Así pues el día de hoy era un día de no demasiado trabajo para el
mensajero alado y detenido en Delfos examinaba los mármoles de la ciudad y en
el fondo el templete del oráculo apolonio más prestigioso de Grecia. Recordó
que en el interior del mismo habitaba la mayor biblioteca de los secretos de su
hermano, aquélla por la que tomaba su pedantería y sabiduría el dios de los
artistas. Pensó si tal vez en aquel lugar podía encontrar la llave secreta para
proceder a tomar el mayor tesoro que en ese momento ansiaba: la armadura de
Atenea.
Descendió por los riscos de las áridas colinas délficas hasta
alcanzar el pie del altar del templo y con secos golpes en los mármoles de los
escalones saltó una de las resbaladizas baldosas, dejando avistar la entrada
secreta que solo él sabía tras su hermano; quien en una de sus fiebres
fraternas, propiciadas por las armoniosas notas de la lira de Hermes, le había
descubierto al pícaro del Olimpo. Fue el pago de un trato en el cual Hermes
consiguió que Apolo le revelara el secreto de los oráculos. En su mente
escuchaba las mismas palabras que aquél día le dijo el mellizo varón de Latona:
“No es un don. El secreto está en leer, para saber interpretar los signos.”
Descendió el mercuriano por las espirales escaleras del hueco,
cerrando tras de sí la entrada. Tenues luces le iluminaban hasta que llegó a la
ovalada sala repleta de estanterías con pergaminos, escrupulosamente ordenado
por orden alfabético y cronológico. Algo muy típico del auténtico dueño del
museo de escritos que le rodeaba.
- Pese que la
lectura no es algo que me atraiga pues yo poseo de forma innata mi saber.- Se
dijo Hermes.- Este es el mayor templo de sabiduría y elocuencia de toda la mar
que nos une. Seguro que mi intuición no me engaña y hallaré aquí el secreto de
la armadura que tanto codicio.
Así que alzándose sobre sus aladas sandalias e iluminándose con la
llama imperecedera del caduceo, resolvió buscar en esa enormidad, los escritos
más antiguos del mundo, aquellos que escritos del puño y letra del dios de los
poetas, Apolo, donde quedaba plasmada la historia desde sus comienzos. Así que
enseguida el primer pergamino por orden alfabético que halló se llamaba “arké”.
Cuya traducción es “Principio” y lo tomó. Sopló el polvo, y después de
estornudar lo desenroscó con cuidado… Sonó un largo Zip! Y cuando el mensajero
vio aquel larguísimo pergamino tapando el suelo, casi le entra un sopor, pero
haciendo gala de una inquebrantable voluntad comenzó a leer.
A tan solo un día de camino de Delfos a orillas del lago Copais
estaba la ciudad de Orcómeno, gobernada por uno de los Eolos, cuyo nombre y
honor era inmenso; Atamante era éste, y su apodo venía de ser descendiente del
dios de los vientos: Eolo. Atamante, se desposó con una de las Hijas de Eos,
diosa de la Aurora y hermana de Helios; su nombre era Nefele, pues era la que
gobernaba las nubes. De esta poderosa unión de luz y viento nacieron los
hermanos Frixo y Hele, hermosos y valerosos como ellos mismos. Atamante era uno
de esos reyes justos y benevolentes, que no atendía a las maldades de Poseidón,
buena parte de ello era la buena influencia que su esposa ejercía en él.
Nefele, como miembro de la familia de los Helios(descendientes de
Helios) y también conocidos como lemurianos, conocía a la perfección técnicas
maravillosas que solo los de su tribu eran dignos de utilizar. Era mujer
prudente y tranquila, siempre velando por el reposo y la paz de su familia, más
una de sus doncellas de corte, llamada Ino, tragaba su envidia cuando veía al
rey de la ciudad y de su corazón, en brazos de su señora. Sus cabellos se
erizaban cuan Gorgona y sus miembros se tensaban en su interior con la misma
rabia que una Egidna trastocada. Sin embargo, ella mantenía la compostura
fríamente por fuera mientras que por dentro ardía como lava del Etna.
El rencor y el odio crecían hacia la sabia reina de Orcómeno, y
echaba de las malditas artes de Hécate, para intentar desgraciar a su enemiga,
pero un aura sobrehumana protegía a Nefele, haciéndola inmune a semejantes
ataques. Su desesperación era tan atroz que no se le ocurría nada más, salvo el
triste camino de la desesperación que ataca el espíritu humano
Ese día no hacía la envidia, más que provocarle llorar y auto
herirse a orillas del pequeño lago, pidiendo auxilio a las aguas que recogían
su sangre hacia el fondo. Pobre mujer…, no sabía ésta que el olor a sangre
atraía a bestias inimaginables incluso para el mismísimo Heracles, quien abatió
unas cuantas. Una de esas horribles bestias se llamaba Glauco, al que la gente
conocía como Dragón Marino, su humanidad había desaparecido hace mucho tiempo
ya, cuando las hierbas que había comido no le convirtieron más que un monstruo
de las profundidades marinas.
Así pues fue en ese mismo día, en el que el mensajero decidió
darse a las sabias lecturas de Apolo, cuando el Dragón Marino emergió de las
aguas de Copais , atraído por la sangre que había bañado el trono donde estaba
recostado, cuyo coral nunca se vio tan rojo y espléndido de vida.
La destruida Ino lo miró aturdida, pues sabía de las leyendas
sobre monstruos de lagos pero nunca pensó que fueran ciertas. El individuo se
irguió sobre su nido y después de llevarse a su boca una red de algas la miró
con sus ojos teñidos en sangre, que impactaron a la mujer. Se acercó el dragón
a ésta, quien repelida de su aspecto y olor se echó hacia atrás, mas mirando
por el rabillo del ojo; pudo ver que la red de algas que había visto devorar al
monstruo en la lejanía eran sus propios cabellos, verdes y babosos, que le
caían a los lados de la cara y a lo largo de la nariz.
- Levántate
mujer, hoy tu sangre ha teñido el venenoso y mortal coral en el que descanso, y
hoy luce tan hermoso que no he podido evitar averiguar quien es la dueña de la
generosa donación.
- ¿Quién sois
vos?–Dijo ella.
El dragón Miró sin responder los antebrazos de la mujer que
estaban desangrándose y comprendió que la muerte era lo único que parecía
desear Ino. La miró con sus fríos ojos rojos y dijo:
- ¿Acaso querías sacrificar tu vida entera esta tarde? ¿Qué será
la causa de tal decisión? mas bien… ¿Quién…?- Dijo sonriendo maliciosamente.-
Muchas jovencitas como tú he encontrado en los mares que vigilo, sus cadáveres
contaminaban las aguas de mi rey y no he tenido más remedio que compartir su
sangre con las de mi aliado del mar polar norte, Kaken.
- La bestia de los nórdicos…- Dijo Ino atemorizada de las
historias que había escuchado acerca de ese nombre, pero su debilidad no la
dejaba decir mucho más.
-No simpatizo demasiado con él..,- continuó Glauco.- pero no puedo
más que soportarle pues, como yo, fue elegido general. Sus dominios se
extienden solo al Ártico- Suspiró profundamente mientras cruzaba sus manos en
la espalda.- Es una lástima que mis aguas tengan que delimitar con tal vecino,
al fin y al cabo es el segundo océano más grande de este planeta.- La miró.-
Pero disculpa tan tediosa presentación, yo soy Glauco el Dragón Marino,
consejero real de la Atlántida y general del Atlántico Norte.- Hizo una
reverencia, que se antojaba gesto de sátiro a la desechada, por el espeso banco
de algas y escamas húmedas y goteantes que caían de sus miembros. No obstante,
su tamaño era imponente, y sus miembros sólidos y fornidos como el de los
dragones.
Un bostezo irrumpió en el rostro del híbrido; bajo las algas de su
largo flequillo, pudo avistar Ino unos dientes de humana apariencia aunque con
unos colmillos más largos de lo común. Su lengua era inexplicablemente rosa, y
pese a las deformidades de sus aletas, se percibían dos piernas, dos brazos y
un torso humano.
- Qué extraña
criatura están viendo mis ojos.- Dijo Ino delirando, pues estaba decaída por el
desangre. Sus piernas flaquearon y fue a caer al suelo, pero el monstruo la
tomó a tiempo.
- Hace mucho
tiempo que no tocaba una mujer.- Dijo sonriente.- Por desgracia la única que
amé me rechazó por mi aspecto…, sin embargo, ella recibió su merecido.- Los
ojos del monstruo se iluminaron de dulce venganza.- ¿Es por eso mismo, dime,
por lo que me has ofrecido tu sangre?- Dijo mirándola.- Claro que sí, ahora
reconozco tu aspecto, Ino, la no correspondida por Atamante.- Paso el general
su dedos por las heridas de la mujer, que se sellaron con coral, como si
estuviera permanentemente enjoyada.- Aceptaré lo que deseas… conseguirás a
Atamante y este reino entero te pertenecerá por el divino poder de mi señor
Poseidón, pero has de darme algo a cambio…Ando buscando al hijo renegado del
dios de los mares, aquél cuya piel todos desean poseer… tus dotes adivinatorias
deberán encontrarle, sino este coral que detiene ahora tu hemorragia se
extenderá por todo tu cuerpo hasta extinguir tu alma que permanecerá enterrada
en el arrecife de mi lecho de amantes…, y por la eternidad, que recibirás
horribles padecimientos.
Los ojos de Glauco destellaron sobre los de Ino, penetrando en lo
más profundo de su mente.
- Ahora quedas sellada para siempre ardid de que cumplas con tu
parte del trato.
Estos son los pactos que el Dragón Glauco hace....-
Terminó la criatura marina y soltando a Ino en el suelo con
suavidad, contempló como se retorcía de dolor en su interior; el coral era como
un veneno que recorría sus venas.
El dragón se sumergió en las aguas y trepó hasta su trono
habilidosamente, para posteriormente desaparecer entre los remolinos del lago.
Directo al centro de la hidrosfera fue a parar el dragón de los
mares. La Atlántida se extendía en el horizonte brillando de nácar y mármol.
Las nereidas se encontraban reunidas y la guardia de Poseidón se entretenía
comentando cuál de ellas era la más hermosa. Una de éstas salió al encuentro del
general, su belleza era impresionante y su pecho palpitaba de amor por él, más
Glauco tenía el corazón más frio y duro que una piedra e ignorándola avanzó
hasta la guardia, que se puso las manos en la sien en respetuoso saludo. El
dragón les devolvió el saludo y siguió avanzando hacia el templo de Poseidón.
- Ten paciencia Titis.- Dijo una de las nereidas.- Todas sabemos
la auténtica causa del odio del consejero real.
- Me he puesto mis más hermosas galas para que se fije en mi,
Galatea, y aun así soy tan invisible para él como el plancton, pero no es eso
lo que más temo… si el supiera quien guarda las fronteras del pacífico sur…
- Jamás lo sabrá, y si lo sabe, no podrá reconocer a su guardián.
Si hay alguien de quien debas preocuparte esa es la bruja del mar, Circe, esa
sí que puede hacerte daño como se lo hizo a ella.
- ¿Buenas nuevas, dragón?- Glauco se giró hacia su diestra,
descubriendo al hijo de Poseidón y general del Índico, Crisaor.
- Así es
- Me muero de ganas por ver, quien de nosotros encuentra antes a
mi hermano.
El dragón se tiñó de ira, mas no podía levantar la mano a uno de
los príncipes del Mar. Miró como se alejaba éste diciéndose a sí mismo que la
genialidad de su plan, jamás podría superarla un insexperto como Crisaor.
El hijo de Latona se sentó a descansar cerca del oráculo de su
ciudad. Tensó un poco más el arco aflojado en la caza. Que sus fuertes brazos
habían vencido… y al inclinar su celeste mirar pudo ver la baldosa suelta de la
escalinata. Rápidamente penetró por el hueco cerrándola, pues estaba seguro que
había algún fisgón entre sus amados escritos. Así fue, y tendido durmiendo a
pierna suelta, encontró a su hermano el ladrón. No pudo soportar el cansancio
acumulado el alado y no había pasado de quince líneas del escrito.
Muy furioso le gritó su hermano despertándolo de golpe.
- Mi querido hermano, es así como despiertas a tus amantes después
de una noche de pasión. No me extraña que salgan huyendo…- Dijo Hermes
sonriendo.
- ¡Qué titanes haces en mi templo!- Se levantó el arcadio.
- Pues pensé en lo que me dijiste de culturizarme en los sabios
pergaminos de nuestra historia hoy que tengo tiempo, pero… déjame que te sea un
poco crítico, pero escribes un poco tedioso.
- ¡¿Cómo dices?! Qué sabrás tú de poemas.
- Hablas con el que es capaz de evadirte con mis ingeniosas
melodías.
Frente a ellos apareció un hermoso instrumento de madera de pino y
forma de U torcida.
- Que impresionante invención.- Dijo Apolo admirando el
instrumento de cuerdas.- Es como una lira pero más grande y bella.
- ¿Quieres escuchar cómo suena?
- Siempre tengo tiempo para la música.- Dijo sentándose en su
catre.
Hermes se sentó al lado de la misma y acarició las cuerdas del
instrumento dejando absolutamente absorbido al dios de las artes que escuchaba
la melodía prendado. Cuando el mercuriano vio su mirada ida supo que el toque
maestro de una de sus técnicas ya le había hecho efecto, y aprovechando la
hipnosis de Apolo, le dijo: “Ahora vas a decirme, dónde está el pergamino que
encierra el secreto de la armadura de Atenea.” Sin dubitar el dios respondió.
- Ese secreto no está escrito, mas sabemos que nuestra vida y
pertenencias van unidas.
Hermes dejó de tocar reteniendo la frase de Apolo, que había
hablado como el oráculo que gobernaba. El arpa desapareció de entre sus piernas
y se levantó entregándole el pergamino a su hermano diciéndole que lo colocara.
Éste obedeció aún bajo los efectos de la hipnosis y no fue hasta que Hermes
salió cuando recuperó la consciencia.
La serena y fiel Cariclo entró en el retiro de Atenea después de
haber buscado algunas flores para adornar la alcoba de la diosa. Al entrar en
el templo, se paró confusa pues pese haber atravesado la puerta llegó a un
nuevo jardín de flores más bello aún y hermoso, que los que acababa de pisar.
Miró como pájaros y las mariposas revoloteaban a su alrededor. Al fondo un
resplandor semejante a un amanecer, la llevó a acercarse hasta él y descubrió a
su hijo en el centro del aura dorada, sentado frente a Atenea guardando su
sueño.
- ¡Tiresias,
hijo mío!- El niño la miró y el paisaje que les envolvía desapareció.
- Atenea esta
triste, madre…- Cariclo se acercó a su hijo.
- ¿Has hecho tú
eso?
- A veces,
cuando quiero que desaparezca la oscuridad, pienso en un campo y lo veo. Me
hace sentir bien.
- ¡Pero yo también
he visto ese campo!
- ¿Tú lo has
visto, también? ¿crees que Atenea lo ha visto también? No quiero que sufra más
por la gente de la tierra.
Atenea sollozó y se revolvió en su diván. Cariclo la tapó.
- Ser la diosa
de la paz y la sabiduría no es fácil, hijo… A ella le afecta mucho las personas
que sufren. Le invaden las pesadillas y las tristezas.
- ¿Como Astrea,
madre?
- ¿Astrea?- el
niño se asomó a la ventana.- ¿Cómo sabes ese nombre?
- Ella me lo ha
dicho.- Dijo señalando el cielo.- La mujer del cielo que lleva la balanza en la
mano. Ella ascendió a él hace mucho tiempo, porque como Atenea no soportaba lo
que pasaba en la tierra. ¿Qué pasa en la tierra, madre? Ella me ha dicho que es
tan horrible que no puede explicárselo a un niño tan pequeño. Pero yo no soy ya
tan pequeño, ¿verdad?
- ¿Hijo mío,
dices que hablas con Astrea?
- Todas las
noches, cuando ella aparece por el sur, aunque cuando mejor la puedo ver es en
septiembre.
- Es cierto, tú
no eres un niño, eres un tesoro.- Dijo dándole un beso.
- Me gustaría
ayudar a Astrea y a Atenea, madre.
- Algún día lo
harás. Vamos a decir a los criados qué queremos de cenar.
Los dos salieron de la alcoba pero Tiresias se detuvo un momento y
miró el interior curioso. Le pareció que había alguien más en la habitación,
pero no puedo buscar mucho porque su madre le llamó y obedeció retirándose de
allí.
Deslizándose silencioso, el mensajero de los dioses penetró en la
alcoba de Atenea. Acercándose a la virgen, la contempló sufriendo mientras
descubría que entre sus dedos se encerraba el frasco de sangre. Se puso de
cuclillas sin apartar sus ojos de lima de la durmiente.
- Deja pues que yo te libere de esos malos sueños.- Rozó la esfera
del caduceo en los párpados de Atenea y esta dejó de moverse cayendo en un
profundo sueño libre de sufrimientos. El caduceo había purificado su mente y
ahora la diosa de la sabiduría dormía plácidamente. El frasco se deslizó por
sus largos y finos dedos y antes de que se rompiera al dar con el suelo, Hermes
lo tomó.- Cómo voy a agradecerte hermanito, que me enseñaras el lenguaje de los
oráculos. Vida es sangre y las pertenencias hacen referencia a la armadura. –
Se dirigió al altar de ofrendas.- Las pertenencias irán a donde vaya la vida de
sus dueños.
Vertió un poco de sangre sobre la armadura, desapareciendo en un
fuerte halo de luz; cuando se hubo dispersado, una diminuta estatua brillaba en
su lugar. El alado la cogió y la lanzó orgulloso al cielo para volverla a
tomar. En ese instante apareció Tiresias y le descubrió. El dios metió
celosamente la estatua y el frasco en su zurrón de pieles de bueyes.
- ¡Qué le has
hecho a la señora Atenea!- Exclamó el niño corriendo a pegarle. Divertido le
paró el dios, poniendo su gran mano en la frente del chiqullo que por más que
quería avanzar no podía.
- Calma
pequeño…-Dijo riendo.- Tu diosa está bien, la he liberado de sus pesadillas.
- ¡Devuélvele la
armadura y el frasco!
El pícaro se alzó mientras sus alas se agitaban y flotando en el
aire le dijo al crío:
- Si la quieres,
cuando crezcas podrás recuperarla, ¿y quién sabe? Entonces, esa preciosa estela
dorada que te envuelve madure en un joven fuerte y noble, capaz de enfrentarse
a los dioses.
Tomó la visera de su petaso inclinando la cabeza
Salió por la ventana el mensajero al grito de…
¡AL LADRÓN!
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