Ino y Atamante fueron acogidos en el palacio de
invitados ilustres de Delfos., Dicho lugar era dependiente de la orden
sacerdotal del Oráculo de Delfos, con todos los honores. El complejo de Delfos
era una ciudad existente solo para la vida espiritual del oráculo de Apolo. Se
trataba de una ciudad sagrada, donde los sacerdotes y sacerdotisas eran las
máximas autoridades de ella. Era la puerta al otro mundo. Los visitantes acudían en peregrinaje hacia
allí para pedir la resolución de sus problemas al oráculo y aquél año coincidía
con los Juegos Piticos consagrados a Apolo.
Atamante acudía, debido a la influencia de
Ino, con la intención de que la especial época pudiera dar una solución a la
plaga que había costado la muerte a tantos habitantes de Orcómeno.
Delfos estaba rodeado en el nordeste por la
costa y el puerto de Itea, el suroeste lo encerraba la cordillera de Fócida. El
río Cefiso nacía en el interior de las montañas coronadas por el Monte Parnaso,
donde el propio Apolo dio muerte a la serpiente pitón en duelo con Eros.
Conmemorando dicho hecho, y debido a la concentración espiritual del
territorio, Apolo hizo construir en aquel lugar su templo más sagrado, dedicado
al culto espiritual, las artes y el deporte. Cerca de la cima donde se
levantaba el templo de mármol, se encontraba una piedra, donde por los escritos
del dios de los poetas, se decía que había nacido la creación. Dicha piedra, recibía el nombre del “ombligo
del mundo”.
En torno al santuario, edificado en diversos
niveles del Parnaso se distribuían todos los monumentos. En la cima más alta se encontraba el teatro,
el estadio, la fuente sagrada de Casótide, y el templo de Leto. En un nivel más
bajo, el Templo de Apolo. En la parte éste se levantaba el altar de sacrificios
y en la parte oeste los templos dedicados a Atenea y Artemisa. Durante los tres
sucesivos niveles más bajos serpenteaba la Vía Sacra, decorada de estatuas y
tesoros y capillas llamadas tesoros de los pueblos de Grecia. Todos los
pueblos, en agradecimiento o donación, depositaban sus riquezas en ellos. La salida
al santuario la remataba la puerta de las Milicíades, donde se accedía a un
mercado. Allí los comerciantes aprovechaban el acontecimiento para vender sus
productos. En dicho mercado, como era ya tradicional, una estatua de Hermes se
levantaba sobre un alto pedestal, emprendiendo el vuelo con su caduceo; como símbolo
del comercio y del intermediario entre el mundo de los muertos y los vivos.
No obstante, más allá de las edificaciones que
podían admirarse a simple vista, todo un entramado de misterios se encerraba en
el santuario cuyo alcance solo estaba en manos de los dioses. Uno de esos misterios los ocultaba el propio
templo de Apolo. El dios de las artes, almacenaba su biblioteca de
conocimientos y obras secretas en el sótano oculto bajo la edificación. Junto a los pergaminos, largos como libros, el
dios de los poetas también enterraba las tablillas de hierro de los oráculos
descifrados. Un segundo misterio del santuario, flotaba en torno a la piedra
adorada u ónfalo. Se decía que bajo ella Apolo había arrojado los restos de
Pitón. El tercer de esos misterios, se encontraba en la especulación de que eran
las propias Moiras las que actuaban como pitonisas del oráculo. Tal vez no como
tales en carne y hueso, pero sí como las oscuras influencias de las jóvenes
adivinas que debían hablar según los designios divinos. Por eso muchas personas temían a las palabras
del oráculo.
Los Juegos Píticos celebrados cada cuatro
años, junto a los Juegos Olímpicos alternos, eran dos acontecimientos muy
importantes. En concreto los primeros duraban en torno a ocho días. Dentro de
los tres primeros días, los visitantes y peregrinos debían ofrecer sus
sacrificios en el altar de Críos y consultar el oráculo. En el tercero, se
celebraba un gran banquete y después comenzaban las competiciones de lírica y
teatro. Entre el sexto y el séptimo, las competiciones deportivas; siendo las
más populares las de la carrera armada y normal, las luchas; las competiciones
de lanzamiento de disco y jabalina, y, por último, la de salto de longitud.
Entre el séptimo y octavo día, tenía lugar las competiciones de hípica. Ésta
estaba encabezada por la carrera de carros de dos y cuatro caballos, y las de
los caballos solos.
En su base eran muy parecidos a los Juegos
Olímpicos, pero a diferencia de aquellos que tenían más variedad de deportes,
éstos, los cambiaban por competiciones artísticas.
El Palacio de Ilustres de Delfos, era un recinto
que se situaba en la zona oriental del Santuario, donde un monte un poco más
elevado permitía a los sacerdotes y sacerdotisas vigilar el templo y los
tesoros del Templo. Solo se permitía a las pitonisas vivir dentro del recinto
del templo, para poder velar por la santidad de sus influencias. El Sumo Sacerdote
y la Suma Sacerdotisa podían acudir a visitarlas y proveerlas de los recursos
necesarios para su enclaustramiento. Se decía que ellas eran las únicas con la
suficiente condición sagrada de velar cerca del nido de Apolo y verse cara a
cara con él.
En torno a dicho Palacio, vivían sacerdotes y
sacerdotisas separadas por jardines y en la ladera de Delfos, el resto de sus
habitantes se encontraban con sus vidas ordinarias en ende de mantener
abastecido y poblado el santuario.
—
¿Crees de verdad que Apolo vive de forma eterna en este santuario,
Ino? — respondió Atamante mientras miraba el ir y venir de peregrinos en la
ciudad, desde la ventana del Palacio.
—
El oráculo de Delfos siempre dice la verdad. Su palabra viene
inmediatamente de la boca de Apolo.
—
Apolo es un dios extraño. Dice ser el dios de las Artes, la
belleza y la luz, pero manteniendo contacto con la oscuridad y misterios de
este mundo.
—
La elocuencia y la adivinación se pueden considerar un arte más.
—
O simple superstición…
—
¿Cómo puedes decir eso? Los dioses existen, el hades existe. Hay
un misterio encerrado en este mundo que sólo los dioses conocen. Tú eres hijo
de Eolo.
—
Sí, tienes razón; estaría cometiendo sacrilegio si dijera lo
contrario.
El rey de Orcómeno se derrumbó boca arriba en
la enorme cama con las manos y brazos en cruz. Con la manga se secó el sudor del
frente pensativo. Delfos era muy caluroso, húmedo y él estaba preocupado.
—
No debes preocuparte, mi amor. — Decía Ino tendiéndose a su lado.
— No vamos a perder nada preguntando a Apolo qué hacer con tu reino.
Antes de que Ino pudiera consolar a su esposo
llamaron a la habitación. Una sacerdotisa entró y les invitó a asearse y tomar
un baño, antes de ir al salón principal para almorzar junto a los Sumos
Sacerdotes y el resto de los invitados ilustres.
Sin duda alguna, averiguar el origen y el
extraño funcionamiento del objeto que había robado Hermes a Poseidón, sería
indescifrable para él. Requería de una mente brillante, sabia y eficiente. Una
mente que era capaz de resolver los propios enigmas de este mundo.
Evidentemente no iba a acudir al cascarrabias de Nereo otra vez.
La última vez que se cruzó con él había sido
cuando, haciéndose pasar por Amatea y gracias al funcionamiento de los
complementos de Circe, había vuelto a aquella cueva y tomado el ungüento
maravilloso de regeneración y protección al calor. El anciano no le había descubierto, ni le
había obligado a perseguirle en sus diferentes formas; pero el dios de los
mensajeros se había visto obligado a soportar las inmensas muestras de aprecio
de éste hacia Amatea.
“¡Qué hombre más meloso y pegajoso! Encima me
hacía chantaje sentimental con lo de su vejez para que le diera de comer. Menos
mal que se me ocurrió decirle que tenía prisa.”
Pensó Hermes volviendo a su deliberación.
Puesto que no iba a ser Nereo el que le dijera qué era el extraño objeto que
había robado, su opción más próxima y acertada era su genial inventor y
hermano, Hefestos. El artilugio podía ser una pieza de oricalcos puro y el dios
de los artesanos podía querer apropiarse de él.
“En ese caso deberé tirar de mi elocuencia
verbal. Si fuera el oricalco ¿Cómo no iba a aprovecharme de la codicia de mi
hermano para que velara por mis intereses?”
Con este pensamiento se dirigió Hermes hacia
la Fragua de su hermano, donde le recibieron los tres cíclopes. Estéropes le
llevó al salón de los lemurias, donde el dios de los artesanos se encontraba en
ese momento. Hefestos pidió a Hermes que
esperara y ordenó al cíclope que regresara a su puesto de trabajo. El hijo de
Zeus y Hera estaba apuntando en unas tablillas todo lo que sus lemurias le
decían. Se encontraba frente a lo que parecía una urna de hielo pulido en cuyo interior
un montón de rayos de colores reaccionaban sin orden o dirección aparente. ¿Qué
vería de interesante Hefestos en esas luces? Esta misma pregunta se hizo
Hermes.
—
Vienes a por tus sandalias ¿no es así? — Dijo Hefestos mientras
cerraba sus apuntes.
—
¿Acaso ya están?
—
Exactamente. Ven a mi taller privado y te las devolveré.
Los hermanos divinos se dirigieron a dicho
lugar siguiendo la misma ruta que Hermes conocía. Allí Hefestos guardó su
tablilla y se dirigió a unas cajas de madera de dónde sacó las sandalias. Las
puso sobre la mesa y las limpió un poco.
—
¿Cómo lo has conseguido? ¿Acaso no era complicado? — Le dijo
Hermes.
—
Lo complicado era poder descifrar su diseño original. Veras, lo
importante en ellas es que el diseño se siga manteniendo, pues de él depende
que cumplan su misión de vuelo o no.
—
¿Cómo?
—
Intentaré ser más explicativo. Si contemplas las sandalias tras
esta lupa veras que bajo el cuero se escondía todo un entramado de hilos de oro
puro, por donde circula el cosmos de quien las lleva puestas. Ese cosmos se
extiende a lo largo de la sandalia a través de la bota haciendo que estas alas
hagan su trabajo. Las alas también están atravesadas por dichos hilos, pero en
mucha más abundancia estrechándose hasta las puntas de las plumas, como nervios
dorados.
—
Me estás diciendo que mi cosmos hacía a estas sandalias moverse ¿y
cómo es que no me agoto?
—
Así es. Como si se tratara de la batería.
—
¿De qué?
—
¡Da igual! El hecho era que dichos hilos había que restaurarlos de
vez en cuando, pues, aunque su resistencia es duradera, el uso de las sandalias
tan a menudo puede terminar deñando y gastando su estructura, debido a las
deformidades de los movimientos. Fíjate; la parte más gastada coincide con los
tobillos y los laterales antes de llegar a los dedos. Por allí comenzaron a
romperse hasta extenderse al resto y las alas. De todas formas, este artilugio es tan
asombroso que los mismos hilos que sirven de conductores del cosmos, reconducen
al cuerpo de quien las calza esa energía. De este modo no se agota,
autoabasteciéndose. He bautizado a este sistema el “circuito cósmico”.
—
Circuito cósmico…— repitió Hermes mirando extrañado a su hermano.
—
Puedes quedarte las otras sandalias que te di de repuesto. Ahora
tengo que volver a mis experimentos.
—
Lo cierto…— interrumpió Hermes. — Es que hay algo más que quiero
enseñarte.
—
No tengo mucho tiempo ¿Por qué no vienes mañana por la tarde?
Hermes tomó del brazo de su hermano firme,
acercándose a su oído, cómplice.
—
Te aseguro que lo que te voy a mostrar es mucho más importante.
—
Está bien. — Dijo Hefestos expirando. — ¿De qué se trata?
—
Me gustaría que miraras en la bola de mi caduceo.
—
¿Se te ha roto la esfera de contención y ampliación, también? Eso
es imposible.
—
No exactamente.
Hermes dejó que el caduceo flotara en el aire
agitándose sus alas. Gracias al cosmos las serpientes comenzaron a moverse y a
recuperar su forma original, mientras el dios del comercio movía la bola hacia
arriba de la barra. Cuando la esfera se extrajo, el mensajero del olimpo tomó
las serpientes vivas y las encerró en un saco. Después le entregó la esfera a
Hefestos, mientras el cayado caía al suelo perdiendo su vida en una insignificante
barra de oro.
Hefestos tomó la esfera, y colocándose unos
rústicos anteojos la examinó con detenimiento.
—
Veamos. Veo una abundante nebulosa de polvo de estrellas que rodea
algunas impurezas que parecen pequeños asteroides rojizos. Siempre te dije que
la esfera de tu caduceo es como un universo en miniatura y examinarla es
realmente hermoso. Seguro que a ese polvo de estrellas le sacarás mucha
rentabilidad en Cólquide.
—
¿Ves algo más? Justo en lo más profundo de la esfera.
Hefestos entornó los ojos, intentando mirar
más profundamente y con mayor fijeza. Una esfera del tamaño de una canica se
encontraba en el interior. Su luminosidad era tan imperceptible que no podía
apreciar con exactitud de qué se trataba.
—
Hay una pequeña esfera, pero es opaca y no parece más que una
insignificante piedra o mineral.
—
Creo que podrás verlo con claridad si aplicases un poco de ese
cosmos tan helado que posees.
Hefestos abrió la palma de la mano y vertió
sobre la bola el aliento congelante. Instantáneamente la canica comenzó a
brillar con un hermoso color azulado, extendiéndose por el cristal de la bola
como un hermoso diamante.
—
¡No puede ser! ¿Esto es lo que creo que es?
Hermes asintió a la vez que sonreía
triunfante.
—
¿Ahora me vas a decir que no era algo importante?
Hefestos tenía la boca abierta mientras
contemplaba la esfera aumentando de volumen y cada vez más luminosa y hermosa.
—
¿Dónde has conseguido éste oricalcos puro?
—
Tengo mis contactos.
—
¡Mentira! No has podido encontrarlo y extraerlo tan fácilmente de
Poseidón.
—
¿Otra vez menospreciándome, hermano? En fin. El caso es que he
tenido que encerrarlo en la esfera para contener su increíble poder. Esa
pequeña canica parece el imán de la gravedad de todo este condenado planeta. En
cuanto salió de su legítimo cubículo, el mar y el aire comenzaron a agitarse.
—
Todavía no doy crédito. ¿cómo has sido capaz de robarlo?
—
¿Acaso eso importa?
—
Podías buscarte problemas con Poseidón.
—
¡Ja! Como si me asustaran los problemas. — dijo sentándose
desgravado Hermes en la silla. — sin ellos mi vida sería aburrida.
Hefestos volvió a centrar su mirada en la
bola, hipnotizado por el brillo del oricalco.
—
Dime hermanito. Tú que eres un otaku del cosmos y el oricalco. —
prosiguió Hermes. — ¿No te gustaría acceder a millones y millones de
conocimiento y sabiduría con él?
—
¿Qué insinúas?
—
Imagina por un momento los secretos que puede encerrar su
posesión. La de nuevos inventos que ibas a crear gracias a su estudio. ¡Te
convertirías en la criatura más sabia e inteligente de este mundo!
Hefestos se
irguió y se alejó de la esfera, intentando evitar seguir mirándola y caer en la
tentación.
—
Y cuánto me iba a costar eso ¿eh? — dijo cruzándose de brazos y
mirando por el rabillo del ojo a Hermes.
—
¿Quieres que negociemos? ¡Me encantaría negociar contigo!
—
Eres el dios de los ladrones y estafadores. — Dijo Hefestos
girándose hacia Hermes.
—
A ti no te perjudicaría en ningún momento. Sabes que eres el hermano
que más aprecio de todos.
Hefestos le miró inquisidor. Después alzó su
ceja derecha mientras sus dedos golpeaban los fuertes bíceps de su brazo,
pensativo. Miró la esfera otra vez.
—
Siempre echaste manos de tu persuasión y loar, para conseguir lo
que te proponías.
—
¡Ves! Me conoces bien. Por eso eres mi hermano preferido. — dijo
sonriendo torcidamente.
—
¡Ah! — dijo golpeándose la frente Hefestos resignado. — ¿Qué
debería hacer yo a cambio?
—
Así me gusta, directo al grano. — Hermes inclinó su tronco hacia
delante, apoyando su mano en la rodilla y tocándose la barbilla. — Es algo muy
fácil para ti.
—
Desembucha…
—
Solo quiero que me crees una mujer.
Hefestos retuvo la frase mirándole fijamente
con su frío gesto, intentando disimular su risa interior. No obstante, no pudo
contener más las lágrimas, diciendo después de una carcajada.
—
¡Una mujer! ¿Acaso no tienes suficiente con todas las que hay
entre deidades y humanos? ¿Ya te has beneficiado a todas? — Dijo Hefestos apoyándose
en la mesa sin cesar de reír.
—
No te precipites, hermano. Te has adelantado a una cláusula muy
importante de este contrato.
—
¿Y de qué cláusula se trata? ¿Qué la esculpe como una adolecente,
una mujer joven… tal vez te gusten más maduritas, como mi madre? — dijo riendo
todavía más. Se sentó en la silla de enfrente mientras apoyaba su cara entre
los brazos ensordeciendo sus carcajadas.
—
La mujer en cuestión se trata de Pandora.
—
¡¿Qué?!— Dijo alzándose firme y escandalizado Hefestos. Ya no
reía.
—
No sabía que tuvieras tantos cambios de humor en tan poco tiempo.
— dijo Hermes sonriendo pícaro, apoyando el codo en la mesa y la mano en su
sien.
—
Repite otra vez. Creo que
no he escuchado bien.
—
Has escuchado perfectamente, hermanito. Quiero que reconstruyas a
Pandora.
—
¿Esto es un chiste proveniente de tu sórdido humor negro? Sabes
que odio esos chistes sin beber.
—
No es ningún chiste.
Hefestos se acercó a los ojos de Hermes intentando
averiguar sus pensamientos. Parecía que efectivamente en ese momento su voz y
su mente estaban hablando el mismo idioma.
—
¡¿Acaso has perdido el juicio, Hermes?! Zeus se encargó de
castigar a Pandora por haber vertido todos los males de este mundo. Si la
reconstruyo me encerrarían con nuestros abuelos. ¡Y te juro que te arrastro
conmigo si algo así me sucediese!
Hefestos se levantó del golpe furioso, dejando
caer la silla tras de sí. En ese momento Hermes podía percibir a su hermano
Ares en él.
—
¿Por qué debería enterarse? Solo debes cambiar su diseño. Nadie se
enteraría que es Pandora. Ponle otro color de pelo o de ojos…
—
¡Hablas de ella como si se tratara de una muñeca! Pandora fue mi
obra de arte. En ella vertí todo mi conocimiento científico, humano y biológico.
Un conocimiento próximo a la creación de este mundo. — Dijo mirando las palmas
de sus manos. — Todo ello solo con el
objetivo de crear a la criatura más perfecta de este mundo… al alma más pura
del universo. — Se llevó las manos al pecho.
—
¡Por todos los dioses, Hefestos! Hace un momento pensaba que ibas
a morir de risa, para luego despellejarme vivo. ¿Ahora te me pones en plan
sentimental?
Hefestos plantó un puñetazo a Hermes que lo
dejo conmocionado. Se llevó la mano a la comisura de los labios mientras
escupía un poco de sangre. Miró a su hermano.
—
Te lo merecías por faltarme al respeto. A ver si recobras la cordura.
— Espetó Hefestos.
—
¿Te has quedado más tranquilo? — Dijo Hermes arrancado un pedazo
de hielo de la pared del taller. Se lo puso en la mejilla y el labio. — ¡Estarás
contento! Me va a salir un moretón que deformará mi hermosa cara.
—
Rechazo tu propuesta.
—
¿Estás seguro? ¿Vas a dejar escapar el oricalco puro?
Hefestos miró el boliche otra vez.
—
Si por ello me salvo del Tártaro; que así sea.
—
Muy bien. Entonces se lo daré al lémur que te está usurpando el
trono. Seguro que él no lo rechazaría.
—
¡Espera! ¿acaso sabes de quién se trata?
—
Hermanito, paso en las fronteras del oriente mucho tiempo, gracias
a mi ruta de polvo de estrellas. ¿Acaso no tienes idea de lo que se hace con
tanta mercancía cósmica?
—
¿Qué se hace con ese polvo de estrellas?
—
Como no quieres ayudarme a mí. ¿por qué iba a ayudarte a ti? Nada
es gratis con el dios del comercio.
Hermes se señaló con su propio pulgar el pecho
resolutivo. Después tomó la bola del caduceo para disponer a recomponer su
cetro. La helada mano de Hefestos le
tomó del brazo. Hermes le prestó atención.
—
Quiero entonces yo también incluir una cláusula a este contrato de
obra…
Hermes sonrió malicioso. Al fin había conseguido
persuadir a su hermano. Herir el orgullo de un genio era la mejor estrategia
para llevarlo a su terreno.
El almuerzo en el palacio de Ilustres de
Delfos, había sido muy abundante. Entre los invitados habían acudido Egeo y
Esón, conocidos amigos de Atamante. También se habían reunido con ellos Layo,
el rey de Tebas y el rey de Argos, Euristeo. Aquél que había enviado a Heracles
a realizar las doce pruebas. La conversación había sido todo el tiempo sobre
Heracles. Todos los reyes sabían a la perfección que todas las pruebas habían
sido superadas por el héroe, lo cual no alegraba especialmente a Euristeo, debido
a que había mandado hacer esas pruebas, con el fin de matar a Heracles. El héroe
podía reclamar su legítimo derecho al trono de Argos y por eso mismo, al rey le
interesaba su desaparición.
Euristeo ocultaba su rabia cuando oía a la
gente alabar a su primo, pero no decía nada, temiendo desvelar su odio a
Heracles. No obstante, el odio fue suplido en ese momento por Ino quien dijo.
—
No sé por qué admiran tanto a un asesino. Parece mentira que
estando en el mismo oráculo de Delfos, ya se haya olvidado que Heracles estuvo
aquí en los pasados juegos Piticos, buscando limpiar su conciencia.
Todos los invitados se quedaron atónitos del
comentario. Egeo y Esón sintieron
revolvérsele el estómago. Ino era la harpía desalmada.
—
Es cierto. —Comentó el Sumo Sacerdote. — Heracles vino a pedir
penitencia al oráculo después de asesinar a su familia en un ataque de locura.
No obstante, debemos pensar que el resto de su vida la vivirá purificando ese
pecado.
—
Las doce pruebas tenían parte de esa intención. — Dijo Atamante. —
Si mal no recuerdo.
—
No sé querido. — continuó Ino. — Alguien que pierde los estribos
una vez; puede volver a perderlos. No quisiera ser la pobre dama que se
convertirá en su siguiente esposa.
—
Heracles ha demostrado más de la cuenta que ya no es el que era. —
Dijo Egeo.
—
Cierto. — Apoyó Esón.
—
En mi caso. — prosiguió Layo. —
No tengo derecho a opinar. Heracles dijo que vendría a Tebas a
visitarme, pero parece ser que todavía no ha tenido tiempo. Me dijo que me
ayudaría con la reconstrucción de mi palacio.
—
Si no va, le enviaré yo, Layo. — dijo Euristeo. — Será la prueba
número trece.
Finalizado el almuerzo, los invitados
decidieron dar un paseo por la ciudad de la ladera, para ir al atardecer a
pedir al oráculo sus profecías. Atamante quiso que Ino le acompañara, pero su
esposa dijo sentirse indispuesta por el calor. El rey de Orcómeno quiso
acompañarla a la alcoba, pero Ino le dijo que debía ir a cuidar sus asuntos
diplomáticos con los otros cuatro reyes. El Eolo asintió dejando instrucciones
a sus doncellas para que cuidaran de la reina.
Era costumbre que durante todo el día se
acudiera a las profecías del oráculo, pero solo era al atardecer cuando se
solía manifestar Apolo en ellas. Efectivamente, el dios de las artes, solía
acudir a descansar a su templo cuando su astro iba perdiendo brillo. Todo el
día lo dedicaba a sus labores de caza, al entrenamiento del arco y a la
redacción de todos los papeles que debía firmar Zeus. Antes de comer o después,
solía componer nuevos versos, dibujar o escribir. La tarde era su momento de mayor inspiración y
solía rodearse entonces de las musas.
El hijo de Latona, acudía a Delfos siempre de
forma visible, ocultándose entre la muchedumbre bajo el aspecto de un mero
visitante o curioso. Su intención era no tener que intervenir en el transcurso
habitual de los juegos, a no ser que apreciara algún tipo de trampa en ellos.
El dios de las artes era un hombre justo pese a todo, y muy preocupado de que
no se corrompiera su más preciado santuario. Igual que podía hacer Ares en Tracia;
Zeus y Hermes en Olimpia; Apolo debía cuidar sus tierras.
El mellizo de Ártemis, aquél segundo día de
juegos, se había decidido por vestir un quitón largo y la toga blanca que
debían de llevar aquellos que procedieran a sacrificar en el altar de Críos sus
ofrendas. Era protocolo que al pisar el territorio sagrado se acudiera de forma
solemne y orante.
En el mercado del inicio del santuario los
comerciantes solían vender todo tipo de animales que debían presentarse al
sacrificio, así como las ropas tradicionales de oración. Algunos suvenir o
comida para poner en las estatuas. También había comercio de joyas y otros
artículos, bien destinados a llevarse a los tesoros o quedárselos los
compradores para lucirlos en los diferentes espectáculos.
Mirando entre aquellos puestos un mercader fue
a ofrecer a Apolo unas puntas de flecha muy sólidas al descubrir el arco que
llevaba en la chistera. Apolo examinó las flechas detenidamente. Su estrechez,
ligereza y punta afilada.
—
Me es curioso ver que se vendan este tipo de artículos en los
Juegos Píticos. El tiro con arco no está dentro de la categoría de competición,
como lo está en Olimpia. — dijo Apolo.
—
Es cierto mi señor, pero con motivo de que estamos en el territorio
sagrado de Apolo, muchas personas vienen aquí sabiendo que vendemos el mejor
material para tiro con Arco. Así como usted lleva ese arco, había oído de esto,
¿no es cierto?
—
Tienes razón. He venido para ver si así era. De todas formas, creo
que Apolo se siente honrado por la venta aquí de estos productos. — Sonrió el
dios mostrando una dentadura perfecta y resplandeciente que dejó sin habla al
mercader. Sus rasgados ojos azules se entornaron en un agradable brillo.
—
Señor, tenga esa flor de mi parte. — Apolo se giró a una dulce voz
a su derecha. Era una niña de unos ocho años sonriente y con chapetas en sus
mofletes.
—
Ella es mi hija, Delia. – dijo el mercader.
Apolo dejó las puntas de flecha, y se inclinó
para tomar la flor, oliéndola. Un ondulado mechón ámbar se deslizó por su
amplia frente, haciéndole más hermoso de lo que ya era.
—
Muchas gracias. — dijo el dios extendiendo su mano y asomando un
hermoso polluelo amarillo piando. La niña sonrió maravillada.
—
¿Es usted un mago? — dijo la niña tomándolo entre sus pequeñas
manos.
—
No exactamente.
—
Eso ha sido digno de la competición de poesía y espectáculos que
comenzarán pasado mañana.
—
Esa es mi competición preferida.
Apolo se alejó dando un par de cariñosas y
suaves palmadas en la cabeza de la niña, los caminantes no podían dejar de
contemplar la delicada y elegante figura de su silueta. Apolo, aún oculto bajo dichas ropas seguía
destacando por su altura estilizada y corpulenta. Prosiguiendo su trayecto
hacia la puerta del santuario, el dios de las artes se paró al escuchar una
conocida voz.
—
¡Buenas tardes, hermanito! — Apolo alzó sus ojos hacia lo alto de
la columna que soportaba la puerta. Sobre ella se encontraba sentado Hermes,
quien le saludaba inclinando la cabeza.
—
¿Qué haces ahí? ¿Acaso no tienes trabajo que hacer?
El dios saltó al suelo para acercarse a Apolo.
—
Tengo un poco de descanso y quería ver qué tal van los Juegos.
—
Aún no han empezado, obviamente, estamos al segundo día de
oraciones.
—
Ya veo. El altar está plagado de sangre de animales y con este
calor soporífero el olor es un poco nauseabundo. No sé cómo te puede gustar
semejante espectáculo.
—
Yo no pido sacrificios, los humanos lo hacen porque para ellos lo
más valioso que tienen son las reses que les aportan alimento en su día a día.
¿Acaso podría una persona sobrevivir sin alimentarse? Me halaga mucho que me
ofrezcan algo tan valioso para ellos, a cambio de mi protección. Es eso lo
único que me importa.
—
Comprendo. Yo prefiero que me den comida recién hecha o joyas.
Algo que yo pueda consumir o utilizar lo más rápido posible.
—
Siempre tan materialista, Hermes.
—
La espiritualidad es una tontería. Lo que mueve este mundo es el
dinero, sin duda.
Apolo expiró resignado. La superficialidad de
Hermes le ponía muy nervioso en un principio, pero ya con el paso del tiempo
había aprendido a aceptarle. Además, después de demostrarle su habilidad en
crear instrumentos y tocarlos, le daba la esperanza que su hermano era más
sensible de lo que aparentaba.
—
Voy a entrar en el santuario ¿quieres acompañarme?
—
Está bien, no tengo nada que hacer de momento.
—
En ese caso, permanece así de invisible ante los ojos de los
humanos o adopta una forma visible y humana. De este modo la gente no me mirará
como si hablara con un fantasma.
—
Con lo divertido que es que piensen que estás loco o eres un
iluminado…
—
Deberías comenzar a tomarte las cosas más enserio.
—
Está bien. Solo quería hacerte rabiar un rato. Añoro los momentos
pasados en los que solíamos pelearnos por nuestras cosas…
Hermes adoptó la forma visible ocultando sus
atributos en su botín. Apolo le entregó unas ropas recién compradas. Hermes las
vistió sin que nadie se percatara de la presencia repentina de una nueva
persona cerca de la puerta.
Los dos hijos de Zeus entraron en el santuario
andando despacio en la Vía Sacra. Hermes sentía su avaricia crecer al ver la
cantidad de cofres y tesoros que los visitantes iban depositando en los tesoros
de los pueblos.
—
¿Qué hacéis con toda esa riqueza? ¿dejarla empolvarse en lugar de comerciarla
y haceros más ricos? — preguntó Hermes desconcertado.
—
Los sacerdotes y sacerdotisas son los encargados de
administrarlas. Parte de ellos van a pasar a sus arcas con el fin de restaurar
este templo y asegurar su supervivencia en Delfos. Los más hermosos para mí me
los llevo. Aprecio más un humilde poema o canción que un puñado de oro.
—
¡Pues dame lo que no quieras a mí!
Apolo rio.
—
Desde luego que no has cambiado nada. Dejémoslo así, a veces estos
excedentes van a parar a la solidaridad de los pueblos de Grecia para ayudar a
los que pasan por mayores dificultades.
—
¡Menuda tontería! Ese dinero se gastará tontamente en la
financiación de las guerras de Ares.
—
No es cierto eso. No van destinados a las armas, sino al cuidado
de sus víctimas civiles, heridos y reconstrucción de aldeas. Otros reinos como
el de Orcómeno, lo reciben porque debido a la plaga que los asola, se han
destrozado sus cultivos y han de tratarse a sus enfermos.
—
Abre los ojos, hermano. A veces me recuerdas a Atenea por tu ingenuidad.
Los hombres no son tan justos como dices.
—
Yo no digo que sean justos, pero los tesoros están destinados solo
a eso.
—
Si descubrieras que las cosas no son como dices, ¿te convencerías?
—
Sí; y actuaría en consecuencia.
—
Entonces me alegra decirte que hace poco he visto a la Suma
Sacerdotisa acudir a una de los tres oráculos, con un pesado saco de oro que le
ha dado la reina Ino.
—
Mi pitonisa jamás caerá en semejante soborno.
—
Cómo tú digas. ¿Por qué no lo comprobamos? Atamante está a punto
de pedir al oráculo una solución. Le he visto hace poco dirigiéndose a la cola
del oráculo de Beocia.
—
Ese es el segundo oráculo de Delfos. Dirijámonos ahí.
Los dos dioses aceleraron su paso hacia el
segundo oráculo. El oráculo de Delfos se dividía en tres: el primero
correspondía la pitonisa más anciana. A
él se dirigían los pueblos del Peloponeso, es decir, Mesenia, Elide, Arcadia,
Argos y Laconia. Al segundo, donde se hallaba la pitonisa mediana, acudían los
pueblos de Beocia, Elide, Eubea, Tesalia y Ática. El tercer oráculo, formado
por la pitonisa más joven, era el destinado a los pueblos de Tracia hasta el
Mar de Próptide; todas las islas del Egeo, incluyendo Rodas, Creta e Ítaca y la
zona del Olimpo; conocida como Macedonia.
Los tres oráculos con sus tres pitonisas
estaban divididos en orden cronológico, coincidiendo con su antigüedad.
Tomando un atajo, Apolo se introdujo por una
de las elevaciones del terreno. Allí posó su mano, cayendo toda la tierra que
ocultaba una puerta secreta. Se introdujo en ella con Hermes, quien estaba muy
excitado por descubrir otro de los secretos de aquel misterioso santuario.
—
Esta puerta me conduce directamente hacia mis pitonisas. Con ellas
me encuentro de vez en cuando para alimentarles su espíritu.
—
Alimentar su espíritu. Es así como llamas a las artes amatorias.
—
No seas estúpido. Las aliento con mis enseñanzas y doctrina para
enseñar a que descifren el lenguaje del oráculo.
—
Ya… y solo se queda allí la cosa. No se lo cree nadie.
Llegaron a un lugar cubierto de mármol. Ahí se
encontraba una estatua de Apolo presidiendo, y otras alrededor con sus
correspondientes nombres en los pedestales. A la derecha las diosas Hestia, Atenea, Ártemis. A la izquierda Palante, Hécate, Leto y Tía. En
el lado opuesto a Apolo, las Moiras.
—
Los dioses del destino. — dijo Hermes.
—
Así es. Todos ellos de alguna forma interceden en el destino de la
vida.
—
Sin embargo, te has olvidado de Cronos, Hades y Zeus. Incluso
Prometeo.
—
Cronos y Prometeo, fueron malditos. Hades no quiere que se le
represente en ninguna estatua. Sabes que no le gusta que sepan su forma
original. Zeus sí que está, pero en la entrada del pasadizo. Veo que no lo has
visto.
—
¿Es cierto? Entonces, se me ha debido pasar.
Entre las estatuas había tres escritorios y
tras la estatua una pizarra de cera. Parecía algo semejante a una escuela.
Después había tres entradas a tres diferentes pasadizos. Se dirigieron al del
centro.
Pasado un estrecho cubículo llegaron a una
hermosa habitación. Perfectamente amueblada y con todas las comodidades del
mundo. Algunos libros en una estantería y una reja que se abría a un patio
luminoso con bonitas flores y una fuente.
—
Esta es la alcoba de la pitonisa mediana. En estos momentos se
encontrará en la capilla descifrando los oráculos.
Introduciéndose en otra oscura cavidad
entraron en un lugar que carecía de iluminación. Unas antorchas se centraban en
una figura que danzaba al exhalar unos extraños humos procedentes de dos
ánforas de oro.
—
¿Qué es esto? — dijo Hermes.
Apolo colocó a su hermano contra la pared
ocultándole como él mientras veía a la pitonisa danzar. Acercándose a la mujer
se asomó el dios de las artes por la mirilla. Al otro lado de la pared, estaba
la suma Sacerdotisa entregando una tablilla al siguiente peregrino, mientras
esperaba el turno de Atamante.
—
¿Por qué está la Suma Sacerdotisa aquí? No se permite que sean ni
ella ni el Sumo Sacerdote los traductores del lenguaje de los oráculos.
Hermes contemplaba a la mujer de mediana edad,
danzando hipnotizado.
—
No me creo que solo las enseñes como descifrar el oráculo. Seguro
que las adoctrinas en más cosas. — Dijo Hermes codeando camarada a Apolo. —
incluso a su edad y esa danza, es bien hermosa…
—
¡Mente sucia! — dijo indignado Apolo. — La pitonisa debe exhalar
ese aroma que le ayuda a introducirse en el mundo misterioso del destino y ver
el futuro. — dijo Apolo. — La danza es la consecuencia de esa elevación a otra
dimensión.
—
Es decir, que las drogas para que escriban sus alucinaciones.
Apolo agarró a su hermano por el brazo y le
dio una fuerte descarga de cosmos, como escarmiento.
—
Eres un ignorante. Jamás vuelvas a decir algo semejante. Es así
como se puede ver el futuro.
Hermes protestó en voz baja.
—
Hoy todos mis hermanos parecen querer darme lecciones.
—
¡Cállate!
Apolo se puso el índice en los labios y volvió
a vigilar a la Suma Sacerdotisa. La mujer había visto a Atamante formular su
pregunta. La pitonisa, quién parecía demasiado extasiada para percibir a los
dos dioses; después de alejarse de la pared de los orantes, comenzó a hablar en
una lengua extraña. La Suma Sacerdotisa escribió la traducción en la nueva
tablilla y se la entregó a Atamante.
—
¡Maldita pécora! — dijo furioso Apolo. Brillando su cosmos de
furia.
—
¿Qué pasa? — dijo Hermes sorprendido, descentrando su mirada de la
pitonisa a su hermano.
—
¡Mi pitonisa no ha dicho eso! La Suma Sacerdotisa ha puesto otra
cosa.
Apolo rápidamente sacó un pergamino y escribió
la auténtica traducción de la pitonisa. Se la entregó a Hermes.
—
Corre hacia Atamante y entrégale este pergamino. Dile que viene
directamente de mí.
—
¿Quieres que le diga que la Suma Sacerdotisa ha mentido?
—
Mejor que no. Eso pondría en duda la veracidad de mi oráculo.
Dáselo como otra nueva predicción. Le alegrará saberlo a Atamante.
—
Pero entonces ¿qué ha escrito la Suma Sacerdotisa, que parece tan grave?
—
Tenías razón. Ino la ha sobornado para destruir la descendencia de
Nefele.
—
¿Ahora me crees?
—
Te creo a medias. — dijo Apolo. — es verdad que hay corrupción en
mi santuario y he de actuar en consecuencia, pero mis pitonisas siguen
intactas.
Apolo se acercó a la desmayada y agotada
pitonisa en el suelo. Hincando una rodilla la miró. La pitonisa se giró
débilmente hacia él, percibiendo la calidez del dios.
—
Mi señor…—dijo ella.
—
Estás haciendo un buen trabajo. — Apolo le posó la mano en la
cabeza mientras la pitonisa sonreía.
Después la mujer introdujo en el ánfora más
hierbas para que el incienso volviera a humear.
—
¿Qué haces ahí, Hermes? — dijo Apolo a su hermano. — Apresúrate a
darle el mensaje a Atamante, mientras yo me encargo de la corrupta.
Los dos dioses se dirigieron a cada una de
esas personas. Hermes salió en busca de un impactado Atamante que se dirigía a
enterrar la tablilla falsa, aguantando las lágrimas. Echó la tablilla el rey de Orcómeno a uno de
los hoyos excavados mientras echaba la tierra por encima.
—
Esto es la preparación a vuestro entierro mis queridos Frixo y
Hele. – Dijo Atamante. — Es la voluntad de los dioses, pero me aseguraré de que
recibáis todos los honores que os merecéis, hijos míos.
El rey rompió a llorar alzándose en sus piernas,
mientras Hermes se sentía furioso. Es cierto que tenía fama el mensajero de ser
frío y superficial, pero con la familia no había que jugar de esa forma. Pensó
en Chryssos y comprendió entonces que Nefele ya había predicho que el destino
de sus mellizos era la muerte. El carnero de oro era la única esperanza para
rescatarles.
—
Atamante…— dijo Hermes haciéndose girar al rey. —Éste se humilló
ante él.
—
No es digno llorar ante un olímpico.
—
No eres el primero que llora ante mí, incluso algunos dioses han
llorado alguna vez. Vengo a traerte un mensaje directamente de Apolo que
alegrará tus días de duelo.
Hermes extendió la mano para entregar el
pergamino de Apolo a Atamante. Éste lo tomó entre sus manos, lo desenrolló y lo
leyó en voz alta:
“Cuando las hojas se doren y caigan muertas; el
país de Copais, recibirá el néctar divino que sanará sus tierras. Un tesoro que
llegará directamente de Zeus.”
—
¿Qué significa? — dijo el rey. — El oráculo ha sido mucho más
claro en la tablilla y Apolo parece más impreciso.
Hermes miró con fijeza a Atamante. Deseaba
decirle que el mensaje anterior había sido falsificado, pero debía seguir la
voluntad de su hermano.
—
El oráculo parece a veces ser más claro en dar las malas noticias
que las buenas. ¿No es extraño? Puede deberse que las personas están más receptivas
a las malas noticias. Debo irme, rey de Orcómeno y no desesperes. No es oro
todo lo que reluce y sí, en cambio, oro lo que menos destaca.
Hermes inclinó respetuoso su cabeza, antes de
alzar su vuelo para buscar a Apolo y decirle que ya había cumplido con su
labor.
Un sacerdote se dirigió a la Suma Sacerdotisa
para decirle que el sumo Sacerdote la esperaba. La mujer puso a traducir a la
original y siguió al Sacerdote hacia la parte trasera del templo. Las personas que se inclinaban a tocar el
ónfalo sagrado se estaban yendo en ese momento del lugar, ordenados por los
sacerdotes. El Sumo Sacerdote mandó cerrar la reja y a los sacerdotes echar la
cortina que mantenía el lugar protegido de las vistas.
—
¿Qué significa esto? — dijo la Suma Sacerdotisa. —Todavía no ha
acabado la jornada de adoración.
—
Hoy se va a cerrar antes por órdenes de Apolo.
—
¡Apolo! — dijo la sacerdotisa. — Se ha presentado ante vosotros
solamente. ¿Por qué?
—
Porque solo me presento ante personas de corazón limpio y honesto,
Suma Sacerdotisa.
La Suma Sacerdotisa miró al sacerdote que le
había traído hasta allí; se había quitado la túnica y mostraba sus
resplandecientes ropas divinas de oro. Tenía los ojos azules y un hermoso
cabello ondulado ámbar. El cosmos a su alrededor inundaba a cada uno de los
presentes que se inclinaron ante tan deslumbrante presencia. No cabía duda, ese
era el poder de un hijo de Zeus. La mujer se humilló ante él.
—
¡Mi señor Apolo!
—
Contempla bien el rostro de quien va a castigarte, Ginia. — dijo
Apolo
—
Hace tiempo que nadie me llamaba así. ¿por qué?
—
Desde este preciso momento te destituyo de tu cargo de Suma
Sacerdotisa de Delfos, y como castigo a tu avaricia y pecado; serás enviada al
abismo de Pitón, donde caen aquellos que no respetan los mandatos de este
santuario.
Apolo alzó el arco con la flecha apuntando a
la Sacerdotisa, avanzando al frente. La sacerdotisa se arrastraba hacia el
ónfalo, evitando la punta del arma de Apolo. La piedra se hundió abriendo el
hueco de un abismo, en cuyo fondo se percibían los agudos gritos de un dragón.
—
¡Pitón no está muerto! — Dijo la Sacerdotisa.
—
Pitón es el guardián de este santuario que está ahora bajo mi
jurisdicción desde que lo vencí en el pasado. Un monstruo como él solo debe
alimentarse de un putrefacto espíritu como tú.
Apolo soltó la flecha al murmullo de “flecha
cósmica”, ajeno a las súplicas de la Suma Sacerdotisa. La flecha se clavó
certera en el pecho de la mujer extendiendo todo el cosmos al interior de su
organismo. La sacerdotisa cayó instantáneamente al abismo para ser devorada. El
ónfalo volvió a cerrarse.
—
Porque me lo habéis suplicado, he sido benevolente con ella. —
Dijo Apolo a la multitud. — Pero la siguiente vez que pase no escucharé
vuestras súplicas y lanzaré al corrupto vivo para que sufra los mayores
padecimientos. Será devorado por el demonio que yace bajo éste santuario y su
oscuro espíritu vagará sin descanso consumiéndose en su propio pecado. Este es
mi santuario y quiero que se actúe con la integridad que exijo. Jugamos con los
destinos de las personas y una mentira conduce a un mal destino, siempre.
Todos los sacerdotes y sacerdotisas se
arrodillaron ante Apolo, renovando su promesa.
Hermes miraba el espectáculo desde el aire.
—
Este Apolo es tan reluciente como el sol. — dijo el mensajero. —
Espero que esa luz nunca se apague, pero que sea consciente de que su proyecto
es una utopía absurda. Me pregunto si lo que pretende Atenea también lo es…
El mensajero voló dirigiéndose a su próximo
viaje. Éste era el hades. Se aprovecharía de guiar a las almas para descubrir
dónde se ocultaba el corazón de Pandora.
Hefestos le había dicho que para completar su
construcción y para asegurarse de que la misma Pandora sería despierta, debería
la escultura llevar el alma de la original. Esa alma no podía más que
encontrarse en el lugar donde todas las almas acuden al morir…
“Espero que Chryssos llegue pronto para
rescatar a sus primos.”
Dijo inevitablemente el mensajero mientras
volaba, más no debía preocuparse, pues mientras él ya se dirigía a su siguiente
objetivo, un encapuchado había sido recibido en la torre de Nefele en secreto.
Con la tele transportación se había dirigido directamente al interior de los
aposentos de la destronada reina y tomándole de su frágil mano le dijo a su tía
tendida:
“Ya estoy aquí tía Nefele. Te cuidaré hasta
tus últimos días.”
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