CAPÍTULO 22: Un regalo de los dioses.









Aquella madrugada, mucho antes de que se elevara Eos en su carro de caballos plateados y siendo aún Nicte la que dejaba descansar las estrellas en su regazo; el tranquilo dormitar del Olimpo se rompió por el sonido de unos estrepitosos pasos por los corredores del templo del más astuto y pícaro de los hijos de Zeus.  Se trataba de Iris, quien empujó la puerta de la alcoba de Hermes jadeante y de un salto hundió el cómodo colchón de su maestro con las rodillas. El hijo de Zeus no se inmutó hasta que su pupila le comenzó a sacudir su hombro de un lado a otro como si rebozara una enorme croqueta.
Fue entonces cuando el mensajero de los dioses entreabrió los ojos perezosos…, —gracias a la divina naturaleza que lo había creado, éste no tenía un mal despertar—. Hacia el rabillo de párpado, el cristalino del hijo de maya miró el angustiado rostro de su auxiliar.  Sin saber si estaba entre sueños o si había descendido de ellos, la expresión de la joven se le antojó muy tierna, y posando ambas manos alrededor de su redondeada y dulce cara, le dijo sonriente:
    Linda Iris…
 La muchacha sitió enrojecerse sus mejillas y se acalló su nerviosismo. El calor de angustia pasó a uno mucho más embarazoso. Las manos de Hermes estaban calientes y eran muy suaves. La joven centro sus tímidos ojos, el hijo de Zeus la contemplaba bajo su largo y revuelto flequillo, brillando su vista de un verde que parecía por momentos dorado.
    Ze-us…— Apenas pudo decir Iris apabullada por el inesperado roce de su ídolo.
Al escuchar ese nombre, una corriente repentina de energía azotó a Hermes por la rabadilla de su espalda y se levantó apartando violentamente a Iris y las sábanas de su camino. Sus ojos estaban abiertos cómo platos.
    ¡Zeus! — Exclamó. — ¿Qué le pasa? ¿Dónde está?
El mensajero se estaba calzando las sandalias y se ataba los cordones apresuradamente, contrastando con su tranquilo adormecimiento anterior.  Iris se había tapado la cara con el borde de la cama, intentando ocultar su enorme rubor.
    En su alcoba…— dijo la muchacha.
    ¡Allá voy! — Hermes salió por la ventana como un rayo., atándose el cinto a su faldellín y deslizando la daga de su defensa, por si tenía que usarla.
Iris cayó desmayada derretida como la mantequilla, pues nunca había visto a su maestro y dueño de anhelos, como Maya le trajo al mundo. ¡El hijo de Zeus dormía completamente desnudo!

Abriéndose paso por entre los nerviosos criados de su padre, Hermes corría a toda velocidad por los pasillos hacia donde dormitaba el rey. De un empujón abrió la puerta donde las doncellas ponían agua fría preocupadas por el rey del Olimpo. Zeus se encontraba en la cama, enrojecido de calor y sudoroso de dolores, abrazando su pierna izquierda. En cuanto vio a su hijo en la puerta, sus ojos brillaron de alegría y ordenó a todos que abandonaran el lugar y no entraran.
Algunos criados pedían a su rey que les permitiera llamar a Asclepio, pero Zeus se había negado una y otra vez rotundamente. Quería que todos se fueran, excepto Hermes.
Los criados se fueron asustados por los gritos de Zeus. En el momento que desertaron, una hermosa flecha eléctrica bloqueó la puerta.
    ¡¿Qué te pasa, padre?!— gritó Hermes yendo a su encuentro al ver el crítico estado de su padre. Había rodeado los hombros de Zeus para ayudarle en su apoyo. El rey del Olimpo estaba ardiendo y muy húmedo. Gemidos de dolor se escapaban de entre sus dientes.
    Ya es la hora, hijo…— dijo Zeus levantando las sábanas y mostrando una inmensa hernia en su muslo izquierdo, cerca del escroto. La hernia se movía extrañamente, dejando a Hermes contemplarla confuso.
    ¡Qué dolor! — dijo Hermes empático. —llamaré a Asclepio ahora mismo. — dijo Hermes dispuesto a alzar el vuelo.
    ¡Ni hablar! — aulló Zeus tomando fuertemente a su hijo del brazo y tirándole hacia sí. Hermes se quedó con el tronco flexionado mirando cara a cara a su padre. — nadie debe saber de su existencia.
    ¿Cómo dices?
En ese momento a Hermes se le encendió la bombilla de la memoria. Estaba recordando que en ese lugar Zeus se había introducido el embrión de Sémele. Sus ojos se abrieron nuevamente como platos, cuando llegó a la última parte de sus recuerdos, aquella en la que debía acatar las órdenes de su padre.
    ¡No! — se espantó el Cilenio dibujando una enorme “o” sus labios y llevándose las manos a la cabeza.
     Tu hermano quiere salir ya. Así que hay que sacarlo antes de que se asfixie.
    Ni hablar ¡Me niego! — dijo sacudiendo la cabeza de un lado a otro aspaventosamente.
    ¡Imposible! Es una orden y la acatarás.
    ¡Pero yo no tengo ni idea!
    Yo te daré las instrucciones. ¡Mantén la cabeza fría, hijo! — dijo Zeus posando su mano en el hombro de su hijo.
Ante aquella esperpéntica situación, en la que parecía imposible no verse arrastrado por la inercia de los acontecimientos; Zeus mantenía una inexplicable calma mientras Hermes sentía el latido de su corazón en las sienes a presión. Centrando sus ojos en su padre el dios de los ladrones no lo podía desobedecer, estaba siendo obligado por el autoritario y furioso mirar de Zeus a no darle la espalda nunca y menos en aquel momento. Dicha suspensión de miradas fue interrumpida cuando el hijo de Cronos soltó un gemido de dolor intenso.  Soltó a su hijo cayendo al lecho agarrando su pierna con más énfasis. Estaba reteniendo el pinchazo que sentía bajo sus músculos y huesos. Inclinándose hacia su padre, como intentando consolarle, Hermes soltó por la boca el aire de sus atrapados pulmones.
Zeus estaba mal y no era para su hijo agradable verlo con tan intenso sufrimiento.  
    Está bien, padre.  ¿Qué tengo que hacer? — dijo.
    Toma la daga. — dijo mirando el arma de su hijo al cinto, justo en la cadera opuesta al botín.  No había hecho mal en traerse su arma el argicida, al fin y al cabo.
    Estás loco de atar. — dijo sacando habilidosa y rápidamente la hoja, Hermes. Intuía que Zeus le iba a pedir algo descabellado.; al fin y al cabo, era su padre y compartían los mismos genes.
    ¡Hazlo sin dilación! No te preocupes por mí. Heridas peores he sufrido.
    ¡De acuerdo! — haciendo girar expertamente el afilado puñal entre sus dedos, la expresión de Hermes cambió por completo. — ¡Estoy listo!
    Haz una hendidura justo donde la hernia comienza a nacer de mi muslo.
Hermes asintió resuelto, alimentando una confianza que en ese momento le flaqueaba. Con determinación y concentración absolutas, sus simpáticas y pícaras facciones se endurecieron.  Así era un dios antes de entrar en acción.
Palpando el bulto, el dios de los ladrones podía notar los miembros del cuerpo de una criatura moviéndose en el interior. Sin haber previsto algo semejante, se quedó impactado y su determinación se perdió un poco; pero se recuperó al instante acercando el arma al bulto.
    Así es. — decía Zeus respirando con dificultad. — Localiza al niño para no hacerle daño.
Tocando con más exhaustividad, siguiendo los consejos de su padre, Hermes notó lo que parecían las manos o pies del bebé bajo la fina capa de piel. Cuando pareció dar con una zona libre de partes nonatas, clavó la punta del puñal en dicho lugar sin penetrar demasiado profundo, pero lo justo como para ir abriendo un pliegue suficientemente largo. Podía sentir a Zeus aguantando sus muestras de dolor.
“Esto es dar palos de ciego” Pensó el preocupado argicida.
Lentamente deslizó la hoja de su arma hacia abajo. La piel de Zeus se rajaba con tremenda facilidad, manando a borbotones agua desde el interior. Zeus apretaba los dientes gruñendo de dolor. Hermes trazó el corte en media luna, mientras las gotas de sudor le resbalaban por sus sienes y cuello.  El agua dejó de manar de la incisión dando paso a cada vez más sangre. Hermes miró a su padre, quien tenía los ojos apretados.
    No puedo cortar más. No quiero desangrarte.
Zeus asintió mientras sus fuerzas parecían desaparecer lentamente.  El mensajero dejó el puñal sobre el colchón y volvió a palpar la hernia intentando detectar la espalda del bebé.
    Ten cuidado con la cabeza. — dijo Zeus luchando para no perder la consciencia. 
Hermes se secó con el dorso de su muñeca el sudor de su frente, manchando su piel de la sangre de Zeus. Posando nuevamente la mano en el abultamiento, empujó hacia la ranura abierta de la piel. El bebé se fue deslizando desde el interior hacia afuera, ensanchando cada vez más la herida y desgarrándola por los extremos. Zeus emitió gruñidos de dolor más fuertes, mordiendo las sábanas para ahogar los sonidos.
Poco a poco el perfil de la cabeza del niño fue apareciendo envuelto en los restos de lo que parecía una cera amarillenta y húmeda. Hermes sentía nauseas ante semejante visión y el fuerte olor que desplegaba la herida. No podía imaginar que fuera un olor tan intenso.
Siguió tirando del niño, saliendo los hombros y brazos al exterior. Giró con cuidado la criatura para sacarla en perpendicular a la anchura del muslo de Zeus. El tronco salió con facilidad mostrando más resistencia las pequeñas caderas del bebé. Con repetidos movimientos a los lados, desenganchó el cuerpo del niño hasta que salieron los pies. Posó al niño en el colchón ensangrentado rápidamente, deseando dejar de tocar aquella cosa que había permanecido en la pierna de su padre por los últimos meses.
 Las precipitadas manos de Zeus rompieron la bolsa de la cabeza para que el niño pudiera respirar y asomar su cara. Hermes miraba a su padre como si no hubiera despertado de una pesadilla. Zeus tenía una expresión de gozo en su rostro, pero ni eso pudo evitar hacer al argicida vomitar en la esquina de la cama.
    ¿Por qué no llora? — dijo Zeus con cierta angustia.
    ¡¿Quieres que llore?!— explotó Hermes deseando desahogar su tensión. — Yo haré que llore.
Alargando la mano a un jarro de agua fría. Hermes lo volcó en la cara del niño y en su padre. Aquel gesto de arrebato hizo que el bebé tuviera espasmos y llorara con todas sus ganas del desagradable impacto.
    ¡Esta te la voy a guardar, padre! — le gritó Hermes. — Me da igual que seas Zeus o qué. — Hermes señaló furioso a Zeus en expresión desafiante, como si tuviera una pataleta repentina; pero la imagen del rey de los dioses le dejó mudo.  Nunca había visto a Zeus con aquel gesto derretido, tierno y bondadoso. Con fascinación la contempló, incluso acercándose más a su padre para ver si era real o fruto de su imaginación.  Aquel gesto era imposible en el más poderoso Olímpico de todos.
Zeus estaba sumamente feliz, pero Hermes en su ignorancia y tardía inmadurez, no la entendía.
    Acércate hermano mayor. — dijo Zeus con voz de niño, aparentando que era el bebé el que llamaba a Hermes.
El mensajero se apartó asustado, provocando una cálida carcajada en su padre.
    Parece que hubieras visto un fantasma, hijo. — dijo Zeus tomando a su hijo correctamente, como todo un padre experto. — El gozo de ese momento le habían hecho olvidarse de sus dolores. — Esta misma cara solo la conoce Hera, pero con todos mis hijos se me pone. Contigo también.
Hermes se dejó caer en el suelo perplejo. Estaba tan hierático como las paredes del taller de Hefestos. Se llevó la mano ensangrentada a la frente, enterrándolas en su largo y sucio flequillo.  Se encontraba sentado en el frío suelo de la alcoba de su padre, que pese a ser el ser más importante del universo y no faltarle el oro en su ajuar y ropas, no era capaz de poner una alfombra calentita a los pies de su cama para levantarse sin pisar el helado mármol por las mañanas. Por eso mismo a Hermes se le estaban congelando las nalgas. El glamour del mensajero del Olimpo había desaparecido bajo la cubierta de sangre y sudor que se extendía en su tersa y jovial piel.  El hijo de Maya pensaba en que aquellos habían sido los minutos más largos de su vida y los más desagradables… Sin embargo, al alzar la mirada a su padre, escucharle bromear y comentando divertido lo bonito que era su hijo…; viéndole mecer y sonreír a aquella cosa maloliente y pegajosa…, sintió que todo su pesar se iba.
Una tranquilidad inmensa había inundado al contradicho vástago de la pléyade. En otras palabras, a la contradicha, apuesta y masculina matrona que había sido Hermes esa madrugada. Era todo absolutamente surrealista. ¿Pero qué no era surrealista en el Olimpo?
Entonces una sonrisa asomó en el aventurero mensajero alado. Había sido el protagonista de una comedia de mal gusto, pero no se sentía humillado por ello, sino divertido. La sonrisa comenzó a emitir una risa muy baja que fue ascendiendo cuanto más se percataba el dios de la broma que le había hecho pasar el destino.  Finalmente, unas sonoras carcajadas, que hicieron saltarle las lágrimas le liberaron de todo el estrés, furia y angustia acumulados. Zeus le acompañó en ellas, comprendiendo que su otro hijo había disfrutado también con todo aquello. El recién nacido emitió su primera expresión, levantando la ceja como si se extrañara de esos ruidosos sonidos. Se agitaba mirando a su padre embobado.
Ante el escándalo, los criados y doncellas comenzaron a golpear la puerta, preguntando si todo estaba bien.
Zeus calló su risa volviendo a la realidad. ¡Debía alejar a su hijo de los malvados celos de Hera!
    ¡Hermes rápido! — dijo Zeus lanzando su túnica real al mensajero a la cabeza. Hermes la deslizó hacia abajo para volver ver la luz recuperando su compostura.  Zeus le puso al recién nacido entre los brazos cuando se disponía a levantarse de su gélido y duro asiento. — Sal de aquí ya y llévalo a Orcómeno.
    ¡¿A Orcómeno?!— dijo Hermes intentando manejarse como podía con el bebé en sus brazos. Era una sensación extraña, como queriéndolo coger para que no se le rompiera, pero a la vez pensando que se le rompería de todas formas por su fragilidad.
    Así es. He dispuesto que Ino y Atamante lo críen en secreto.
    ¿Pero y eso? ¿por qué Ino? — siguió diciendo Hermes apabullado por que le habían dado algo que era incapaz de sujetar bien.
    Ya sabes el destino que le esperan a Frixo y Hele, ¿verdad? Demasiada penuria ha provocado Poseidón en ese reino. Quiero regalarle a su rey un nuevo hijo que le colme de prosperidad y felicidad.
    Pero padre…— Hermes quería explicar a Zeus la verdad del asunto de los mellizos, pero el rey no le dio pie a ello, queriendo alejar a su descendiente de allí cuanto antes.
    ¡Vete rápido!
Sin haber aún averiguado Hermes cómo coger a bebé debidamente, contempló a su padre cosiendo la herida de su muslo.
    ¡Espera! — Hermes acercó la criatura a su cuello. Éste le agarró dolorosamente de las orejas y el labio, explorando aquella nueva cara y dibujando graciosas muecas en su hermano. Hermes sacó como pudo del botín la crema regeneradora, mientras aguantaba el dolor de los pellizcos del bebé. (Tenía fuerza el crío, sin duda era hijo de su padre).  Le lanzó al rey la caja, quién la cogió al vuelo. — Póntela en la herida y te curarás rápidamente. ¡Auch! — se quejó el dios cuando el bebé descubrió la nariz y comenzó a intentar dilatarla por las fosas nasales.
    ¡Gracias! ¡Ahora sal!
Hermes asintió separando al bebé de su cara como hacía un pescador al despegar los tentáculos de un pulpo de las rocas. Saliendo por la ventana y regañando al bebé para que parara de agarrarle sin medir su fuerza, Hermes se alejó del Olimpo camino de Orcómeno.


Varios meses habían pasado desde el intenso y breve afear de la diosa de la sensualidad y el dios del comercio. Afrodita había decidido por propia voluntad y seguridad, retirarse del Olimpo por un tiempo hacía la isla del sureste del Mediterráneo; aquélla llamada ahora Chipre, y que era famosa por la belleza de sus paisajes, jardines y flores.
La razón de semejante decisión fue la espera de que finalizara la gestación de su siguiente hijo; fruto de la unión con el argicida. Nadie en el Olimpo salvo su hijo, Eros, sabía el secreto de su vientre. La diosa del amor había decidido tener su hijo en secreto para evitar posibles críticas en el Olimpo. Ya era el segundo hijo natural de la diosa.  Nunca tuvo hijos con Hefestos, y su único hijo extramatrimonial le hizo pasar mucha vergüenza en el Olimpo, cuando su ex marido destapó el adulterio ante todos los dioses. No obstante, la diosa era justa y responsable, y sabía que ninguno de sus hijos debía pagar por sus debilidades.
El soberano de Chipre, llamado el rey artista, era muy famoso en todo el territorio de los olímpicos, por su habilidad en la escultura y pintura. También, gracias a su sensibilidad estética, había conseguido crear los jardines más hermosos del Mediterráneo, solo comparables con lo maravillosos jardines de Babilonia.
Pigmalión, que así se llamaba, era un rey entregado a su arte y a su pueblo. Muy amado entre el gentío y las mujeres especialmente, pero el varón no había encontrado compañera lo suficientemente bella como para compartir su vida.  Atrapado en la idea de que encontraría a la reina de sus sueños, el sentimiento por ello era más fuerte que el raciocinio humano.
Afrodita tenía una especial debilidad por aquel hombre, pero era una atracción más intelectual que física. Ambos compartían los mismos gustos por el arte y la belleza, pero no habían nunca sentido la necesidad de convertirlos en una consumación propiamente dicha. Debido a la buenísima amistad y lealtad que Pigmalión siempre había demostrado hacia la urania, la diosa no encontró mejor lugar donde esconderse y relajarse. El rey la colmaba de todas las comodidades y atenciones posibles, prometiendo mantener sus labios cerrados al secreto del hijo que ella llevaba consigo.
Eros iba a visitar a su madre con frecuencia, preocupado por el estado en el que se encontraba. Afrodita agradecía a su hijo sus visitas, pero no negaba su temor de que la descubrieran debido a su causa. Eros se mostraba escéptico, diciendo que la gente seguía ignorando la razón de su madre de tomarse vacaciones tan largas.
Afrodita se agitó levemente en su diván, alarmando a su hijo que le preguntó si estaba bien.
    ¡Sí! Es solo que el bebé parece tan inquieto como su padre. Le gusta dar patadas con frecuencia. Está ansioso por desplegar el vuelo pronto. Dame tu mano.
Eros le dio la mano a su madre, quien la posó en su enorme barriga. Una sonrisa apareció en el rostro de Eros al notar los movimientos del bebé bajo su mano.
    Parece mentira que tengas ahí a un bebé.
    Lo sé. — dijo la madre. — es algo maravilloso que toda mujer debe sentir alguna vez en su vida.
    ¿Y no quieres que al menos Hermes lo sepa? Si yo fuera a tener un hijo, me gustaría saberlo.
    Ciertamente…, no creo que Hermes esté totalmente ajeno a esto.
    ¿Por qué? ¿Se lo dijiste?
    No del todo, pero es un hombre inteligente. Lo debe sospechar.
    ¿A qué te refieres?
    Digamos que le di una pequeña pista en su momento. — dijo riendo pilla.
    ¿Cuándo nacerá?
    Debería ser a finales de febrero según mis cálculos.
    ¿Crees que Hermes vendrá a conocerlo?
    Él es libre como el viento. No quiere compromisos ni responsabilidades.
    Es un infantil, madre. — dijo Eros enfadado. Afrodita soltó una suave risa.
    ¡Sí! Pero eso lo hace ser quien es. En ello se encuentra su atractivo, hijo.  
    No lo entiendo. Siempre creí que las mujeres les gusta el varón responsable y maduro.
    Bueno, a veces también nos gusta despertar a ese varón en uno que todavía no lo ha descubierto. Cambiar a un casanova en un hombre de provecho, también forma parte de nuestra naturaleza.
Eros se quedó pensativo, reteniendo las enseñanzas de la diosa que más sabía de amor, flirteo y feminidad. Cada uno de los comentarios eran lecciones que él debía aprender como su apoyo y heredero.
    Dime hijo. ¿Qué tal van Chryssos y Hele? ¿Ya se han declarado su amor?
    Bueno… pese a mis esfuerzos los dos se empeñan en enmudecer, pero sus sentimientos son recíprocos y muy evidentes. Tal vez junté a dos personas demasiado orgullosas.
    No, hijo mío, es justo por lo que Hermes te dijo. No quieren que su entorno empeore. Si Chryssos tiene tantos enemigos, no querrá poner en peligro a Hele. Por otro lado, Hele no quiere separarse de su madre y cuidarla hasta su final. ¡Pobre Nefele! Es una buena y justa mujer. Me entristecí mucho cuando la repudió Atamante. Yo misma dispuse su unión. Aun así, no entiendo qué clase de magia fue capaz de anular la mía.
Afrodita se enfadaba mucho cuando pensaba en la pareja real rota.  No le gustaba que deshicieran sus obras.
    Esa Ino… no me gusta nada. Me da muy mala espina.
    Estoy contigo, hijo, pero una cosa te digo; si algo he visto en mi larga vida, es que siempre la gente recibe lo que se merece.
Afrodita bostezó perezosa.
    Perdona madre. Es muy tarde y te he entretenido demasiado.
    No te preocupes. Duerme aquí esta noche y vete mañana temprano.
    Está bien.
Eros acompañó a su madre a la cama y luego él quiso irse, pero Afrodita le dijo que durmiera en su cama como solía hacer cuando era niño.
    Como desees, madre.
Eros se recostó en la cama. Era ya muy mayor para esas cosas, y le daba un poco de vergüenza, pero desde que su madre estaba embarazada se había vuelto muy caprichosa y con muchos cambios de humor. Con tal de no volver a ser testigo de uno de ellos lo hizo. Menos molestia era hacerlo; que no hacerlo y tener que presenciar un espectáculo bochornoso. Se bloqueaba cuando las hormonas empezaban a atacar a su madre, todavía tenía que entender muchos misterios que encerraban a la mujer.


 El mensajero de los dioses hizo un parón en el camino. La aurora ya había pasado y antes de que comenzara a aclararse más el cielo, quiso lavarse las manos ensangrentadas en el arroyo de Hélade. La sangre había llegado hasta su dorso y desnudándose se metió de golpe dentro y se refrotó intentando que desapareciera la sensación pegajosa de su piel. Todavía no podía dar crédito a lo que había pasado, pero se sentía bastante bien en ese momento. Pensándolo en frío le había dado un ataque de risa y eso siempre era una buena terapia de choque.
    Qué mal rato…— dijo resoplando. Nunca se había percatado hasta ese día de lo que suponía el nacimiento de un niño. Saber que él tenía unos cuantos en Grecia hicieron recorrer escalofríos por su espalda. — Debería controlarme más cuando las artes amatorias me dominen— En ese momento el llanto del niño le despejó de sus pensamientos.
Hermes se asomó al bebé.  El niño también estaba todavía lleno de esa gelatinosa substancia ya reseca. Se le habían pegado a la piel como costras amarillentas. Le daban un aspecto enfermizo y desagradable.
    Parece que te has retozado en una pocilga, enano. — Le dijo al bebé malhumorado. El niño le respondió con su primera carcajada. Al verle extendió los brazos queriendo alcanzar la cara de Hermes. El mensajero se cruzó de brazos y se alejó temiendo que volviera a darle al crío por pellizcarle su cara bonita. Le miró suspendido. — ¡No me mires así! ¡No sabes en la que me has metido! — El niño siguió asomando su enternecedora risa. Hermes miró para otra parte intentando ignorarle, pero el niño era cada vez más ruidoso y parecía querer tocar con más insistencia a Hermes. El mensajero resopló resignado y girándose lo tomó con muy poca maña de las axilas. — ¿Qué quieres? — dijo alejando su cara todo lo que pudo para que no le alcanzaran los deditos del bebé.
El bebé desvió su atención al agua abriendo los ojos de sorpresa. Había descubierto algo tan llamativo como las alas del petaso de Hermes y sus suaves patillas.  Extendió sus cortos y rollizos brazos, queriendo alcanzar el arroyo.
    ¿Tú también quieres un baño? — El niño volvió a responderle con una risa, asomando sus encías sin dientes en un simpático gesto. Hermes sonrió. — Está bien. Está un poco fría, pero después del jarro que antes te he tirado, te parecerá que ésta mejor.
Con cuidado Hermes metió el cuerpecito del niño en el arroyo. El bebé comenzó a chapotear feliz.
    ¡Hey! no me salpiques que yo te puedo salpicar más. Soy más grande y fuerte que tú. — Hermes comenzó a salpicar la cara del niño. La primera reacción del bebé fue de desconcierto, pero luego parecía disfrutar e intentó imitar a Hermes. Sin poder coordinar con la misma precisión que su hermano mayor.
El mensajero se percató entonces que el niño era muy espabilado para ser recién nacido, lo que le despertó una gran intriga sobre que sería capaz de hacer a tan pequeña edad. Después se fijó en sus ojos; eran grandes y azules como los de Zeus. Quitándole los restos de líquido, o lo que fuera esa cera, apareció un espeso pelo color vino de punta que le daban un aspecto travieso.
    Eres mono… pero no me superarás a mí. Yo soy una persona genuina e irrepetible. — dijo vanidoso con su conocida sonrisa torcida— Mi largo historial me avala. Puedes preguntar a cualquiera.
El argicida, que ahora estaba también ejerciendo el papel de niñera, se vistió, después envolvió al bebé seco en la túnica, cuidadosamente colocada a modo de bandolera que le sostendría muy bien contra su pecho. Las manitas del niño tocaron al mensajero sonriente y se enterraron encantados entre los pectorales del dios, detectando el calor de éste.
    ¡No se te ocurra engancharte a mi pezón que yo no tengo leche! — Advirtió el mensajero mientras le rugían las tripas de hambre.  Fue entonces cuando se percató de no haber desayunado y decidió buscar algo para comer, que calmara las voces de su estómago.
El mensajero emprendió el vuelo hasta la aldea más cercana. Atraído por el olor de pan recién hecho se asomó a una de las casas. Por la ventana vio unas hogazas de pan y queso en dulce de membrillo. La puerta estaba abierta mientras la mujer recogía agua del pozo. Sin pensarlo dos veces, el dios entró y robó la comida. Sobre la lumbre había una hoya de barro donde se calentaba vino. Rápidamente cogió un botijo y lo hundió en el recipiente.  
Saliendo de la casa, sin que se percatara la mujer, se sentó sobre el tejado a tomar su desayuno. El niño contemplaba a Hermes comiendo, intentando arrebatarle el botijo al mensajero.
    ¿Tú también tienes hambre? Espera. — Mirando a su alrededor, el cilenio intentó avistar alguna granja de vacas. Sin darse cuenta, el botijo rebosante de vino dejó escapar por la boquilla el líquido caliente. El bebé tomó la boquilla encajando su tierna boca en él. — ¿Qué haces? ¡No debes tomar vino! — Hermes separó al niño, lleno de churretones rojos. Estaba sonriente y sus mejillas encendidas. — ¡No me lo puedo creer! ¿Te ha gustado? — dijo riéndose divertido. — Ya me has adelantado en mi primera borrachera. Como seas igual de precoz en otras cosas, me vas hacer competencia.
El niño quería más vino, pero Hermes que no quería cargar con la responsabilidad de enfermar a su hermano, no le dejó más. Alejándose de la aldea, pronto avistó una granja de vacas y se fue directo a ella donde un cubo de leche recién ordeñada descansaba bajo el animal.
    Estupendo.
Hermes sacó una bosa de cuero de su botín y la llenó de leche. Ésta estaba todavía caliente, lo cual daba más posibilidades de ser bebida por el niño. Cuando la bolsa estuvo totalmente llena, Hermes la ató por encima, anudó con una cuerda uno de los extremos para que simulara un pezón y le hizo una incisión en la punta. Sin dudarlo lo introdujo en la boca del niño que enseguida comenzó a mamar.
    Buen niño. — dijo Hermes. — A ver si ahora te duermes. Nos espera todavía un rato de viaje. Y sobre todo ¡no vomites!
Aunque de esto último no estaba seguro Hermes, pues no era muy tranquilo para un niño recién comido, un agitado vuelo.


Hermes llegó al palacio de Atamante cuando el sol ya estaba lo suficientemente alejado de horizonte del este, pero no todavía lo suficientemente alto y despierto como para empezar a emitir su calor.  Apoyando el pie del caduceo a la altura de su tobillo derecho y apoyando su mano sobre la visera de su petaso para ajustárselo, echó una mirada a su hermano quien seguía durmiendo apaciblemente. En el instante en que había tomado la leche había caído y no le había dado ninguna lata el resto del viaje. Esto había facilitado mucho el trabajo y le había encantado al mensajero; por eso mismo le sonreía, pero luego cuando volvió a pensar lo que verdaderamente le había traído a Orcómeno, se enfureció. Su halo se tiñó en ese momento de odio hacia la que se iba a convertir en la madre adoptiva de su hermano.
    No me hace ninguna gracia dejarte con Ino, pero, puesto que no me puedo oponer al deseo de nuestro padre, aquí vas a tener que criarte. No obstante, no temas, tengo planes contigo mientras estés bajo el techo de esa bruja.
Así es, Hermes había planeado el futuro de su hermano. Éste se iba a convertir en su principal arma de ataque contra la inestable mujer que ahora ocupaba el lugar de Nefele y había destruido la vida de tanta gente.  ¿Cómo? Eso el tiempo lo iría desvelado.
Alzó su mirada hacia la majestuosa construcción y avanzó con paso firme y seguro. Cuando llegó a la puerta, el halo malvado de su odio hacia Ino, no se había desvanecido.  Los guardias recién refrescados, contemplaron inquietos al visitante. Cuando vieron sus atributos divinos, ninguno podía creerlo. El jefe les ordenó que no abrieran, siguiendo las estrictas órdenes de Ino, quien había prohibido que dejaran entrar a Hermes. La reina estaba perfectamente convencida de que algún disgusto le iba a costar.
    Pero es un dios. — dijo uno de los guardias asustado. — Y si enfurece.
    Pues si tan dios es ¿por qué no ha entrado por otro lado? — dijo irónico el jefe.
    Porque vengo en son de paz, jefe de la guardia, tengo un mensaje del Olimpo para sus majestades los reyes de Orcómeno. Mejor dicho, un obsequio de los dioses. — Hermes alzó sus ojos asomando una risa que parecía más helada que afable.
    Me está dando miedo. — dijo otro guardia.
    Vamos obediente y leal soldado. — Dijo socarrón Hermes. — Si quisiera destruir este palacio ¿No lo habría hecho ya? Te aseguro que un escuadrón es poco de entre todo lo que podría destruir con estas bonitas manos que he heredado.
    ¿Qué hacemos, señor? — dijo el guardia mientras los encargados de la puerta esperaban la respuesta de su comandante. El comandante se encontraba en un gran dilema.
    ¡Abre la puerta! — dijo Hermes. — ¿O quieres otro baño en la mar? — dijo amenazante Hermes, al reconocer al mismo comandante que hipnotizó y humilló en su última visita a Nefele.
    Está bien…— dijo el comandante. — abrid la puerta.
El cabo envió la orden a los centinelas de la puerta quienes abrieron las gruesas cerraduras.
    Gracias. — dijo Hermes reverenciando burlón y entrando en el interior. El comandante y doce hombres le rodearon. — Está bien, está bien. Si tantas ganas tenéis de acompañarme, adelante.
Avanzaron todos tras Hermes vigilándole como depredadores por si percibían cualquier movimiento sospechoso. Hermes avanzó tranquilo contemplando como se abrían todas las puertas delante suyo e inclinaba la cabeza cobardes y temerosos.
    Ya veo los cuentos que os habrá contado Ino sobre mí. – dijo Hermes. — por eso todos me mostráis tanto respeto. Me lo tomaré como un cumplido.
El comandante notaba cierta malicia en todo cuanto decía Hermes, así como una extraña percepción en el ambiente. Aunque los hombres eran incapaces de percibir el cosmos maligno que en ese momento rodeaba a Hermes, los luchadores podían oler el peligro.
No fue lo mismo para Atamante, quién, pleno conocedor del cosmos, como hijo de Eolo que era, había notado una increíble maldad contenida. Se quedó muy impactado por ese poderoso cosmos que se dirigía directamente hacia el salón del trono. El rey se encontraba allí dispuesto a cumplir con las primeras tareas de su agenda. Cuando se abrió la puerta se levantó de golpe, cayendo los pergaminos que estaba consultando en ese momento de sus rodillas. Fue un acto reflejo, como si se preparara a frenar un pronto ataque sorpresa.
    ¡Hermes! — exclamó. — ¿qué significa ese fuerte halo amenazante que encuentro en ti?
    ¿Halo amenazante? — dijo Hermes desinteresadamente. — Será porque no he dormido bien esta noche. Si no duermo bien me suelo levantar con un humor de perros. — emitió una disimulada sonrisa, mientras desaparecía el halo de maldad tan pronto como se había despertado. — Por cierto. ¡Buenos días rey Atamante! — Dijo quitándose el petaso gentilmente y reverenciado.
Atamante le miró confuso. Ya no notaba esa maldad en el dios. Extrañado dijo.
    ¡Buenos días, mensajero del Olimpo! ¿Qué ha venido a hacer un hijo de Zeus a mi palacio? ¿Acaso tienes un mensaje para mí?
    Así es. Me congratula ser portador de tan buen obsequio y noticias. Pero ¿Dónde está la noble y hermosa reina? Para ella también son.
    Aquí estoy.
Ino apareció en ese momento por un lateral del salón, acompañada por toda su corte de damas.  Miró a Hermes altiva mientras se acercaba a su esposo.
    Me sorprende verte aquí, pues creo recordar que di estrictas órdenes de que no te dejaran pasar. — dijo Ino echando una malvada mirada al jefe.
    ¿Cómo se te ocurre prohibir la entrada al mensajero de los dioses? — dijo sorprendido Atamante. — ahora entiendo su enfado. Se ha debido sentir abochornado.
    ¿Desde cuándo defiendes tú tanto a los dioses, querido? Creía que siempre te habías mantenido al margen de sus caprichos.
    Desde que uno decidiera matar a todo el pueblo de Orcómeno con una plaga. No deseo más muertes inocentes. Por eso edifiqué ese maldito templo. Si así dejo contento a un desquiciado, me basta. — después miró a Hermes. — Perdona a mi esposa, Hermes.
    Perdonada está. — dijo Hermes. — Nadie mejor que yo sabe del humor cambiante de las mujeres. Ahora habréis de sentiros mas unidos, pues vengo a obsequiaros a ambos.
    ¿Qué llevas en ese manto? — dijo Ino
    La respuesta a tus plegarias a Hera, Ino.
Con cuidado desató Hermes la bandolera de su cuello y abrigó más a su hermano antes de mostrarlo a los reyes. Cuando vieron al hermoso retoño, los reyes se quedaron prendados. Los ojos de Ino de humedecieron de emoción.
    El hijo que tanto habéis ansiado tú y Atamante engendrar. — Ino Se abrazó a Atamante llorando de alegría.
    Los dioses por fin bendicen esa desdichada villa con un bebé para nosotros, Ino. — dijo Atamante rodeándola por el cuello.
    Así es.
    “Cuando las hojas se doren y caigan muertas…, — repitió Atamante el mensaje de Delfos. — … el país de Copais, recibirá el néctar divino que sanará sus tierras.”
    Veo que gozáis de una increíble memoria, Atamante
    “Un tesoro que llegará directamente de Zeus.” Ahora lo comprendo. La profecía de Delfos se refería a este bebé.
Hermes contemplaba a Ino quién no pudo ocultar su extrañeza al escuchar esas palabras. No coincidían con las que ella pensaba hacer llegar a Atamante. Hermes sonrió por dentro su victoria al ver el rostro temeroso de Ino.
    ¿No quiere la madre tomarlo en brazos? — dijo Hermes.
Ino miró a Atamante, quién asintió a su todavía confusa mujer para que lo tomara. Pensaba el rey que esa reacción se debía a la increíble sorpresa que también se había llevado su esposa. Accediendo, Ino tomó al niño en brazos. En el momento que lo tuvo así, desapareció su inquietud, pues el pequeño tenía un especial don para calmar las preocupaciones y dolencias de las personas. Tal vez ese iba a ser el hermoso poder heredado de su verdadera procedencia.
    No tiene nombre todavía, así que deberíais buscarle uno. Disfrutadlo.
    Dionisos. — dijo Ino. — Se llamará Dionisos, porque nos vino directamente de Zeus.
    Me gusta. — dijo Atamante.
    Muy bien. Ahora si sus majestades me disculpan, tengo que volver a mis quehaceres.
    ¡Gracias Hermes! Lo cuidaremos como si fuera nuestro propio hijo. — dijo Atamante.
Con una reverencia Hermes dio media vuelta para marcharse. Ajustándose el petaso antes de echar a andar, los llantos del bebé le pararon. Hermes se volvió a girar, mientras veía las manitas de su hermano intentando alcanzarle para que no se separara de él. Hermes se quedó confuso mirándole y un extraño sentimiento le inundó el pecho. Un sentimiento que nunca antes había sentido.
    Parece que se ha acostumbrado a su niñera. — dijo riendo afablemente Atamante.
    No. ya sé lo que quiere. — El nieto de Atlante se arrancó unas plumas de su petaso y se las entregó al bebé. Éste las tomó acallando su llanto y comenzando a jugar con ellas— Lleva todo el día queriéndolas tocar. — dijo Hermes sonriente a los reyes. —   Cuidad de él.
Diciendo esto se marchó dejando a los reyes con su hijo adoptivo, pero antes de alejarse completamente del palacio, había sellado en la mente de su hermano unas palabras.
“Nunca olvides de donde procedes, ni quién es tu padre.”
Después se dijo en voz alta:
“Disfruta cuanto puedas Ino, porque lo que hoy es causa de tu alegría, mañana será la causa de tu absoluta desgracia.” 


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