Si algo caracterizaba al hijo de Zeus y Maya, llamado “argicida” “cilenio” o “atlantíada”
por los grandes clásicos; era una especial tendencia a correr cuantos riesgos
se le presentaran. Cuanto más difícil era el alcance de un objetivo, más
motivación había en el “merculino” o “arcadio” en realizarlo. Por algo fue
elegido el mensajero de los dioses y se le fueron asignando las misiones más
intrépidas del santuario olímpico. Para él la misión atribuida por Atenea era una
más de esas misiones.
Hermes
aterrizó en Ea, pero antes de adentrarse en el palacio de la bruja marina,
bebió un amargo brebaje para impedir que a la caprichosa mujer se le ocurriera convertir
su divina figura en una de sus mascotas. Aquel brebaje lo había recibido de
Atenea una vez durante la gigantomaquia, para ayudar a los Olímpicos. La manía
de Hermes por atesorar semejantes objetos, tenía su ventaja; conocía mil y
ciento de maneras de esquivar cualquier trampa, pero aún se le resistía el
misterio de la Atlántida sumergida y la armadura de Atenea.
Atravesando
los jardines de animales llamó amablemente al portón donde una cacatúa salió
volando hacia el brazo de su dueña para indicarle la visita. La puerta se abrió
ante los ojos de Hermes y éste penetró esquivando un par de loros que
sobrevolaron su cabeza. Un león perezoso bostezaba mientras lo veía entrar.
Unos simpáticos lobos corrieron y le saludaron. Hermes les acarició y avanzó
hacia el salón principal contemplando aquella fauna salvaje donde podía ver
animales de todas clases. Era un zoológico.
—
Saber que todos estos pobres fueron hombres en un pasado, me pone los vellos de
punta. – se dijo el dios.
Los
animales no le atacaban pues estaban acostumbrados a su presencia. En más de
una ocasión el mensajero de los dioses había parado en aquel palacio a entregar
sus mensajes a Circe.
En
el umbral de la entrada al salón, donde solía estar Circe, se detuvo el
mensajero y riéndose se preguntó:
—
¿En qué clase de
animal me convertiría Circe? En un feroz oso o tal vez un tierno conejito.
—
Te convertiría en
un noble caballo alado.
—
Así que me
convertirías en tu Pegaso particular. — dijo Hermes sonriente al contemplar la
hermosa hermana de Helios tendida en el diván, como una Musa posando para su
artista.
—
¿Acaso preferirías
otro animal?
—
Lo haces por mi
fama de semental, mi nobleza y las alas de mis atributos ¿verdad?
—
¡Vaya! no he sido
muy original, entonces. — dijo la maga coquetamente acicalándose el cabello.
—
Te equivocas. El
convertirme en algo así, quiere decir que me conoces bien. Una lástima que me
prefieras como animal a hombre. No sabes lo que te pierdes.
Circe
sonrío suavemente. La forma en la que la nariz de la mujer se arrugaba le daba
un aire encantador. Sus ojos tenían un aire caprichoso pero maligno. Nada de
ello ensuciaba, sin embargo, su indiscutible belleza.
—
¿Qué mensaje me
envían ahora del Olimpo? Todavía no he atacado a ninguno de los hijos de Zeus,
así que dile al rey de dioses que puede estar tranquilo. No estoy interesada en
ninguno.
—
He venido por
propia voluntad, Circe.
—
Esto se pone interesante.
— dijo la mujer sentándose en el diván y deslizando su blanca pierna por el
borde del asiento. Llevaba unas brillantes tobilleras que realzaban su atractivo.
— ¿y qué te ha traído a este rincón por voluntad propia? Muy importante debe
ser si te ha hecho abandonar tus labores de mensajería.
—
Así es. Tengo algo
que pedirte.
—
Sabes que no hago
nada gratis. —dijo la hechicera.
—
Ya contaba con
ello. Curiosamente vienes a dar conmigo, que me encantan los negocios.
—
En ese caso
debería tratarte por igual. Así que siéntate a mi lado y háblame de tu negocio.
—
Muy amable. —
Hermes subió el escalón y se sentó al lado de la hechicera. Echó la capa hacia
un lado y apoyó el caduceo en el pie del diván.
—
¿Qué son los
negocios sin vino? — dijo Circe chasqueando los dedos. Entre los dos
aparecieron flotando una jarra de vino y dos copas. Circe sirvió y se lo
ofreció a Hermes. Este bebió un sorbo con ella. — dime qué es lo que quieres de
mí.
—
Sé que, por el
hecho de vivir en esta hermosa isla, tienes contacto directo con el mar y el
séquito que lo conforma ¿no es cierto?
—
Se podría decir
así.
—
En ese caso seguro
que sabrás cómo encontrar la Atlántida sumergida.
—
¿Y por qué quieres
saber dónde está la Atlántida sumergida? ¿Qué te traerás entre manos tú con el
santuario de Poseidón?
—
¿Acaso cuando te
vienen a pedir algo les interrogas antes?
—
Comprendo… así que
no debo hacer preguntas. Eso no es muy alentador que digamos; me parece que no
te traes nada bueno entre manos. — Circe bebió otro sorbo de vino y se apoyó en
el diván. — Lo cierto que es mejor no saber más o no podré respaldarme de la
ignorancia, entonces. No preguntaré más.
—
Así me gusta.
¿Entonces podrías decirme cómo encontrar la Atlántida sumergida?
—
¿Por quién me
tomas? ¿Cómo no iba a saber yo ir hacia allí? Si no lo supiera no tendría tanto
prestigio.
—
Pues en eso estoy
interesado.
—
Puedo
perfectamente llevarte a la Atlántida, pero ¿qué me ofreces tú a cambio? Tal
vez te pida un precio alto por esto.
—
Pide y se te dará.
—
¿Puedo pedir
cualquier cosa?
—
Nada es imposible
para mí.
—
Hay algo en lo que
estoy interesada.
—
¿Acaso tiene que
ver con Glauco? — dijo Hermes bebiendo vino. Circe miró al dios, quien le
miraba por el rabillo del ojo. — No sé qué le ves a ese manojo de algas, pero
si quieres, puedo convertirme en él y hacer todo lo que quieras por una noche.
Circe
furiosa golpeó la jarra flotante derramando todo el vino.
—
¿Te estás burlando
de mí?
—
¿Por qué te pones
así? Sabes que lo haría encantado. — dijo sonriendo con picardía.
—
Eres un payaso, Hermes.
— dijo Circe.
—
Creo que he dado
en el clavo, efectivamente, tiene que ver con Glauco.
Circe
se levantó de golpe y lanzó un ataque a Hermes para convertirlo en un cerdo.
Pensaba darle así su merecido al arrogante mensajero, pero tras dispersarse la
energía, Hermes siguió igual. Sonrió socarrón el cilenio al ver el desconcierto
de Circe.
—
¿Cómo es posible?
—
¿Piensas que iba a
venir aquí sin tomar medidas? Sé perfectamente el carácter que tienes. — volvió
a reír. — Aunque también pensaba que
tenías sentido del humor. Evidentemente, me he equivocado. En fin, no tendré en
cuenta la tentativa y sigamos con lo nuestro. — dijo Hermes, levantándose de su
asiento y comenzando a andar en torno al diván — Si no quieres una noche
salvaje con Glauco. ¿Qué deseas de él? — Circe resopló calmándose.
—
Glauco ha sido
víctima de alguna extraña influencia.
—
¿Y eso qué quiere
decir? ¿Alguna especie de encantamiento?
—
Es posible., Glauco
ha cambiado de apariencia desde que abandonó Corinto.
—
Eso es algo bien
evidente. Está mucho menos atractivo. — dijo Hermes riendo.
—
Sé que de algún
modo sigue siendo el que era, pero no puedo encontrar esa parte de él en ningún
lugar. Tengo una pequeña pista: por la noche sale su apariencia auténtica y
desaparece antes del amanecer como un fantasma.
—
¿Pretendes acaso
que encuentre a ese fantasma? ¿Y cómo se supone que voy a traértelo aquí?
—
A través del hechizo
que te voy a dar, atraparás su verdadera imagen y me la traerás.
—
No sé qué
milagroso método vas a emplear, pero si me puedes indicar las coordenadas de su
reposo nocturno. Lo conseguiré sin problema.
—
Entonces hay
acuerdo. Elaboraré un hechizo tan
perfecto y poderoso, que ni siquiera tú podrás burlarlo.
—
¡Ah! una mujer muy
astuta. — Dijo Hermes mientras pensaba a su vez “No cantes victoria tan
fácilmente.”
—
Lo sé. — dijo la
maga vanidosa. — A ver, antes que nada, sé que guardas una escama de Nereo.
—
Me has impresionado.
— dijo Hermes sacando la escama.
—
La necesitaré para
el hechizo. Ahora me vas a dar tus sandalias y tu petaso. — Hermes le dio lo
que pedía. — por último, necesito tu caduceo.
—
¿Cómo?
—
El caduceo que
llevas te permite atravesar varios mundos. El
foco de su magia es el boliche
superior. Su forma esférica hace que
puedas contener y absorber cuanto poder desees para luego liberarlo. Es un artilugio
muy preciso y útil.
—
Veo que estás bien
informada, Circe.
—
Obviamente. Ese
caduceo fue obra también de titanes, que son mi familia.
—
Si tú lo dices…
pero no va a sufrir ningún daño ¿verdad? Comprenderás que como has dicho es muy
útil. Sin él me resultaría imposible atravesar el Hades.
—
Tranquilo, no
sufrirá daño alguno. No me interesa inutilizarlo, más bien le daré un nuevo poder
—
Eso me gusta
mucho. Es un detalle por tu parte.
—
No te imagines
tonterías, lo hago porque así podrás lanzar el hechizo varias veces. Así si
fallas podrás intentarlo otra vez.
—
¿Tan poca fe
tienes en mí? Estás hablando con el dios de los pícaros, por todos los dioses.
—
Más vale ser
prevenidos. Escúchame bien Hermes, el hechizo que te voy a otorgar permite,
como si fuera un espejo, reflejar el auténtico aspecto de un ser divino. La
imagen quedará guardada en tu caduceo y cuando regreses la verteré en una de
mis tinajas para proyectarlo posteriormente.
—
Es muy interesante.
Me muero por ver cómo funciona ese truco.
Circe se bajó de la peana de dos escalones y se
dirigió hacia la puerta de atrás, invitando a Hermes a seguirla. Cuando la bruja abrió la puerta, tras de ella
el dios vio un grupo no muy numeroso de mujeres vestidas de blanco y tapadas
con velos. No podía identificar sus edades porque estaban ocultas, pero
parecían ser de diversas edades.
—
Así que no vives
sola ¿eh? — dijo el Arcadio.
—
Ellas son mis
servidoras. Necesito ayuda de vez en cuando. La mayoría de ellas vienen a que
les enseñe un poco de mi magia. Tienen que pasar un pequeño proceso antes de
convertirse en mis aprendices y sacerdotisas.
—
Oye ¿y no querría
dar alguna una vuelta conmigo?
—
¡Ni se te ocurra,
Hermes! para entrar en mi palacio se requiere ser virgen. Si alguna de ellas
deseara mantener algún tipo de relación, me debe pedir permiso antes.
—
Supongo que así te
aseguras que solo tú disfrutas de tus mascotas. — Hermes fue inclinando su
cabeza ligeramente cada vez que aparecía una nueva mujer frente a él.
Pasaron por amplios corredores y salones, donde las
mujeres se dedicaban a diferentes actividades al final del todo una inmensa
puerta muy labrada en relieves, mostraba una diosa central rodeada de
diferentes seres y criaturas.
—
La diosa Hécate.
Mi más amada maestra...— dijo el lémur antes de posar su mano en la aldaba y
tirar hacia dentro.
La puerta se abrió y entraron los dos en un umbral
muy oscuro. En un instante una ráfaga de aire caliente los sorprendió y se
encendieron las antorchas y candelabros de la pared. La luz era blanca y
hermosa. Hermes se quedó cegado un momento, pero luego al admirar los que se
abría frente a él se quedó absolutamente pasmado. Se encontraban en la nave de un templo deslumbrante. En el fondo una hermosa estatua de Hécate con diversas ofrendas lo presidía. Alrededor de la estatua unos bellísimos relieves policromados que mostraban diversas escenas divinas. El zócalo del suelo hasta la mitad era un hermoso mosaico de lapislázuli con motivos, símbolos y adornos de oro. El suelo era blanco, lo que permitía que las luces reflejaran todo el colorido de las paredes. Esparcidas vio baldas y armarios repletos de ingredientes y extraños objetos fruto de una extensa actividad mágica. Muchos de ellos exquisitamente labrados y decorados con laca de muchos colores. A un lado una chimenea para calentar calderos u otros recipientes. Hermosos sillones y divanes se extendían por la estancia y una gran biblioteca hacía esquina.
Hacia ésta última se dirigió el lémur. Deslizó la escalerilla por la balda y tomó un libro bastante grueso.
—
¿Me acercas el
atril, Hermes? — dijo Circe.
—
Sí, cómo no.
El
mensajero acercó el pesado atril dorado. Se preguntaba si el peso se debía a
que realmente se trataba de oro macizo. En ese caso, debería ser muy valioso.
Al mensajero se le encendió otra vez el gusanillo de la avaricia, pero decidió
no intentar hurtarlo. Al menos hasta que consiguiera la sangre de Poseidón, la
cual era su prioridad.
Circe
puso el libro en el atril y comenzó a buscar el hechizo detenidamente.
—
Siéntate mientras
tanto y toma más vino. —dijo la maga volviendo hacer que apareciera la jarra de
vino.
—
¿Y no habría algo
de comer también?
Circe
miró al dios con recelo, pero resignada, también hizo aparecer un poco de fruta
fresca. Hermes la comió sonriente.
—
¿Vas a tardar
mucho con el hechizo?
—
Lo peor sería no
tener los ingredientes. Hace tiempo que no elaboro este hechizo, pero creo
recordar que me sobraron ingredientes la última vez. ¡Aquí está!
Circe
leyó detenidamente y después se dirigió a mirar los ingredientes. Hermes la
observaba desde su asiento. La maga inclinó el tronco hacia delante invitando a
Hermes a unas vistas muy lujuriosas de su parte trasera.
—
Circe… te vuelvo a
recomendar que dejes las compañías que no te aportan nada, por un gallardo y
astuto semental.
—
Alguien como tú, Hermes.
— dijo la maga con sorna.
—
Puede… al fin y al
cabo dentro de mí hay un Pegaso ¿no?
La
maga se irguió y poniendo un brazo en jarras sobre su sinuosa cadera le dijo.
—
Así como has
dicho, la única forma de que me monte en ti es si fueras un caballo.
Hermes
soltó una sonora carcajada revolcándose en su asiento. Se frotó los ojos de
lágrimas. Nadie le había contestado de esa forma.
—
Será mejor que me
ponga a elaborar el hechizo sin ti. ¿Por qué no te vas a terminar tus labores?
Luego ven y te lo daré.
—
Me parece una idea
estupenda. Si no tuviera tantas cosas que hacer, créeme, me encantaría estar
contigo más rato. Este sitio tiene su aquél y más con tan buena compañía. —
dijo giñando un ojo.
—
Ya es tarde. Si no
te apresuras se perderán los muertos en el Hades.
—
Está bien, está
bien… Vendré al anochecer.
Hermes
bebió el último sorbo de vino y lanzó la última uva a su boca. Salió por donde
había venido y emprendiendo el vuelo siguió con sus labores de mensajero.
Al
anochecer Hermes se acomodó en una de las islas del Atlántico Norte, a unas
cuantas millas de la Atlántida emergida. Aquellas islas eran frondosas. En el
extremo noroeste se levantaba un hermoso valle con unas ruidosas y caudalosas
cataratas que discurrían por un río fresco.
Según
las indicaciones que le había dicho Circe, ahí solía Glauco trasnochar a la luz
de las estrellas. Le había comentado la maga que la imagen que de él iba a encontrar
sería el auténtico aspecto del ex príncipe Corintio. Cuando le viera debería lanzar el conjuro del
espejo divino sobre él lo más prudente y rápido posible para obtener lo que la
maga deseaba. Solo así podía ésta
enseñarle el camino a la Atlántida sumergida. Parecía todo más fácil de lo que
podía imaginarse Hermes, pero el hecho de que la maga no le explicarle cómo iba
a tener el lugar del hechizo, le hacía sentirse algo inquieto pero curioso.
El
arcadio bostezó y estiró sus extremidades perezoso. Había sido un día duro,
pero todavía le quedaba mucho que hacer antes de acostarse. Tomó un poco de
agua del río con sus manos y se lavó la cara en un intento de espabilarse.
“Circe
me ha dicho que hasta que no consiga la imagen de Glauco no podré entrar en la
Atlántida sumergida. ¿Por qué? No se esmeró en explicarme más.”
Solo
tenía que esperar a que el general durmiera y entonces debía proyectar el
boliche de su caduceo sobre su frente. Se suponía que gracias a los avanzados
poderes mentales de Hermes, sólo éste podía ser capaz de dominar semejante
hechizo.” Tu facilidad de desplazamiento en las diferentes dimensiones, te
permitirá regresar sin problemas y muy velozmente.” Recordó el hijo de Zeus las
palabras de la maga. “¿Adónde se supone que voy a ir?” Se preguntó intrigado el
argicida. En ese momento pudo percibir cierta actividad en las aguas del río
muy cerca de la catarata y centro su atención en él.
El
agua tornó un color rojizo y en medio de un remolino se alzó un enorme tronco
de coral por entre el cual reposaba el dragón marino. Hermes se acercó sigiloso
hasta poder ver más de cerca el acontecimiento que estaba a punto de
presenciar.
A
primera vista y debido a la oscuridad, el mensajero del Olimpo tuvo serias
dificultades para distinguir algo; pero finalmente pareció avistar alguna
imagen que, de un modo u otro, le resultaba extrañamente violenta. Glauco
estaba completamente adherido al coral como si formara parte de él. Parecía una
débil mosca aletargada, atrapada en una telaraña y esperando a ser devorada. El
coral se deslizaba suavemente como un enorme monstruo marino hacia la orilla alargándose
y encogiéndose sus ramificaciones como si se trataran de palpitantes dedos.
—¿Qué
titanes es eso? ¿El coral está vivo? — murmuró Hermes mientras se deslizaba
sigiloso por entre los matorrales y piedras para acercarse más al extraño
objeto viviente.
Se
detuvo oculto tras unos altos troncos caídos sobre el río y las caídas ramas
del sauce llorón que se levantaba entre ellos. El coral parecía gotear una
extraña substancia en su avance. Estirando su brazo el mensajero pudo atrapar
una de esas gotas. Era muy espesa y la
examinó en su mano frotándola entre sus dedos. Su textura era mucosa. Entonces
cayó en la cuenta por el olor que expelía, de qué se trataba.
—
¡Es sangre! Sangre
coagulada.
Hermes
sacudió repugnado la substancia de sus dedos y se precipitó a lavarse las manos
en uno de los caños de la catarata. El enorme monstruo de coral llegó a la
orilla sacudiéndose. El cuerpo del general marino cayó al suelo boca abajo,
estaba sin duda aún con su armadura.
La
figura se encogió levemente, como un globo desinflándose. Frente al cuerpo
apareció una fantasmagórica figura desnuda humana que cada vez se hacía más
visible. Una larga y espesa melena oscura cubría toda la mitad de su cuerpo y
espalda. Miró el sujeto sus manos cubiertas, como todo su cuerpo, de la
gelatinosa sangre. Parecía como si hubiera sido recién parido por su madre,
aunque en edad adulta. Entreabriendo sus
ojos el cilenio intentó distinguir su rostro, pero el largo flequillo de la figura
se lo impedía. Detenidamente se encontraba el fantasma mirando el cuerpo que
vestía la armadura sacudiéndose la pegajosa substancia. Cuando comprobó que no
se le iba, se fue acercándose al agua lentamente y se refregó bien hasta
sumergirse.
Cuando
salió a la superficie otra vez, Hermes comprobó que no se trataba de una melena
oscura sino más bien clara. Apartándose
el flequillo el extraño alzó sus ojos y entonces pudo reconocerle el dios. Glauco había recuperado la forma que tenía
anteriormente, pero parecía mucho más hermoso ahora, como si un extraño conjuro
hubiese acrecentado su atractivo. Tenía un aire mucho más divino y sobrenatural. Era el príncipe de Corinto que él había
conocido, con su melena rubia y sus ojos verdosos. El ex príncipe había tomado
un aire más regio y fuerte.
—
¿Qué estás
haciendo, Hermes?
Se
dijo el dios cuando había caído en la cuenta de que estaba malgastando más su
tiempo en mirarle que lanzarle el hechizo. ¿Debía esperar el dios a que se
durmiera Glauco después de su relajante baño? O ¿Mejor aceleraría su sueño para
terminar cuanto antes con su labor? Optó por la segunda opción y con paso firme
salió de su escondite. Glauco había escuchado el ruido de sus pasos y se giró
lentamente para mirar quien había aparecido.
—
Mucho tiempo sin
encontrarnos príncipe de Corinto. — decía Hermes mientras avanzaba y se
ocultaba en la oscuridad.
—
¿Quién eres? —
Dijo Glauco con voz suave y cálida. En cierto modo hasta huidiza.
—
¿No reconoces mi voz?
— dijo Hermes. — En más de una ocasión fui yo a visitar a tu padre Sísifo antes
de que intentara burlar a Tánatos. Mas mis advertencias no fueron acogidas. Tu
padre me caía bien; teníamos bastante en común, pero ahora lamento el duro
castigo que le propició Hades para impedir que escapara otra vez.
Afortunadamente, parece que tu madre Mérope está muy feliz junto a su segundo
esposo, Pólibo.
—
¿Cómo sabes tanto
de mí? ¡Sal a la luz! Estoy empezando a ponerme nervioso y no me gusta. — dijo
más autoritario Glauco, levantándose quedando el agua por su cintura.
Hermes
salió al claro del río iluminándole la luz de la luna. Cuando Glauco distinguió
sus atributos la reacción de príncipe se le hizo sorprendente al olímpico: Una
cálida y amable sonrisa le estaba recibiendo. Era sincera y alegre.
—
¡Hermes! ¡Cuánto tiempo!
— dijo el general saliendo del agua. — Me alegra verte otra vez. Ahora entiendo
cómo sabes tanto de mí. Mi padre y tú erais amigos. Él siempre te mencionaba en
sus conversaciones como un ejemplo a seguir. Hasta le transmitiste parte de tu
sabiduría…, esa sabiduría que fue posteriormente transmitida a mí.
—
¿Sabiduría? ¿Así
me ves? Me resulta muy gracioso lo que dices. — Dijo Hermes riéndose. — ¿Llamas
sabiduría a un par de trucos baratos de prestidigitación y comedia?
—
No… no era solo
eso… era…
En
ese instante el general se llevó las manos a la cabeza y su cuerpo se dobló.
—
¿Estás bien,
príncipe?
Glauco
extendió su brazo para impedir que se acercara más el dios a él.
—
Me duele mucho la
cabeza… Es mejor que te vayas. Sé lo que me suele pasar después de esto y no me
gusta.
—
¿Qué pasa? Tengo
aquí unas hierbas que van muy bien para eso ¿las quieres? — Hermes sacó de su
botín un frasco que de un manotazo fue rechazado por Glauco.
—
¿Cómo has osado a
espiarme, intruso…? — dijo Glauco con voz siniestra. — ¡¡Apártate de aquí!!
El
cosmos de Glauco le lanzó un golpe de sorpresa a Hermes. Éste no se lo podía
haber imaginado. Levantándose el dios miró a Glauco, cuyo hermoso rostro se
ensombreció. Su piel comenzó a deformarse incomprensiblemente. Aparecieron unas
ramificaciones que se abrían paso a la superficie. Rasgaron la epidermis
violentamente desapareciendo la belleza natural de Glauco. Parecía otra vez
tornarse monstruoso su aspecto.
—
¡Por todos los
dioses! ¿Qué es eso? No luces muy bien ahora. – Dijo Hermes perplejo.
—
El que no va a
lucir bien ahora ¡Eres tú! ¡Maldito entrometido! — dijo Glauco lanzando su
ataque de coral.
Hermes reaccionó rápidamente levantando su escudo
de mercurio el cual rechazó fácilmente las púas de coral. Glauco siguió
insultándole lanzando varios ataques sucesivos que esquivó el dios confuso del
cambio de humor de Glauco. Al principio el ex príncipe no parecía haber
cambiado su comportamiento, como el dios le había conocido; pero ahora, lucía
absolutamente diferente.
—
Esto me pasa por
intentar ser amable. — Se dijo el dios. — Debía haberme ceñido a dormirlo y lanzar
el hechizo.
El
dios se ocultó entre la arboleda mientras un descontrolado Glauco le preguntaba
dónde se encontraba y le llamaba cobarde. Lanzaba éste ataques imprecisos y
cuantiosos esperando que alguno acertara en el hijo de Zeus, dondequiera que
estuviera. El general era objeto de un
ataque de ira inexplicable.
—
Y yo que pensaba
que solo eran así las amazonas. ¡No es una mujer! ¿por qué se pondrá así?
¿Tendrá algún complejo o algo parecido? ¡Somos dos hombres por el amor de Gea! ¿Acaso
nunca ha estado desnudo delante de otro hombre?
—
¿Dónde estás
Hermes? Sal aquí y pelea como un hombre. ¿Quién te ha mandado a espiarme y
estorbar mi descanso?
—
¿Sabes? — comenzó
a decir Hermes. — Conmigo puedes estar tranquilo, a mí solo me gustan las
mujeres. No soy tan ambiguo como Apolo o Zeus.
Glauco
centró sus ojos hacia dónde provenía la voz, intentando descubrir a Hermes.
—
¡¿Qué insinúas
maldito degenerado?!— Protestó el general percibiendo la silueta de
Hermes. Le lanzó otro ataque que rozó el
muslo de arcadio.
—
¡Ah! me ha dado. —
dijo Hermes llevándose la mano al muslo saltando más lejos para buscar otro
escondite. — ¡Y duele una burrada! — dijo situándose entre los peñascos de la
catarata. Pudo sentir el familiar hormigueo del veneno recorriendo sus venas— El general no cesaba de llamarlo a gritos
exagerados — Mientras no me comporte tan
extraño como con las rosas de Afrodita, todo irá bien.
—
¡Voy a destruirte,
Hermes! Y luego le llevaré un trofeo a Poseidón. No le caes muy bien. — dijo
Glauco riendo malévolamente.
—
Antes de que esto
se ponga peor, tengo que reaccionar.
—
¡¡¡Hermes!!!—
Gritó el general.
—
Glauco… no vas a
destruirme pues antes yo terminaré con mi cometido contigo. Así que te ha
molestado que haya interrumpido tu descanso ¿Eh? No te apures enseguida
volverás a echarte la siesta.
Sacando
la lira de su botín, comenzó Hermes a entonar una dulce melodía que provocó un
fuerte impacto en el general marino. Glauco se llevó las manos a sus oídos tan
pronto como escuchó los primeros acordes. Hincando la rodilla comenzó a
sentirse paralizado. Hermes sonrió comprobando que estaba surtiendo efecto su
ataque en él. Debía medir las notas para dejarle tan solo dormido y no muerto.
No había necesidad de matar a un general. Enfurecería tanto a Poseidón que
erraría en su misión por tomar la sangre del dios de mar.
Ante
la sorpresa de Hermes, Glauco comenzó a vencer su ataque con un elevadísimo
cosmos. Fue cuestión de tiempo que el general del Atlántico Norte, superara el
ataque de Hermes.
—
¿Acaso no sabes
que estoy harto de escuchar la flautita de Tritón...? — dijo el general
enfatizando con retintín la palabra “flautita”. Otra siniestra risa brotó de
maligno monstruo marino.
—
Esto será más
difícil de lo que pensaba…— dijo Hermes. — En ese caso dejémonos de cortesías.
Girando
su caduceo con resolución, el dios de los comerciantes se dispuso a lanzar un
ataque doble de sueño y el hechizo de Circe, sobre Glauco. Estaba tan
convencido de que lo lograría que se tiró hacia el dragón marino
sorprendiéndole por la espalda.
No
obstante, no se percató el dios que al mismo tiempo el consejero de Poseidón
lanzó su triángulo de oro, cayendo ambos sobre un abismo de luz aterrizando en
las profundidades marinas con violencia.
El golpe fue muy duro para ambos, pero especialmente para Glauco quien
cayó debajo de Hermes inconsciente.
Hermes
se levantó magullado intentando impedir cualquier contacto físico con el desnudo
general. El pensar que eso podía suceder le daba repelús al dios. Entonces miró a su enemigo, descubriendo en la
frente de éste una señal con forma de haz; justo la misma que viene a hacer un
rayo al caer sobre la tierra. Se asustó el dios por si había sido demasiado
fuerte su ataque y acercándose se aseguró que el consejero de Poseidón todavía
respiraba. Parecía que efectivamente así era y sentándose al lado, el argicida respiró
aliviado. En dicha tranquilidad, después del asombroso cambio de carácter de
Glauco, Hermes observó el entorno que los rodeaba. Era un lugar muy extraño…, un lugar absolutamente
desconocido para él.
Tan
solo un enorme pilar rodeado de corales les acompañaba en aquella amplia
estancia. Sobre su cabeza se extendía la bóveda protectora del reino de
Poseidón. El atlantíada no podía salir de su alegría ¿Estaba ya en la tan buscada
Atlántida Sumergida? Se levantó de golpe acelerándose su corazón de emoción.
Debía comprobar si así era y buscar de inmediato al rey del mar. Estaba muy
cerca de alcanzar otro de sus desafíos.
Buscando
una salida rodeo el entorno, todo aparentaba ser un arrecife en cuyo horizonte
se seguía extendiendo el fondo marino.
Hermes se preguntaba dónde estaba la dirección hacia el templo de
Poseidón.
—Estamos
listos si tengo que explorar todo esto. Podría perderme sin problema alguno. La
cúpula protectora del soberano del mar aísla su santuario del agua permitiendo
a sus habitantes respirar; pero no puedo imaginarme cuánta extensión tiene. Me
pondría a dar vueltas como un estúpido, y no tengo demasiado tiempo que
malgastar.
Hermes
miró el cuerpo de Glauco que seguía inconsciente y se le ocurrió una idea. Dirigiéndose a él, posó su mano en el suelo.
El brazo se tornó plateado serpenteando y construyendo unas rejas alrededor de
general.
—
Eso le mantendrá
retenido largo rato y me protegerá de cualquier ataque. Voy a volar hacia la
cima del pilar, hasta que pueda ver un claro plano de la Atlántida y localizar
lo que me interesa.
Tal
como dijo Hermes, haciendo uso de sus sandalias, emprendió el vuelo vertical a
lo largo del pilar a toda velocidad. Esperaba avistar la Atlántida Sumergida
desde lo más alto que pudiera.
Era
imposible calcular cuánto llevaba elevándose el dios, pero sus extremidades
estaban ya empezando a engarrotarse de luchar contra el aire y sus piernas
estaban agotadas de mantener la misma postura. Volar con las sandalias aladas tenía
sus dificultades. Al contrario de lo que podía pensar cualquiera, se requería
mucha fuerza para poder controlar bien la dirección del vuelo; y más aún, con
unas sandalias cuya facultad voladora pendía del combustible del oricalco, y no
de la magia de los titanes. El oricalco daba más peso a sus sandalias como si
llevara unas pesadas grebas en sus piernas, era uno de los inconvenientes de
las sandalias de repuesto de Hefestos. Sus sandalias originales eran mucho más
ligeras y no le suponían tanto esfuerzo.
Hermes
se hizo un ovillo en aire y paró de avanzar. Necesitaba relajar su postura. Así
que extrañado intentó buscar una explicación a la imposibilidad de llegar a la
cima de pilar. Masajeó un poco su talón
y pantorrillas, intentando que el riego sanguíneo volviera a circular
adecuadamente. Había expulsado el veneno del ataque de Glauco, o al menos eso
creía, pues el dolor había desaparecido y no se sentía para nada extraño… pero
¿Dónde estaba la cima?
—
La propulsión de oricalcos
de las sandalias me ha machacado un poco la parte inferior del cuerpo. Cuando
esto me pasa he de descansar o sino quiero reventar como un cohete. ¡Maldición!
Y ni siquiera sé si el hechizo de Circe ha funcionado.
Miró
hacia abajo y al ver que podía todavía distinguir la jaula de Glauco desde lo
alto no podía creerlo.
—
¿Acaso no he
avanzado nada? ¡Eso es imposible! Estos efectos me suelen ocurrir tras al menos
8 horas volando sin cesar. Sí, estoy
seguro que debo llevar al menos ese tiempo ascendiendo. ¡Diablos! ¡Eso quiere
decir que he perdido ya mucho tiempo! Probablemente ya haya amanecido en la
superficie. En el Olimpo se estarán preguntando dónde estoy.
Hermes
comenzó a inquietarse un poco. Por los mensajes no debía preocuparse pues Iris
se encargaría de sustituirle como solía hacer, pero el hecho de no encontrar
explicación a su vuelo sin rumbo, sí que le preocupaba bastante.
—
¿Qué está pasando
aquí?
El
silencio fue roto por una suave y cálida voz que le alentó.
—
¿Hermes estás ahí?
—
¿Glauco? ¿Te has despertado?
—
Sí, pero me siento
extraño. Es como si estuvieras muy cerca pero no puedo localizarte.
—
¿Cómo dices?
—
Estoy encerrado en
algo pringoso y me siento muy agotado.
—
Debe ser mi jaula.
Hace unas horas estabas absolutamente ido. Cambiaste de personalidad totalmente
y comenzaste a atacarme.
—
Lo sé. Me ausento y luego me doy cuenta del daño que
algunas personas han sufrido. Todas ellas me culpan por él.
—
¿Qué? — dijo
Hermes sin entender una palabra.
—
Creo que ya te
veo… estás atrapado en algo, no reaccionas.
—
¿Pero si me estoy
moviendo? Voy ahí abajo a buscarte.
Una
malévola risa interrumpió la conversación. Hermes podía reconocer en ella al Glauco
furioso, quién dijo burlón:
—
¿Te está gustando
el paseo? Supongo que será aburrido mirar todo el rato hacia el pilar. En el
mar hay auténticas maravillas que admirar.
—
¿Otra vez tú? —
dijo Hermes
—
Nunca me he ido. Veo
que el viaje está siendo muy instructivo, ida y vuelta sin más.
—
Cuando te alcance
vas a sentir lo que es enfurecer a un hijo de Zeus.
—
Si consigues
alcanzarme, claro. — dijo Glauco volviendo a reír.
—
Hermes no vayas hacia mí. Si vienes seguirás
perdido… debes…— volvió a decir la voz amable. — ¡nunca saldrás del laberinto
del dragón marino! — gritó la voz malvada.
—
¿Sabes ex príncipe?,
creo que tienes serios problemas mentales. Asclepios llama a estas cosas psicosis;
así que más vale que le vayas a visitar. Aunque tal vez te cure yo con un par
de golpes y vuelvas a ser el chico bueno y obediente de antes. — dijo Hermes
con ironía.
—
Ese del que hablas
era un chico débil e incapaz de hacer las cosas por sí mismo. — dijo la voz malvada.
— Yo le he ayudado, y, créeme, que unos golpes no nos separarán tan fácilmente.
Los dos nos necesitamos igual.
—
Eso ya lo veremos.
Haré que te tragues tus propias palabras.
—
Adelante, te estoy
esperando, Hermes. ¿Acaso no eres el dios de las dimensiones? ¿Entonces por qué
estás tardando tanto en encontrarme?
—
¡Dimensiones! — Dijo Hermes deteniéndose radicalmente, reparando
en lo del laberinto del dragón marino. Comprendió pues lo que debía hacer. Se
encontraba sin duda, en alguna dimensión o ruta perdida. — El ataque del
triángulo de oro me ha lanzado a otra dimensión desconocida, ¿no es así Glauco?
— pero el general no respondió. Hermes acogió esa actitud como un “sí”, pero no
comprendía todavía, por qué estaba Glauco con él.
En ese instante a Hermes le vinieron a la cabeza
las instrucciones de Circe del hechizo.
En ellas la maga le había dicho que el hechizo le permitiría atrapar a
Glauco en otra dimensión desconocida.
—
¡Eso es! — dijo
Hermes sonriendo triunfador. — El hechizo ha funcionado pues, pero al haber
atacado al mismo tiempo, ambos somos víctima y verdugo. Si hablamos pues de
dimensiones. Encontraré el camino abriendo la mía propia.
—
¿Qué estás
tramando, Hermes? — dijo Glauco.
—
Ahora lo verás,
veo que estás impaciente por encontrarte conmigo.
Hermes
soltó el caduceo, el cual se quedó suspendido entre sus manos agitando sus alas
con suavidad. Iluminándose sus cosmos y potenciándose la lima de sus ojos como
dos luminosas estrellas dijo con voz profunda:
DOBLE
DIMENSIÓN.
El
entorno de su alrededor comenzó enseguida a revolverse, doblarse y trenzarse
despejando el camino. Entre los planetas y galaxias vio una luz rojiza a la
cual se dirigió.
—
Ahí estás dragón
marino. Ya te tengo en mi poder.
Hermes
cogió el caduceo y voló a toda velocidad hacia el portal de luz. No tardó en
posar sus pies en el suelo y mirar a su alrededor. Había vuelto a la misteriosa
sala del pilar. No había más que unas pocas diferencias. Primero, la jaula que
había levantado el dios con su propio mercurio, había encerrado el misterioso
coral de la base del pilar. Tras él había un muro donde se elevaba una puerta
cerrada que antes no estaba allí. Dedujo el dios del comercio, que aquella era
la salida que andaba buscando. Por último, estaba la figura de Glauco con la
armadura de pie sobre el suelo, con aquella horrible cabellera de algas. Cuando
se dirigió a ella las escamas del general se derrumbaron como si no hubiera
habido cuerpo alguno vistiéndolo.
—
Esto es lo más
surrealista a lo que me he enfrentado de momento.
La voz de Glauco volvió a aparecer esta vez desde
el coral prisionero de su jaula:
—
Aunque he
conseguido despistar tu mente, es evidente que tus dotes mentales son tan
poderosos como había oído. Incluso esta jaula que has levantado entorno a mí es
muy sólida, pero esto solo me retrasará un poco. Ya he conseguido desmontar tu
técnica, Hermes; y el sol ya vuelve a alzarse en la superficie anunciándose mi
regreso otra vez.
La
jaula se partió por la fuerza del coral que comenzó a moverse de su
asentamiento hacia Hermes. Parecían alargarse sus ramificaciones como lo había
visto en el lago. Aprisionaron al dios las palpitantes espinas de dichas
ramificaciones, haciendo escocer la piel con descargas eléctricas. Era similar
a múltiples picaduras de medusa. Con el caduceo Hermes golpeaba esas
ramificaciones salpicadas de la sangre, intentando liberarse de ellas, pero el dolor
era insoportable.
—
¿Qué diablos es esto?
— dijo Hermes. — ¿Qué clase de criatura eres, Glauco?
—
¿No decías que me
darías unos cuantos golpes para hacer que entre en razón? — Decía la voz
malvada, riendo perturbadamente.
—
¿Unos cuantos
golpes solo? Te daré algunos más.
Emitiendo
un sonoro grito, Hermes hizo crecer su cosmos ardientemente. Las espinas
parecieron ceder ante la intensa fuerza que estaba desplegando el dios, liberando
uno de sus puños al coral retrocedió, ante sorprendidos comentarios de Glauco. Finalmente,
el coral soltó a Hermes huyendo. El dios del comercio, cuando posó sus pies en
el suelo, inmediatamente se giró, liberando la energía acumulada en el ataque
de los meteoros de Pegaso que se convirtieron en un cometa reventando toda la
parte frontal del coral sangriento.
El
doloroso grito de Glauco, era la evidente prueba del daño que había sufrido. La
criatura marina se abrió cayendo al suelo un montón de cuerpos pálidos y secos.
Cada uno de ellos estaba de alguna forma atravesado por las espinas del coral.
Uno de ellos, que se encontraba en mejor estado, se secó ante los ojos de
Hermes. El dios miró la abominación absolutamente repugnado.
— ¿Quieres saber
dónde me encuentro? — dijo la voz rasgada de Glauco. — Para alguien como tú no
debe ser complicado de descubrir.
—
No debe haber más
que una respuesta a tu pregunta retórica: Estás ahí dentro. Como una repulsiva sanguijuela te sirves de
la sangre de estas personas para mantenerte con vida. En todos los años que
llevo de vida, ningún titán me dio jamás una impresión tan aborrecible, como la
que me das tú.
Hermes
se dispuso a entrar en el coral, pero alguien le retuvo tomándole firmemente
del brazo. Al girarse, Hermes vio la
armadura del dragón marino vestida por el Glauco no monstruoso. El ex príncipe estaba terriblemente herido y
cubierto de sangre, y aunque su aura parecía sólida al principio, se hacía cada
vez más tenue.
—
No entres ahí. —
le dijo. — Es peligroso. — Hermes miró al ex príncipe de Corinto. Por su espantoso
estado dedujo que el hijo de Sísifo, también había sido otra víctima del brutal
coral.
—
¿También has sido
absorbido por ese monstruo marino? Descuida. Le daré su merecido y te llevaré
para que te recuperes.
—
Te lo ruego…— dijo
el ex príncipe. — no lo hagas y déjalo en paz…
—
¿Qué dices? — dijo
confuso.
—
Lo ves, Hermes. —
dijo la voz del coral. — Él y yo nos necesitamos.
—
¡Pamplinas! —
protestó el dios. — No eres más que la seductora voz de un demonio.
Hermes
sacudió su brazo para liberarse del ex príncipe. Éste cayó al suelo sin fuerzas
e inconsciente. El hijo de Zeus, se puso en guardia para lanzar su ataque
definitivo de la Explosión galáctica, pero desapareció todo ante sus ojos, volviendo
a encontrarse frente a Circe.
—
¡¿Qué?!— dijo
irritado por el desorden e incomprensión de los acontecimientos. — ¿Y ahora qué
hago contigo? — Protestó el dios a Circe.
—
Si estás aquí es
porque has completado lo que te pedí. Puse como complemento al hechizo, que
volvieras a mí si terminabas tu cometido.
—
¿Cómo?
—
Dame el caduceo.
Enseguida descubriremos lo que viste y hallaras la explicación a todo esto.
Hermes
seguía confuso, pero entregó el caduceo a Circe. Antes de que perdiera la
cordura, como el enemigo contra el que acababa de enfrentarse, prefirió dejarse
llevar.
La
maga le pidió a una de las mujeres que le trajera una de las tinajas y la
pusiera entre los dos. Hermes comprobó
que se encontraba en el templo de Hécate y que todas las sirvientas y
aprendices de Circe les acompañaban. Algunas estaban sentadas sobre los divanes
y sillones de la estancia; otras de pie, apoyadas en la pared, o incluso,
tendidas en el suelo.
Circe
puso el boliche del Caduceo boca abajo y lo metió en la boca de la tinaja. Ésta
enseguida comenzó a reaccionar echando un humo que olía muy bien, seguido de
hermosos destellos y chispas que iluminaron el recipiente. Después empezó a
temblar.
—
¡Atrás! va a
entrar en erupción. — advirtió la maga. Hermes se apartó y las que estaban más
cerca también.
Un
líquido luminoso fue expulsado hacia el techo. No salpicó, pero adoptó la forma
de una enorme burbuja de sólida acuosidad. En su interior aparecía Hermes
golpeando al aire como si se tratara de la perspectiva de Glauco al sufrir el
golpe. Se podía también percibir brevemente la técnica del general sincronizada
con el golpe. Se precipitó éste, por el
mismo túnel por el que Hermes había viajado, apareciendo sumergido en una
superficie pegajosa y rojiza. Los cuerpos muertos de su alrededor parecían
flotar también dentro de la misma zona.
—
¡Lo sabía! —
Exclamó el dios. — Estaba dentro del coral. Esas ramificaciones son las mismas
que me atacaron al final del combate.
—
¡No espera! — dijo
la maga. — Parece que está dentro, pero ¿no ves que también te ve a ti?
Efectivamente,
Ahora aparecía la imagen de Hermes frente al coral luchando duramente.
—
¡No lo entiendo! —
dijo Hermes.
—
Yo tampoco. — Dijo
la maga. — Efectivamente Glauco parece el mismo.
Ahora
aparecía la imagen de Hermes y él hablando en el río. No tardó en salir del
agua el general mostrando todo su porte. Las mujeres se ruborizaron y otras
expulsaron nerviosas y pícaras risitas.
—
¡Miento! Está mucho
más hermoso. — dijo Circe llevándose las manos a su hermosas y ruborizadas
mejillas. Hermes la miró. Le brillaban
los ojos de amor y atracción.
—
¿Hey? Yo estoy
mucho mejor que él, señoritas. — dijo celoso. — ¡ahora mismo lo vais a ver! —
se puso la mano en el cinto. Para desabrochárselo, pero Circe le detuvo con una
chillona negación.
—
¡No seas vulgar! —
dijo la maga. — Esto es el templo de Hécate no un Harem.
—
Era broma— dijo Hermes
riendo. — No iba a hacerlo. Solo quería
hacerte enfadar otra vez. ¡Es muy divertido!
—
¡Hermes eres un crío!
— dijo Circe. — Deberías ser la vergüenza de Zeus en este momento.
—
¡Ja! — dijo el dios.
— Qué poco conoces a mi padre. En realidad, nos parecemos muchísimo, aunque yo
tengo más cabeza.
—
¡Qué falta de respeto!
— dijo Circe mientras la burbuja se ocultaba en la tinaja otra vez. — No
comprendo cómo no te ha fulminado con su rayo ya.
Circe selló el recipiente con un tapón y pegó un
papel en ella con algún tipo de oración escrita.
—
Porque depende
demasiado de mí. — dijo Hermes cruzándose orgulloso de brazos.
—
¡Se acabó el espectáculo!
— se dirigió Circe a las mujeres. — Volver a vuestras cosas.
Las
mujeres se levantaron y se movieron.
—
Dejaré mi contacto
a su maestra, señoritas, por si alguna desea de verdad verme en la intimidad y
sacar sus conclusiones.
Las
mujeres miraron pícaras a Hermes y rieron.
—
¡Bueno! Creo que
va siendo hora de que cumpla mi parte del trato. — dijo Circe.
—
Eso es lo que procede.
— dijo Hermes.
Circe
dejó la tinaja entre otras muchas que tenía y dirigiéndose al altar sacó de
detrás de la estatua de Hécate una caja labrada de plata. La abrió
mostrándosela a Hermes. En ella había unos hermosos ornamentos. Dos de ellos
parecían espuelas, otros dos eran unos hermosos brazaletes, y dos hermosas
piedras multicolores. Hermes miró esos tesoros avaricioso e hipnotizado por su
belleza.
—
No te resultan
familiares ¿verdad?
—
Para nada. Si
supiera que existía un tesoro así ya estaría en mi botín.
—
Estos objetos son
únicos y no los reconoces porque obviamente he hecho algunos arreglos en ellos.
Han salido de la escama de Nereo que me has dado.
—
¿En serio?
—
Son unos
complementos que has de llevar contigo si pretendes llegar a la Atlántida
sumergida.
Circe
cogió las espuelas y las encajó en las dos sandalias, saliendo dos mini aletas
de ellas. Después encajó las dos piedras multicolores en los nudos de las
sienes del petaso. Finalmente abrochó los brazaletes en los potentes bíceps del
dios.
—
Sé que puedes
volar gracias al oricalcos de tus sandalias y que Hefestos te ha colocado
aletas; pero eso no será suficiente si pretendes entrar en el santuario. Como
bien has deducido todas las criaturas marinas tienen permitido entrar en el
santuario de Poseidón, pero no las criaturas de la tierra y el cielo. Estos complementos
bloquean esa permisión y te permitirán alcanzar cualquier cosa que quieras del
mar. Solo has de querer llegar a ellas, sumergirte en el agua, y harán el
resto.
—
¡Genial!
—
Además, con la
magia lémur que he incluido en ellos, no te será tan difícil moverte como con
las sandalias sustitutas de Hefestos. He compensado su peso y serás incluso más
veloz y flexible que con las originales.
—
¿Y podré utilizarlas
en las originales?
—
Así es.
—
Estoy entusiasmado
por probarlo. — dijo Hermes excitado.
—
Escúchame Hermes,
no sé qué vas a hacer exactamente, pero lo puedo intuir. Vas a correr un gran
riesgo con esto y tal vez te cueste caro en un futuro, pero, en cierto modo…
creo que tú y tu cómplice estáis en lo correcto.
—
¿Circe tú lo sabes?
— dijo Hermes.
—
Las lemurias
tenemos la enorme carga de vislumbrar el destino de las cosas y estamos
íntimamente conectados los unos y los otros. Si Nefele lo sabe, yo
irremediablemente también lo sé.
—
¿Te estás
preocupando por mí? Eso no es muy común en la bruja del mar.— Dijo Hermes
taimado.
—
¡Qué estupidez!
¿Por qué iba yo a preocuparme de ti? Te sabes cuidar mejor que nadie. — dijo
altanera.
Hermes la miró sin creer en lo que decía. Su
intuición no le engañaba y sabía que algo inquietaba a la maga.
—
Decididamente
nadie puede resistirse a mi encanto.
—
¡Vete ya! — dijo
autoritaria Circe. — Me estás distrayendo y tengo muchas cosas que hacer. – La
maga le dio la espalda arrogante.
—
Está bien. Yo también
tengo cosas que hacer. En el Olimpo deben estar histéricos porque no he
aparecido hoy.
Hermes se dirigió a una de las ventanas del templo.
La abrió y subió al alfeizar.
—
¡Hasta pronto Circe!
— dijo inclinando un poco la cabeza— No enloquezcas demasiado en la cama cuando
ese ex príncipe aparezca en tus sueños más íntimos. Y si necesitas compañía
¡llámame!
—
¡Márchate! — Gritó
furiosa la maga.
Hermes
se marchó riéndose. Estaba claro que tal vez algún día debería devolverle a la
hermana de Helios el favor. El negocio estaba bastante descompensado por su
parte, y si algo hacía a Hermes un buen empresario, era pagar lo debido a sus
socios.
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