pensaba: 

“Estas mujeres y la manía que tienen de no llamar las cosas por su nombre.”
  
La velada continuó.  En Hermes había una segunda intención importante detrás de la que cualquier hombre tendría con una chica tan atractiva. Tenía que robar ese colgante y averiguar si podía hacer algo con él y los grilletes.


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