Siguiendo su rutina, Hermes acudió a la caída del sol a
recoger las almas para guiarlas al Hades. Un alma, al morir el cuerpo, se
desvinculaba de la carne para salir por su propio pie de la tumba durante los
tres días posteriores a la muerte. Por eso, cuando las almas se levantaban y
llevaban desorientadas unos días por encima de esa cifra, su lugar de reunión
eran las encrucijadas de los caminos. Hermes debía, por un lado, exhumar a las
almas antes de ese periodo; o, por el contrario, atraerlas hacia su propia área
gracias a la doble dimensión. La
cantidad de personas que morían y más en tiempos de guerra, era tan inmensa que
era incluso difícil para un dios como él recogerlas al mismo tiempo. Los
poderes de Hermes le dotaban especialmente para sus labores divinas, por lo que
fue primordial para el mensajero de los dioses, aprender a aplicarlas en su día
a día.
Aquella noche, el cilenio, se centró más en
las almas de las encrucijadas después de acudir a las más pobladas necrópolis
de Grecia. Sobre su botín un cuantioso y apetitoso saco de monedas eran reservadas
para el soborno a Caronte. Sabía el dios que, si alguien podía darle información
valiosa sobre Pandora, era el barquero del Aqueronte.
Una vez atraídas las almas por la doble
dimensión, el argicida trasladó a sus viajeros por las ondas infernales hacia
el camino a la fuente amarilla, tras lo cual, una vez cumplido su deber,
decidió pedir a Caronte un viajecito en su barca. Fue allí donde pondría en
práctica su estrategia. Sabía bien el mensajero que una de las causas de la tan
pesada labor de Caronte, se debía a su volubilidad cuando el dinero se
interponía en su camino.
—
¡No debería hacer esto, Hermes! — protestó Caronte. — Se supone
que tú tienes tus fabulosas sandalias y petaso como para hacer que pierda el
tiempo contigo.
—
¡Qué quejica eres, Caronte! ¿Qué más te da? — le replicó Hermes. —
Tienes que hacer tropecientos viajes en barca para trasladar a las almas por el
río. ¿Qué es para ti un pasajero más? Además, te he pagado mi viaje.
—
Tengo terminantemente prohibido trasladarte más allá, Hermes.
Sabes que tu paseo por el hades está limitado.
—
¿Crees que no lo sé? De todas formas ¿Acaso he sobrepasado las
fronteras? Que yo sepa solo me está prohibido ir al Templo de Hades, a
excepción de un permiso exclusivo de Zeus. Vamos, así te doy conversación.
Seguro que ninguna de estas almas te la da.
—
Están demasiado aletargadas y preocupadas por lo que hay al otro
lado que en darme conversación. — dijo Caronte algo decepcionado.
—
Ellas se lo pierden. Nadie sabe hasta dónde llega tu sabiduría
sobre este lugar. Llevas cumpliendo tu labor desde que Hades fue elegido el rey
del inframundo. Nadie excepto tú sabe más acerca de quién gobierna aquí
¿verdad?
Caronte sonrió ante ese persuasivo comentario
que elevaba su autoestima. Hermes sabía bien que Caronte siempre había sido
tratado como un criado y con desprecio por el resto de las deidades, por lo que
alimentar el ego al barquero, era la herramienta perfecta para demostrar su
necedad.
—
Dime Caronte. — prosiguió Hermes. — ¿Acaso lo dudas?
—
¿Cómo iba a hacerlo?
—
¡Pues claro que no! No ibas a saber qué lugares tiene el
inframundo…, los diferentes castigos o recompensas que pueden recibir estas
almas…
—
Por supuesto que lo sé.
—
¿Acaso tampoco vas a saber dónde está el Tártaro? ¿Quién lo
controla y está encerrado en él?
—
Claro que sí.
—
¿Acaso no conoces a Hades a la perfección? Hasta sus más
recónditos secretos…
Caronte emitió
una risa maliciosa.
—
Antes de ser barquero era la sombra de Hades. Siempre supe que era
un olímpico de gran potencia. Pero que esto quede entre nosotros.
—
¿Dices que antes eras la sombra de Hades?
—
Así es.
—
¿Y cómo es eso…?
—
Pues que antes de que este lugar fuera construido, yo acompañé al
señor Hades. Estuve en la construcción de su reino y en la selección de sus espectros.
Algo descoordinados estos espectros… sobre todo despistados. Siempre le dije a
Hades que debía asignar a alguien que los mantuviera a raya.
—
¿Y te escuchó?
—
Ya sabes lo testarudo y poco influenciable que es Hades.
—
¿A mí me lo vas a decir? Llevo mucho tiempo pidiendo audiencia a
Hades para comentarle un poco que permita a alguien más que yo guiar a las
almas. ¿Acaso cree que dispongo de tanto tiempo? Siempre llego aquí con la
lengua fuera y nunca me da tiempo a trasladar a todas las personas que mueren
al día…
—
Te entiendo… pero ya sabes lo conservador que es Hades y lo
receloso que es con que se conozca su mundo oculto. Según él la muerte no es
útil si ya se sabe lo que hay detrás de ella. Es partidario de que se hable muy
en general del inframundo, pero no que se den detalles de él. “Hay un destino,
castigo o recompensa para cada alma” Esa es su filosofía. Pero allá él.
—
Dime Caronte… cuando dices que has estado desde el comienzo con
Hades, ¿Eso se remonta a la época de Pandora?
—
¡Pues claro! Eso fue muy posterior.
—
Interesante… ¿y es cierto que el alma imperecedera de esa mujer
aún reside en el hades?
—
El alma es inmortal. Como tú ya deberías saber.
—
Es cierto ¡Qué pregunta tan estúpida te he hecho!
—
Cualquiera diría que se te escapa algo así, hijo de Zeus.
—
Como Pandora fue algo tan excepcional, dudaba que tuviera el mismo
destino que todas las almas.
—
Es cierto que su historia fue tan excepcional como ella misma… por
eso se decidió su destino.
—
¿Y qué destino se decidió? ¿qué destino para su alma? Ya que todos
sabemos que su figura humana fue extinguida.
Caronte miró de reojo a Hermes. Parecía que al
barquero le olía algo a chamusquina en aquel interrogatorio. Hermes temió haber
tenido una idea equivocada del barquero, y que éste fuera más astuto de lo que
parecía.
—
¿Acaso tú también caíste en los brazos de esa mujer tan sensual? —
dijo Caronte despistando a Hermes aún más. — Cuenta, cuenta ¿Te la
beneficiaste?
Hermes emitió una sonora risa.
—
No, aunque no te diría que en alguna ocasión me hubiese gustado
ser Epimeteo…
—
Creo que a todos nos hubiera gustado ser Epimeteo. —dijo
carcajeando Caronte. — Nunca entenderé porque Zeus decidió entregarla a ese
titán…
—
¿Por qué lo dices?
—
¿Acaso no preferirías entregarle semejante regalo a alguien a
quien apreciaras más? ¿alguien de tu misma sangre y en quién confiaras? ¿Por qué
Zeus se la entregó a un titán, el lugar de dársela a uno de los olímpicos? ¿No
sería más seguro?
—
¿Adónde quieres llegar?
—
Alguien más solicitó a Pandora como esposa. Alguien que la
necesitaba bastante para mermar su soledad.
—
¿Te refieres a…? — Caronte asintió antes de que Hermes terminara su
frase. — Nunca pensé que alguien como él pudiera sentirse atraído por una mujer
y necesitado de compañía. — dijo Hermes pensativo.
—
Es muy duro vivir entre los muertos, pensando siempre en
administrar justicia a las almas después de la muerte. No es un trabajo muy
agradecido que digamos.
—
¿Y qué hizo Hades cuando Pandora fue destruida? ¿Qué hizo con el
alma de la mujer a la que amaba?
—
No lo sé…— dijo el barquero desinteresadamente.
—
No me creo que no lo sepas. ¿acaso no me has dicho que lo sabes
todo acerca de Hades?
Caronte volvió a mirar de reojo a Hermes. En
el fondo nadie mejor que el dios de los ladrones y mentirosos, para saber
cuándo alguien mentía u ocultaba algo. El mensajero de los dioses vio entonces
oportuno ofrecerle el soborno que había preparado para hallar la información
que necesitaba. Después de unos largos minutos de persuasión, Caronte aceptó
más de la suma que convino Hermes para él y le dijo.
—
Se rumorea que Hades guarda el corazón aún vivo de Pandora en
algún lugar. Así podía contentarse con la posesión del mismo puesto que se le
negó en un pasado.
Hermes volvió con dicha información a su
templo en el Olimpo. Caronte no le había dicho dónde estaba ese corazón vivo,
pero después de haber barajado varias posibilidades durante su conversación con
él, se dio cuenta que el barquero verdaderamente ignoraba esa información.
Mientras regresaba al mundo de los vivos
meditando sobre la conversación que había tenido con Caronte, Hermes intentaba
encontrar la manera de saber el escondite del alma de Pandora. Si era cierto
que se encontraba en el Hades, iba a ser complicado buscar. Había que tener en cuenta que el hades era
indeterminadamente grande. Aunque Hermes se lo conocía bastante bien puesto que
se encargaba de conducir las almas de los muertos, era muy difícil para él
determinar el lugar exacto de algo tan pequeño, más teniendo en cuenta que
había miles de millones de almas que habitaban el mundo de los muertos.
Detuvo su vuelo para refrescar su cuello en un
arroyo cercano. Entonces contempló los caños cayendo al lago y una idea le vino
a la cabeza:
“La Fuente de la Omnipresencia. ¿Cómo no se me
había ocurrido antes?”
Colocándose el petaso alado, sonrió.
“Creo saber quién es la adecuada de mis
caballeros para resolver el funcionamiento de semejante artilugio, solo
reservado a Zeus.”
Diciendo esto se dirigió a la Arcadia para
encontrarse con Smilace, una de sus ninfas caballeros preferidas.
Pasados unos días después de la vuelta de
Atamante de Delfos, el rey de Orcómeno se había enterado de que un misterioso
lemuriano estaba guardando los últimos días de Nefele, gracias a uno de sus
guardias. Con dicho rumor obligó inmediatamente a que le
trajeran al mencionado polizón para pedirle explicaciones, y en su caso,
castigarle. Estaba terminantemente prohibido que se visitara a Nefele desde su
repudio y destronamiento. Chryssos no opuso resistencia, y pacíficamente aceptó
la orden del rey. Bajo la manga se guardaba un permiso firmado por Eetes y
Faetón que le declaraban el terapeuta de Nefele.
Cuando el carnero de oro se vio frente al rey
Atamante, no había forma de reconocerle. Gracias a los duros entrenamientos
recibidos por el maestro de Jamir, Chryssos había dominado absolutamente su
apariencia física gracias a la metamorfosis. Sus molestos cuernos se habían
ocultado bajo su fuerte cráneo. El pelo largo y platino se había vuelto más
dorado y lo llevaba corto. La barba se la había afeitado y el delator vellón de
oro de su cuerpo había sido esquilado en varias ocasiones, controlando su crecimiento
gracias a un duro ejercicio de meditación. Sus negros ojos ahora eran grises. Su
ovina nariz era ahora estilizada y recta y el tono rosáceo de su piel le daban
una apariencia más humana que animal. Era ahora un apuesto joven de mirada
serena solo siendo seña de identidad de su auténtica naturaleza, las dos motas de
su frente doradas.
Cuando apareció el sujeto ante la corte más
cercana del rey, hasta la misma Ino se había quedado hipnotizada por su
belleza. Los príncipes observaban desde la
zona trasera del trono con altiva pose. Hele era todavía más mujer; así como
Frixo que se parecía mucho a su padre, pero con los rasgos de los lemurianos. Un
príncipe muy apuesto y orgulloso de su posición.
—
¿Cómo osaste a entrar en la torre de Nefele? — dijo furioso
Atamante.
—
El proceder no fue el adecuado, pero su majestad estaba de viaje y
Nefele necesitaba de mis cuidados cuanto antes. Si he ofendido a su majestad
habiendo entrado sin su permiso, me disculpo. Estoy dispuesto a recibir cualquier
castigo, pero le ruego que no me aparte de lo que mis señores de Jamir y
Cólquide me han ordenado.
Chryssos extendió el pergamino del permiso
inclinando su cabeza en posición de humildad. Atamante le ordenó a su escriba
que lo tomara y se lo entregara. Lo leyó detenidamente.
—
¿Cómo sé que no ha sido falsificado esto? — dijo Atamante.
—
¡No lo ha sido!
Interrumpió una voz que entró en el salón. Se
trataba de Hermes que venía de paso a confirmar el mensaje de Eetes y Faetón.
—
Si tuvierais alguna duda; Estaré dispuesto a facilitaros la
comunicación con ellos. No es extraño que los hermanos de Nefele se preocupen
por el estado de su hermana menor. Es de lo más común. Por eso mismo han
querido enviar a este médico real para que la cuide. Todos sabemos que ni siquiera
sus hijos pueden visitarla.
—
¡Maldito Hermes! ¿Qué falta de respeto es esa? — dijo Ino.
Atamante extendió su brazo para calmar a su
esposa.
—
No puedo dudar de la boca del mensajero del Olimpo. Si Hermes lo
confirma, así es. Dime, médico, ¿cuál es tu nombre? — Le dijo Atamante a
Chryssos.
—
Therapis. — Respondió el carnero de oro.
—
Muy bien Therapis. Haz tu trabajo con Nefele y mantenme informado
en todo momento de su estado.
Atamante se retiró del salón del trono. Cuando
miró a sus mellizos una expresión de lástima y dolor se reflejó en su rostro.
Bajando la cabeza siguió andando de frente, dejando atrás a sus hijos
preocupados por su gesto. Sabían que su padre ocultaba algo, pero les había
evitado desde que había llegado de Delfos y no podían preguntarle. Mientras,
Ino lanzó una mirada asesina a Hermes y a Chryssos.
—
Descubriré lo que andáis tramando. — dijo Ino amenazante. —
Conmigo está el favor de Poseidón.
—
A Poseidón le da igual lo que pase ya, Ino. — Dijo Hermes
acallando a la reina. —Ya estáis construyendo su templo que es lo que quería,
pero tú no tienes suficiente ¿verdad? — La última frase la emitió con desprecio
el hijo de Zeus, acrecentando la ira de Ino. Después miró a Chryssos quien en
ese momento miraba a Hele. Hermes le dio una palmada en la espalda. — La
belleza de las princesas abruma ¿eh?
Chryssos miró sorprendido a Hermes y después
se fue tras él para volver a la torre. Cuando los dos estuvieron alejados del
peligro, Chryssos le dio las gracias a Hermes.
—
Soy el maestro de los disfraces. ¿crees que no te reconocería?
Cuida de ellos. — Dijo Hermes, antes de emprender el vuelo.
Hermes había a penas posado el talón en las
baldosas lisas de mármol del templo de Zeus en busca de su padre. Le encontró
de espaldas sentado en la Fuente de la omnipresencia que se encontraba en el
patio interior del edificio. Hermes se preguntaba que mantenía tan atento a su
padre en las aguas mágicas.
La voz de Zeus le llamó y Hermes acudió a
ella.
Hermes se acercó a su padre y le preguntó qué
era lo que deseaba.
—
¿Has visto, hijo? — Dijo Zeus señalando la visión de ese momento.
Hermes miró en el reflejo donde se encontraba Poseidón. Un sudor frío recorrió
su nuca.
—
¿Quién es?
—
¿No le reconoces? ¡claro! ¿Cómo ibas a hacerlo? Al fin y al cabo,
lo conociste ya envejecido, como yo. Aunque Poseidón sea mi hermano mayor, ha
rejuvenecido. Me pregunto qué le habrá hecho utilizar el misopethamenos Solo un
temible peligro obligaría a uno de los tres reyes a utilizarlo…
—
La verdad que es apuesto mi tío, el rey de los peces.
—
Ten más respeto a tus mayores, hijo…aunque…— después se echó a reír.
— Tiene gracia lo de rey de los peces. — dijo dándole una fuerte palmada a su
hijo que obligó al argicida a erguir su postura doblada por la fuerza de su
padre.
—
¿Y tú cómo eras de joven, padre? Te parecías a mí, tal vez más a
Apolo o Ares…— dijo Hermes apoyando su cabeza en la mano.
—
Ciertamente no me parezco a ninguno de vosotros, nada más que en
algunos rasgos de vuestro carácter. Pero mi fuerza era incomparable. Yo mismo
paralicé a Cronos de un solo rayo.
—
Cuando me cuentas tus hazañas de la Titanomaquia, me recuerdas más
a un abuelo.
—
Sin pelos en la lengua, como siempre. — dijo Zeus sonriendo
benevolente a Hermes.
—
A Hades tampoco lo he llegado a ver cara a cara. Siempre es esa
extraña silueta roja y oscura la que me recibe para darle los mensajes.
—
Mi hermano mediano se afana en ocultar su hermoso aspecto. Típico
en alguien tan extravagante como él. Pero tiene una belleza muy serena y
jovial; con cierto aire místico como es él mismo. A veces pienso que lo hace
para mantener su cuerpo joven y así no demacrarse como yo o Poseidón.
—
¿Sois capaces de hacer algo semejante?
—
Claro, a ver qué te crees, jovenzuelo. Somos dioses e hijos de
titanes. Hijos del dios del tiempo, aquél capaz de dominar el transcurso de la
vida y la muerte. Cada uno de nosotros hemos adquirido la capacidad de dominar
nuestro envejecimiento, pero no solo eso; también somos capaces de llevar a
cabo una parte de ese poder sobre la vida de las personas.
—
¿Cómo es eso?
—
Siempre tan preguntón. Por tu curiosidad a veces pienso que eres
más mujer que hombre.
—
Eso daña mi virilidad, padre…— Zeus soltó una carcajada.
—
Te lo diré, ya que eres mi confidente, pero espero que guardes
bien mi secreto.
—
Sabes que te soy leal, padre.
—
Veras. El tiempo se divide de tres características fundamentales:
Poseidón tiene el poder del crecimiento, yo el de la dotación de la vida y
Hades…
—
El de la muerte.
—
Así es. Todos nacemos, crecemos y morimos. Por decirlo de alguna
forma. Yo hago nacer la vida, Poseidón la hace madurar y Hades la recoge en su decrepitud.
—
¡Interesante!
—
Así es. Todas esas características las tenía Cronos, como dios del
tiempo. Debió transmitirla a nosotros cuando nacimos.
—
¿Qué pasa si solo uno de vosotros utilizara su poder?
—
¿A qué te refieres?
—
Pues, por ejemplo, que uno de vosotros utilizara ese don sin los
otros.
—
Sobre algo o alguien.
—
Sí.
—
Pues que lo que recibiera ese don, tendría solo dicho don y
estaría incompleto. Si yo solo diera
vida a alguien, esa persona nunca crecería ni moriría. Si solo se le diera el
poder del crecimiento, crecería sin parar. Si solo se le diera la muerte;
moriría. No podría haber la armonía necesaria y el ciclo se rompería
desajustándolo todo.
—
Entonces las Moiras…
—
Las Moiras solo determinan cuanto va a durar dicho ciclo, pero no
son las que dan la vida o la muerte. Solo cada uno de los varones de Cronos,
conocemos el alcance y detalle de dichos dones del tiempo. No podría explicarte
todos los secretos de los dones de tus tíos; sino sólo de mío propio. No obstante, no puedo comentarte más ¿entiendes?
Aunque seas mi hijo, hay que mantener el factor sorpresa para poder vencer las
batallas.
Zeus se levantó de la fuente estirando sus
poderosos brazos, perezoso. Hermes observaba como desaparecería la imagen de
Poseidón de la fuente.
—
Padre…— dijo Hermes deteniendo los pasos de Zeus. — Este invierno
Saturno se alineará con la Tierra.
—
Así es.
—
¿Haréis el 21 de diciembre la visita al Tártaro?
—
Como cada quince años. Pero está vez lo hemos prolongado al 24.
Saturno se va a retrasar unos días más. ¿por qué?
—
Por si necesitas mi ayuda, ya sabes…— dijo socarrón.
—
Estoy viejo, pero no tanto como crees. – dijo Zeus riendo,
mientras se marchaba.
“Cada uno tiene un poder sobre el tiempo ¿huh?”
Pensó Hermes detenidamente. “Pero solo cada uno es capaz de conocerlo en
profundidad.”
Hermes sonrió malicioso.
“No sé si lo que me ha contado es bueno o
malo. Pero en todo caso, tal vez me será de utilidad para despertar a Pandora.”
Hermes se recolocó la visera justo enfrente de
sus ojos. En el fondo de su espeso flequillo se ocultaba un mirar bullicioso de
ideas. Después se dirigió a realizar los últimos encargos del día.
El hijo de Afrodita y Ares se había acercado
por orden de su madre a las inmediaciones de Eubea. La diosa del amor había vertido en el corazón
de la princesa Hele la curiosidad por acercarse más a la torre donde se
encontraba su madre. Ya había caído la noche y la oscuridad ocultaría a la
melliza de Frixo eficazmente.
Eros debía examinar cómo se desarrollaba el
cara a cara de los dos futuros amantes y actuar en consecuencia.
“Las historias de amor tienen un principio y
un fin. Y mis pequeños espías me han dicho que hay una posible historia de amor
en Orcómeno”. Recordaba las palabras de su madre, el dios del amor. “Me he
enterado que hay un apuesto y misterioso médico en la torre de Nefele, cuyo
corazón ha temblado de pasión por la triste y fuerte princesa Hele. Ve allí,
quiero que sigas a los dos. Colmaremos el alma ensombrecida de la princesa con
el resplandeciente brillo del médico de dorados cabellos y orgulloso mirar.”
Ahí se encontraba el jovencísimo Eros, justo
al pie de la flora que rodeaba la torre de Nefele. El edificio se levantaba
solitario en el acantilado de la costa y estaba cercado por sólidas rejas y
recelosos vigías.
El hijo de Afrodita, tenía el aspecto que
podría tener cualquier chico en la pubertad, pero sin acné ni pelo graso. Sin
desequilibrios de peso que tatuaran su dorso de estrías, sin apariencia
larguirucha o demasiado corta. Era un joven que podía ser fácilmente el ídolo
de masas de cualquier quinceañera. Sus dorados rizos cortos le caían sobre las
sienes dándole un aspecto jovial, apuesto, pero a la vez inocente. Sus mejillas eran rojizas como las de su
madre, y todavía redondeadas, pero su angulosa y amplia mandíbula le daba un
aspecto más adulto. El mentón ligeramente sobresalía de su perfil, debido al
hoyuelo que se enterraba entre las protuberantes carnes de sus músculos
faciales. Su cuerpo no era escuchimizado sino de un tipo atlético—fibroso, que
aún no había terminado de moldearse, pero que no le hacían pasar desapercibido.
La correa de su carcaj lo enredaban flores
trepadoras azules, blancas y rosas. Sus flechas doradas resplandecían con la
luz de la luna, pero su brillo no era tan visible como las de Apolo o Ártemis.
La flecha obtenía su pleno brillo cuando se hundía en el pecho hirviendo de
amor a una persona. El corazón como el globo lleno de agua, al ser atravesado
por la ancha y delicada punta de la flecha de Eros, hacía estallar el contenido
amor que estaba protegido por las duras paredes de la razón y el sentido común.
Por algo lo llamaban flechazo o amor a primera vista.
Los rasgados ojos de Eros, tenían un castaño
rojizo muy similar al de su padre Ares. Pese a tener una mirada de suma
determinación y cierto orgullo, no resultaban tan terroríficos como los del
dios de la guerra. Tenían la amabilidad y dulzura de su madre. Con la precisión de un rapaz, Eros contempló
una sombra que se deslizaba por las yucas y chumberas con rapidez y sigilo de
una pantera. La sombra no parecía demasiado alta. Se acercaba a las barreras de
la torre sin temor. Era Hele.
La hija de Nefele, con sus innatas habilidades
lémures utilizaba la tele transportación para burlar las guardias hasta saltar
la valla ayudada de su látigo. El efecto
de aparición y desaparición, desorientaron a Eros al principio, pero los ojos
del dios de los enamorados, en seguida fueron capaces de detectar la velocidad
de la muchacha.
La discreción de Nefele fue eficaz hasta que
llegara a la zona trasera de la torre, donde se quedó quieta contemplando su
altura. La torre de su madre era un antiguo faro que avisaba a los barcos de
las pedregosas costas de Eubea, cuya profundidad no era demasiada, debido a la
aproximación del Canal de corinto y la península del Peloponeso. Dicho faro
había sido desechado, una vez construido el nuevo más cerca del mar abierto.
Una voz
la descubrió mirando la torre. Cuando la princesa se giró se encontró con
Chryssos bajo la apariencia de Therapis. Chryssos frunció el ceño cuando le
pidió que se identificara. Hele no sabía cómo reaccionar, pues no conocía a
Therapis y si era una amenaza para ella o no.
—
¡Descubriros! — dijo severo Chryssos, pero Hele seguía sin responder.
— Venís de parte de Ino ¿verdad? En ese caso mi deber es protegerla.
—
Chryssos comenzó a hacer unos movimientos de piernas y brazos,
cuando lazó un ataque telequinético contra el espía. Pero Nefele se tele
transportó. Cuando vio dicha habilidad Chryssos, paró su ataque al ver que el
sujeto era Lémur.
—
Por gentileza deberíais dejarme ver a mi madre, Therapis.
—
¡Princesa Hele! — Exclamó el carnero, girándose hacia ella. — Venid aquí sola es peligroso.
—
Entonces no permitáis que pierda más el tiempo y dejarme ver a mi
madre.
Chryssos contempló como Hele se descubría
dejándole su altiva belleza sin habla.
Eros contemplaba la escena en silencio, cuando
una voz interrumpió su concentración.
—
Deberías hacerlo ya. No sé a qué esperas. — Cuando Eros se giró
vio a Hermes comiendo un melocotón.
—
¿No deberías estar en el Hades?
—
Ya he estado. — Dijo el dios de los ladrones. — Si no te das prisa
vas a perder la oportunidad de enamorarlos.
—
Por parte del doctor hay sentimientos, pero por parte de ella no.
—
Pues apúntala y dispara.
—
Las cosas no son tan fáciles como crees. — le reprochó el
adolescente Eros a Hermes. — Tienen que haber un mínimo de sentimientos para
que los dos se correspondan.
—
¿Para eso no estás tú? — dijo Hermes lanzando el hueso del
melocotón y lamiéndose los dedos. — Dame esa flecha.
Diciendo esto el dios de los comerciantes
rápidamente le robó el arco y la flecha a Eros y emprendió el vuelo para afinar
su puntería. Eros le persiguió con sus alas gritándole que le devolviera sus
atributos.
—
Ven a por ellos si consigues alcanzarme. — dijo Hermes riéndose,
rebuscando un ángulo para herir a Hele.
—
Jamás acertarás. En tu vida has usado un arco. ¡Parece mentira que
me dobles la edad! — dijo furioso Eros mientras volaba tras Hermes.
—
Con esa furia me recuerdas a tu padre. Al menos, algunos no
llevamos florecitas para adornarnos.
—
¿Por qué no te vas y me dejas hacer mi trabajo?
Cuando Hermes encontró el que parecía el
ángulo perfecto, tensó la flecha, pero antes de soltar una voz que le llamó y le
desconcentró. Al girarse hirió a la interlocutora que se trataba de
Smilace. Ésta cayó al suelo del impacto.
Antes de que el dios pudiera acudir a su ayuda, un joven, que se encontraba
yendo hacia la ciudad con peces recién pescados, se aproximó antes que él.
Dejando la cesta y su mula, tomó a Smilace de los brazos preguntándole si
estaba bien. Smilace abrió los ojos y se enamoró del muchacho, ante la atónita
mirada de Hermes.
—
¿Ves lo que ocurre cuando las cosas no se hacen bien? — Escuchó
decir el argicida a Eros, quien le había alcanzado al fin.
—
¡No! Smilace… Detén inmediatamente esto, dios del amor.
—
¡Ja! Ni hablar. Te lo mereces por idiota. — Dijo Eros tomando su arco.
— lo que lamento es que él no esté enamorado de ella. Eso la hará sufrir
bastante.
—
¡Pero espera! No decías que si no había amor no funcionaría. ¿por
qué entonces Smilace se ha enamorado?
—
El herido por mi flecha se enamora del primero que ve, pero si no
se conocen o el otro le ama al menos un mínimo, vienen entonces los desamores.
Para evitarlo siempre selecciono bien mis parejas. Mis flechas tienen un efecto
opuesto si hiero al que no ama, le produce mayor rechazo.
—
¿Mayor rechazo? — dijo malicioso. Mientras volvía a robarle el
arco y una flecha. – Veo que todavía no has aprendido a vigilar tus espaldas
para que no te burle, Eros.
—
¿Qué vas hacer?
—
¿No es Obvio? — Hermes lanzó la flecha contra el rescatador de su
ninfa. Había acertado de lleno en el pecho del muchacho.
—
¡Increíble! La primera vez
que coge un arco y acierta. — dijo atónito Eros.
—
La suerte del principiante, supongo.
—
Smilace ahora va a sufrir mucho por tu culpa.
—
Solo me aseguro que ese aldeano no la toque.
Hermes le devolvió el arco a Eros.
—
Para que termines tu trabajo. — dijo el cilenio sonriendo socarrón
comenzando a andar hacia Smilace. — Por cierto; hay algo que deberías saber
acerca de la princesa Hele y Therapis. — dijo parándose. — El misterioso médico
en realidad es Chryssos.
—
¡¿Chryssos?!
—
Así es. Pero es secreto de momento. Así se protege el carnero de
oro de sus enemigos de Orcómeno. Ha regresado mucho más fuerte para proteger a
su familia. Algo muy honorable por su parte. Espero que lo consiga. Esa Ino es
una harpía. Dime ahora, dios del amor… ¿sigues negándote a herirles con tus
flechas?
Hermes se retiró hacia Smilace y el joven, mientras
Eros pensaba:
“En ese caso debo unirles. Hele en realidad
nunca dejó de amar al hijo de Poseidón.”
Diciendo esto, Eros emprendió el vuelo otra
vez hacia Chryssos y Hele, dispuesto a cumplir con la orden de su madre.
El mensajero de los dioses siguió
aproximándose hasta su ninfa y el muchacho. El chico escuchaba asustado las
palabras de amor de Smilace, esperando que fuera el efecto del golpe lo que
había hecho perder el juicio a la bella joven.
Ésta no se privaba de rodearle con sus brazos y besarle mientras él
intentaba apartarse de ella. Hermes sintió celos y dijo severamente.
—
¿Qué haces Smilace? — La ninfa se giró con los ojos embriagados. —
¡Apártate de ella! — dijo el dios al chico quien se levantó al instante y rogó
misericordia. Smilace no podía evitar dedicarle unas palabras al muchacho,
quien parecía sumamente adorable suplicando por su vida.
—
¡Márchate de aquí! — dijo Hermes. El chico salió corriendo
asustado.
—
En mala hora has venido a pasar por aquí, Smilace. — dijo Hermes
disgustado por su torpeza. Después se
giró hacia la joven y la tomó de la barbilla con delicadeza.
Smilace era una
de las más nuevas adquisiciones a su ejército de caballeros. Tenía un hermoso
cabello caramelo y ojos grises. Su belleza era igual de extraña como
atractiva. Era muy joven en apariencia,
pero se había unido al ejército a petición del mismo Hermes, quien la descubrió
alimentando a unas ardillas cerca de la cueva donde nació. Por aquella tierna
escena, Hermes la bautizó como "caballero de ardilla" — Un beso tal vez rompa el encantamiento. — dijo el dios sonriendo dispuesto a besar los rosáceos labios de la ninfa, cuyas mejillas estaban encendidas debido al efecto de la flecha de Eros. La ninfa lo rechazó avergonzada, dejado a Hermes sorprendido y furioso.
— He venido a entregarle lo que me pidió. — Dijo la ninfa extendiendo su brazo y entregándole una bolsa. Hermes la tomó y la abrió con cuidado. En su interior había unas sales amarillas. — Si vierte esas sales en las fuente de la omnipresencia, podrá activarla y espiar a Hades.
El enfado desapareció en Hermes al instante. Con aquellas sales podría averiguar donde se encontraba el corazón de Pandora.
—
Solo con un pequeño pellizco será suficiente. — dijo la ninfa. —
Así podrá utilizarlo las veces que quiera. — La joven dedicó una bonita sonrisa
de orgullo a Hermes, por haber cumplido su misión.
—
¡Mi preciosa Smilace! Ahora más que nunca me duele lo que acaba de
ocurrir.
—
¿A qué se refiere? — dijo la chica extrañada.
—
¡Escúchame! Cuánto más te acerques a ese muchacho más sufrirás.
Quédate conmigo. — Dijo Hermes abrazándola como un cachorrito de gato.
—
¡Vamos, señor Hermes! Déjeme, ¿qué le ha dado?
—
No lo sé… tal vez Eros me haya herido en algún momento cuando
pasabas por mi bosque.
La fuente de la omnipresencia era una fuente
de mármol que comunicaba con los reinos del mar, el hades y el de los hombres. En el interior de sus aguas se reflejaba lo
que en ese momento se estaba haciendo en cada lugar. Si la visión debía ser más
precisa a una persona, lugar o familia concreta, debía realizarse la técnica de
la doble dimensión. Por eso Zeus, era el único capaz de mirar en aquella
fuente.
Hermes, quien había heredado parte de esos
poderes, cuando se aseguró que su padre ya había sido derrotado por el
descanso, se dirigió al patio interior bajo la forma de uno de los criados de
su padre. Había vertido las sales en el tubo externo, tiñendo los chorros de las
aguas que caían en el fondo de dorado.
Concentro los ojos en el agua agitada y aplicó la técnica de la doble
dimensión, que reaccionó mostrándole un viaje al otro mundo. Pronto apareció en
el fondo una visión completa del Hades, cuya dimensión y escondite era
indescifrable. El cielo rojizo se abrió a través de las nubes negras
apareciendo las ocho prisiones, rodeadas por los cinco ríos. Siguió el camino
hasta encontrar el oscuro fondo detrás del secreto muro de los lamentos. Los Elíseos habían desaparecido en ese
momento de su visión hasta llegar al Erebos. El territorio más secreto y
recóndito del Hades. Allí, sobre la solitaria montaña se alzaba el templo de
Hades con su familiar aurea tenebrosa. Penetró por las ventanas del oscuro edificio,
hasta las alcobas reales, que se encontraban vacías. Exploró con un enorme
esfuerzo mental cada rincón de la alcoba cuando le interceptó un poderoso
cosmos, proveniente del desfiladero que llevaba al Tártaro.
Asomándose por la ventana del castillo, una
figura oscura se dirigía hacia la puerta secreta y sólidamente cerrada. Era una
figura alta y esbelta. De corpulenta silueta y un espeso y rebelde pelo oscuro
largo, pendiendo de la oscura armadura tan negra como el azabache, se extendían
seis alas de resplandeciente platino, que contrastaban totalmente con la
oscuridad del Inframundo. Aquel sujeto
parecía el mismo Ángel de la Muerte. Le
seguían tres dioses, uno de oro y negro, otro de plata y negro y un tercero de
bronce y negro.
“Hipnos… Tánatos… Morfeo” dijo Hermes al
reconocer sus rostros.
El sujeto de las seis alas se volvió hacia los
tres que le seguían y les dijo que no siguieran avanzando más. Los tres
obedecieron esperando a su superior en el comienzo del desfiladero. Hermes vio
que entre las manos del serafín negro había una caja de oro y piedras
preciosas. No cabía duda de que aquella caja era la misma que Zeus había
regalado a Pandora.
Al fijar su mente en la caja el sujeto ángel
platino y negro alzó los ojos al cielo. Eran dos ojos de verde esmeralda que
dejaron sin habla a Hermes.
—
Siento un cosmos muy lejano. — dijo el ángel.
—
Señor Hades. Podría ser…— dijo Hipnos.
—
Lo dudo. A estas horas mi
hermano se encontrará en el sexto sueño. Además, sé reconocer el cosmos de mi
hermano. Éste es más débil, aunque habilidoso si ha conseguido llegar hasta
aquí.
—
¡No puede ser que perciba mi cosmos! — exclamó Hermes. — Hades…
por fin veo tu rostro.
Hades, entornó los ojos emitiendo unas fuertes
ondas radiales que provocaron un dolor insoportable en Hermes, quien se llevó
las manos a la cabeza.
—
¿Quién eres espía? — Escuchaba la voz de Hades en su cabeza. — No
te puedo ver ni escuchar, pero tú a mí sí ¿no es cierto?
—
Está enviándome un ataque desde el inframundo a mi mente…— exclamó
el mensajero de los dioses.
El dolor hizo al argicida, cerrar en banda sus
poderes cayendo al suelo del inmenso esfuerzo empleado para penetrar hasta lo
más profundo del hades. No obstante, no se rindió y volvió a asomarse a la
fuente. La última visión reflejada fue Hades que abría la caja en frente de la
puerta del Tártaro. En su interior había un líquido de oscura sangre, sobre la
que sobresalía un músculo latente.
—
Ahí está el corazón de Pandora. — dijo Hermes.
El dios de los muertos cerró la caja con llave
y se colocó el casco de invisibilidad desapareciendo justo antes de que el
reflejo de la fuente se nublara.
—
¿Acaso pretendía Hades ocultarlo en el Tártaro? — se preguntó
Hermes mientras se recuperaba del ataque de Hades, pero exhausto de energías.
Se dirigía hacia su templo en el Olimpo. — En ese caso no me queda más que
comprobarlo por mí mismo.
Y la oportunidad vendría en el Solsticio de
Invierno: el momento en el que Saturno se posicionaba con la Tierra y debían
los tres regentes olímpicos visitar a los titanes al Tártaro y asegurarse de
reforzar sus cadenas. Debido a la
influencia de dicho planeta, los titanes podían aumentar su poder y romperlas.
Ése era el único momento en el que Hades abandonaría su fortaleza del templo para
dirigirse junto a Poseidón y Zeus a la puerta.
—
La única manera de entrar en ese infierno de titanes, es por medio
de ellos tres. — Se dijo Hermes. — Sin
las tres llaves de los tres soberanos olímpicos, la puerta no se puede abrir.
Entonces entraré con ellos robando el casco a Hades, y mientras estén ocupados,
yo buscaré la caja de Pandora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario