Aquella madrugada, mucho antes de que se elevara Eos
en su carro de caballos plateados y siendo aún Nicte la que dejaba descansar
las estrellas en su regazo; el tranquilo dormitar del Olimpo se rompió por el
sonido de unos estrepitosos pasos por los corredores del templo del más astuto
y pícaro de los hijos de Zeus. Se
trataba de Iris, quien empujó la puerta de la alcoba de Hermes jadeante y de un
salto hundió el cómodo colchón de su maestro con las rodillas. El hijo de Zeus
no se inmutó hasta que su pupila le comenzó a sacudir su hombro de un lado a
otro como si rebozara una enorme croqueta.
Fue entonces cuando el mensajero de los dioses
entreabrió los ojos perezosos…, —gracias a la divina naturaleza que lo había
creado, éste no tenía un mal despertar—. Hacia el rabillo de párpado, el
cristalino del hijo de maya miró el angustiado rostro de su auxiliar. Sin saber si estaba entre sueños o si había
descendido de ellos, la expresión de la joven se le antojó muy tierna, y posando
ambas manos alrededor de su redondeada y dulce cara, le dijo sonriente:
—
Linda Iris…
La
muchacha sitió enrojecerse sus mejillas y se acalló su nerviosismo. El calor de
angustia pasó a uno mucho más embarazoso. Las manos de Hermes estaban calientes
y eran muy suaves. La joven centro sus tímidos ojos, el hijo de Zeus la
contemplaba bajo su largo y revuelto flequillo, brillando su vista de un verde
que parecía por momentos dorado.
—
Ze-us…— Apenas pudo decir Iris apabullada por el inesperado roce
de su ídolo.
Al escuchar ese nombre, una corriente
repentina de energía azotó a Hermes por la rabadilla de su espalda y se levantó
apartando violentamente a Iris y las sábanas de su camino. Sus ojos estaban
abiertos cómo platos.
—
¡Zeus! — Exclamó. — ¿Qué le pasa? ¿Dónde está?
El mensajero se estaba calzando las sandalias
y se ataba los cordones apresuradamente, contrastando con su tranquilo
adormecimiento anterior. Iris se había
tapado la cara con el borde de la cama, intentando ocultar su enorme rubor.
—
En su alcoba…— dijo la muchacha.
—
¡Allá voy! — Hermes salió por la ventana como un rayo., atándose el
cinto a su faldellín y deslizando la daga de su defensa, por si tenía que
usarla.
Iris cayó desmayada derretida como la
mantequilla, pues nunca había visto a su maestro y dueño de anhelos, como Maya
le trajo al mundo. ¡El hijo de Zeus dormía completamente desnudo!
Abriéndose paso por entre los nerviosos
criados de su padre, Hermes corría a toda velocidad por los pasillos hacia
donde dormitaba el rey. De un empujón abrió la puerta donde las doncellas
ponían agua fría preocupadas por el rey del Olimpo. Zeus se encontraba en la
cama, enrojecido de calor y sudoroso de dolores, abrazando su pierna izquierda.
En cuanto vio a su hijo en la puerta, sus ojos brillaron de alegría y ordenó a
todos que abandonaran el lugar y no entraran.
Algunos criados pedían a su rey que les
permitiera llamar a Asclepio, pero Zeus se había negado una y otra vez
rotundamente. Quería que todos se fueran, excepto Hermes.
Los criados se fueron asustados por los gritos
de Zeus. En el momento que desertaron, una hermosa flecha eléctrica bloqueó la
puerta.
—
¡¿Qué te pasa, padre?!— gritó Hermes yendo a su encuentro al ver
el crítico estado de su padre. Había rodeado los hombros de Zeus para ayudarle
en su apoyo. El rey del Olimpo estaba ardiendo y muy húmedo. Gemidos de dolor
se escapaban de entre sus dientes.
—
Ya es la hora, hijo…— dijo Zeus levantando las sábanas y mostrando
una inmensa hernia en su muslo izquierdo, cerca del escroto. La hernia se movía
extrañamente, dejando a Hermes contemplarla confuso.
—
¡Qué dolor! — dijo Hermes empático. —llamaré a Asclepio ahora mismo.
— dijo Hermes dispuesto a alzar el vuelo.
—
¡Ni hablar! — aulló Zeus tomando fuertemente a su hijo del brazo y
tirándole hacia sí. Hermes se quedó con el tronco flexionado mirando cara a
cara a su padre. — nadie debe saber de su existencia.
—
¿Cómo dices?
En ese momento a Hermes se le encendió la
bombilla de la memoria. Estaba recordando que en ese lugar Zeus se había introducido
el embrión de Sémele. Sus ojos se abrieron nuevamente como platos, cuando llegó
a la última parte de sus recuerdos, aquella en la que debía acatar las órdenes
de su padre.
—
¡No! — se espantó el Cilenio dibujando una enorme “o” sus labios y
llevándose las manos a la cabeza.
—
Tu hermano quiere salir ya.
Así que hay que sacarlo antes de que se asfixie.
—
Ni hablar ¡Me niego! — dijo sacudiendo la cabeza de un lado a otro
aspaventosamente.
—
¡Imposible! Es una orden y la acatarás.
—
¡Pero yo no tengo ni idea!
—
Yo te daré las instrucciones. ¡Mantén la cabeza fría, hijo! — dijo
Zeus posando su mano en el hombro de su hijo.
Ante aquella esperpéntica situación, en la que
parecía imposible no verse arrastrado por la inercia de los acontecimientos;
Zeus mantenía una inexplicable calma mientras Hermes sentía el latido de su
corazón en las sienes a presión. Centrando sus ojos en su padre el dios de los
ladrones no lo podía desobedecer, estaba siendo obligado por el autoritario y
furioso mirar de Zeus a no darle la espalda nunca y menos en aquel momento.
Dicha suspensión de miradas fue interrumpida cuando el hijo de Cronos soltó un
gemido de dolor intenso. Soltó a su hijo
cayendo al lecho agarrando su pierna con más énfasis. Estaba reteniendo el
pinchazo que sentía bajo sus músculos y huesos. Inclinándose hacia su padre,
como intentando consolarle, Hermes soltó por la boca el aire de sus atrapados
pulmones.
Zeus estaba mal y no era para su hijo agradable
verlo con tan intenso sufrimiento.
—
Está bien, padre. ¿Qué tengo
que hacer? — dijo.
—
Toma la daga. — dijo mirando el arma de su hijo al cinto, justo en
la cadera opuesta al botín. No había
hecho mal en traerse su arma el argicida, al fin y al cabo.
—
Estás loco de atar. — dijo sacando habilidosa y rápidamente la
hoja, Hermes. Intuía que Zeus le iba a pedir algo descabellado.; al fin y al cabo,
era su padre y compartían los mismos genes.
—
¡Hazlo sin dilación! No te preocupes por mí. Heridas peores he
sufrido.
—
¡De acuerdo! — haciendo girar expertamente el afilado puñal entre
sus dedos, la expresión de Hermes cambió por completo. — ¡Estoy listo!
—
Haz una hendidura justo donde la hernia comienza a nacer de mi
muslo.
Hermes asintió resuelto, alimentando una
confianza que en ese momento le flaqueaba. Con determinación y concentración
absolutas, sus simpáticas y pícaras facciones se endurecieron. Así era un dios antes de entrar en acción.
Palpando el bulto, el dios de los ladrones
podía notar los miembros del cuerpo de una criatura moviéndose en el interior.
Sin haber previsto algo semejante, se quedó impactado y su determinación se
perdió un poco; pero se recuperó al instante acercando el arma al bulto.
—
Así es. — decía Zeus respirando con dificultad. — Localiza al niño
para no hacerle daño.
Tocando con más exhaustividad, siguiendo los
consejos de su padre, Hermes notó lo que parecían las manos o pies del bebé
bajo la fina capa de piel. Cuando pareció dar con una zona libre de partes
nonatas, clavó la punta del puñal en dicho lugar sin penetrar demasiado
profundo, pero lo justo como para ir abriendo un pliegue suficientemente largo.
Podía sentir a Zeus aguantando sus muestras de dolor.
“Esto es dar palos de ciego” Pensó el
preocupado argicida.
Lentamente deslizó la hoja de su arma hacia
abajo. La piel de Zeus se rajaba con tremenda facilidad, manando a borbotones
agua desde el interior. Zeus apretaba los dientes gruñendo de dolor. Hermes
trazó el corte en media luna, mientras las gotas de sudor le resbalaban por sus
sienes y cuello. El agua dejó de manar
de la incisión dando paso a cada vez más sangre. Hermes miró a su padre, quien
tenía los ojos apretados.
—
No puedo cortar más. No quiero desangrarte.
Zeus asintió mientras sus fuerzas parecían
desaparecer lentamente. El mensajero
dejó el puñal sobre el colchón y volvió a palpar la hernia intentando detectar
la espalda del bebé.
—
Ten cuidado con la cabeza. — dijo Zeus luchando para no perder la
consciencia.
Hermes se secó con el dorso de su muñeca el
sudor de su frente, manchando su piel de la sangre de Zeus. Posando nuevamente
la mano en el abultamiento, empujó hacia la ranura abierta de la piel. El bebé
se fue deslizando desde el interior hacia afuera, ensanchando cada vez más la
herida y desgarrándola por los extremos. Zeus emitió gruñidos de dolor más
fuertes, mordiendo las sábanas para ahogar los sonidos.
Poco a poco el perfil de la cabeza del niño
fue apareciendo envuelto en los restos de lo que parecía una cera amarillenta y
húmeda. Hermes sentía nauseas ante semejante visión y el fuerte olor que
desplegaba la herida. No podía imaginar que fuera un olor tan intenso.
Siguió tirando del niño, saliendo los hombros
y brazos al exterior. Giró con cuidado la criatura para sacarla en
perpendicular a la anchura del muslo de Zeus. El tronco salió con facilidad mostrando
más resistencia las pequeñas caderas del bebé. Con repetidos movimientos a los
lados, desenganchó el cuerpo del niño hasta que salieron los pies. Posó al niño
en el colchón ensangrentado rápidamente, deseando dejar de tocar aquella cosa
que había permanecido en la pierna de su padre por los últimos meses.
Las
precipitadas manos de Zeus rompieron la bolsa de la cabeza para que el niño
pudiera respirar y asomar su cara. Hermes miraba a su padre como si no hubiera
despertado de una pesadilla. Zeus tenía una expresión de gozo en su rostro,
pero ni eso pudo evitar hacer al argicida vomitar en la esquina de la cama.
—
¿Por qué no llora? — dijo Zeus con cierta angustia.
—
¡¿Quieres que llore?!— explotó Hermes deseando desahogar su tensión.
— Yo haré que llore.
Alargando la mano a un jarro de agua fría.
Hermes lo volcó en la cara del niño y en su padre. Aquel gesto de arrebato hizo
que el bebé tuviera espasmos y llorara con todas sus ganas del desagradable
impacto.
—
¡Esta te la voy a guardar, padre! — le gritó Hermes. — Me da igual
que seas Zeus o qué. — Hermes señaló furioso a Zeus en expresión desafiante, como
si tuviera una pataleta repentina; pero la imagen del rey de los dioses le dejó
mudo. Nunca había visto a Zeus con aquel
gesto derretido, tierno y bondadoso. Con fascinación la contempló, incluso
acercándose más a su padre para ver si era real o fruto de su imaginación. Aquel gesto era imposible en el más poderoso
Olímpico de todos.
Zeus estaba sumamente feliz, pero Hermes en su
ignorancia y tardía inmadurez, no la entendía.
—
Acércate hermano mayor. — dijo Zeus con voz de niño, aparentando
que era el bebé el que llamaba a Hermes.
El mensajero se apartó asustado, provocando
una cálida carcajada en su padre.
—
Parece que hubieras visto un fantasma, hijo. — dijo Zeus tomando a
su hijo correctamente, como todo un padre experto. — El gozo de ese momento le
habían hecho olvidarse de sus dolores. — Esta misma cara solo la conoce Hera,
pero con todos mis hijos se me pone. Contigo también.
Hermes se dejó caer en el suelo perplejo.
Estaba tan hierático como las paredes del taller de Hefestos. Se llevó la mano
ensangrentada a la frente, enterrándolas en su largo y sucio flequillo. Se encontraba sentado en el frío suelo de la
alcoba de su padre, que pese a ser el ser más importante del universo y no
faltarle el oro en su ajuar y ropas, no era capaz de poner una alfombra
calentita a los pies de su cama para levantarse sin pisar el helado mármol por
las mañanas. Por eso mismo a Hermes se le estaban congelando las nalgas. El
glamour del mensajero del Olimpo había desaparecido bajo la cubierta de sangre
y sudor que se extendía en su tersa y jovial piel. El hijo de Maya pensaba en que aquellos habían
sido los minutos más largos de su vida y los más desagradables… Sin embargo, al
alzar la mirada a su padre, escucharle bromear y comentando divertido lo bonito
que era su hijo…; viéndole mecer y sonreír a aquella cosa maloliente y pegajosa…,
sintió que todo su pesar se iba.
Una tranquilidad inmensa había inundado al
contradicho vástago de la pléyade. En otras palabras, a la contradicha, apuesta
y masculina matrona que había sido Hermes esa madrugada. Era todo absolutamente
surrealista. ¿Pero qué no era surrealista en el Olimpo?
Entonces una sonrisa asomó en el aventurero
mensajero alado. Había sido el protagonista de una comedia de mal gusto, pero
no se sentía humillado por ello, sino divertido. La sonrisa comenzó a emitir
una risa muy baja que fue ascendiendo cuanto más se percataba el dios de la
broma que le había hecho pasar el destino. Finalmente, unas sonoras carcajadas, que
hicieron saltarle las lágrimas le liberaron de todo el estrés, furia y angustia
acumulados. Zeus le acompañó en ellas, comprendiendo que su otro hijo había
disfrutado también con todo aquello. El recién nacido emitió su primera
expresión, levantando la ceja como si se extrañara de esos ruidosos sonidos. Se
agitaba mirando a su padre embobado.
Ante el escándalo, los criados y doncellas
comenzaron a golpear la puerta, preguntando si todo estaba bien.
Zeus calló su risa volviendo a la realidad.
¡Debía alejar a su hijo de los malvados celos de Hera!
—
¡Hermes rápido! — dijo Zeus lanzando su túnica real al mensajero a
la cabeza. Hermes la deslizó hacia abajo para volver ver la luz recuperando su
compostura. Zeus le puso al recién
nacido entre los brazos cuando se disponía a levantarse de su gélido y duro asiento.
— Sal de aquí ya y llévalo a Orcómeno.
—
¡¿A Orcómeno?!— dijo Hermes intentando manejarse como podía con el
bebé en sus brazos. Era una sensación extraña, como queriéndolo coger para que
no se le rompiera, pero a la vez pensando que se le rompería de todas formas por
su fragilidad.
—
Así es. He dispuesto que Ino y Atamante lo críen en secreto.
—
¿Pero y eso? ¿por qué Ino? — siguió diciendo Hermes apabullado por
que le habían dado algo que era incapaz de sujetar bien.
—
Ya sabes el destino que le esperan a Frixo y Hele, ¿verdad? Demasiada
penuria ha provocado Poseidón en ese reino. Quiero regalarle a su rey un nuevo
hijo que le colme de prosperidad y felicidad.
—
Pero padre…— Hermes quería explicar a Zeus la verdad del asunto de
los mellizos, pero el rey no le dio pie a ello, queriendo alejar a su
descendiente de allí cuanto antes.
—
¡Vete rápido!
Sin haber aún averiguado Hermes cómo coger a
bebé debidamente, contempló a su padre cosiendo la herida de su muslo.
—
¡Espera! — Hermes acercó la criatura a su cuello. Éste le agarró
dolorosamente de las orejas y el labio, explorando aquella nueva cara y
dibujando graciosas muecas en su hermano. Hermes sacó como pudo del botín la
crema regeneradora, mientras aguantaba el dolor de los pellizcos del bebé.
(Tenía fuerza el crío, sin duda era hijo de su padre). Le lanzó al rey la caja, quién la cogió al vuelo.
— Póntela en la herida y te curarás rápidamente. ¡Auch! — se quejó el dios
cuando el bebé descubrió la nariz y comenzó a intentar dilatarla por las fosas
nasales.
—
¡Gracias! ¡Ahora sal!
Hermes asintió separando al bebé de su cara
como hacía un pescador al despegar los tentáculos de un pulpo de las rocas. Saliendo
por la ventana y regañando al bebé para que parara de agarrarle sin medir su
fuerza, Hermes se alejó del Olimpo camino de Orcómeno.
Varios meses habían pasado desde el intenso y
breve afear de la diosa de la sensualidad y el dios del comercio. Afrodita
había decidido por propia voluntad y seguridad, retirarse del Olimpo por un
tiempo hacía la isla del sureste del Mediterráneo; aquélla llamada ahora
Chipre, y que era famosa por la belleza de sus paisajes, jardines y flores.
La razón de semejante decisión fue la espera
de que finalizara la gestación de su siguiente hijo; fruto de la unión con el
argicida. Nadie en el Olimpo salvo su hijo, Eros, sabía el secreto de su
vientre. La diosa del amor había decidido tener su hijo en secreto para evitar
posibles críticas en el Olimpo. Ya era el segundo hijo natural de la
diosa. Nunca tuvo hijos con Hefestos, y
su único hijo extramatrimonial le hizo pasar mucha vergüenza en el Olimpo,
cuando su ex marido destapó el adulterio ante todos los dioses. No obstante, la
diosa era justa y responsable, y sabía que ninguno de sus hijos debía pagar por
sus debilidades.
El soberano de Chipre, llamado el rey artista,
era muy famoso en todo el territorio de los olímpicos, por su habilidad en la
escultura y pintura. También, gracias a su sensibilidad estética, había
conseguido crear los jardines más hermosos del Mediterráneo, solo comparables
con lo maravillosos jardines de Babilonia.
Pigmalión, que así se llamaba, era un rey
entregado a su arte y a su pueblo. Muy amado entre el gentío y las mujeres
especialmente, pero el varón no había encontrado compañera lo suficientemente
bella como para compartir su vida. Atrapado
en la idea de que encontraría a la reina de sus sueños, el sentimiento por ello
era más fuerte que el raciocinio humano.
Afrodita tenía una especial debilidad por
aquel hombre, pero era una atracción más intelectual que física. Ambos
compartían los mismos gustos por el arte y la belleza, pero no habían nunca
sentido la necesidad de convertirlos en una consumación propiamente dicha.
Debido a la buenísima amistad y lealtad que Pigmalión siempre había demostrado
hacia la urania, la diosa no encontró
mejor lugar donde esconderse y relajarse. El rey la colmaba de todas las
comodidades y atenciones posibles, prometiendo mantener sus labios cerrados al
secreto del hijo que ella llevaba consigo.
Eros iba a visitar a su madre con frecuencia,
preocupado por el estado en el que se encontraba. Afrodita agradecía a su hijo
sus visitas, pero no negaba su temor de que la descubrieran debido a su causa.
Eros se mostraba escéptico, diciendo que la gente seguía ignorando la razón de
su madre de tomarse vacaciones tan largas.
Afrodita se agitó levemente en su diván,
alarmando a su hijo que le preguntó si estaba bien.
—
¡Sí! Es solo que el bebé parece tan inquieto como su padre. Le gusta
dar patadas con frecuencia. Está ansioso por desplegar el vuelo pronto. Dame tu
mano.
Eros le dio la mano a su madre, quien la posó
en su enorme barriga. Una sonrisa apareció en el rostro de Eros al notar los
movimientos del bebé bajo su mano.
—
Parece mentira que tengas ahí a un bebé.
—
Lo sé. — dijo la madre. — es algo maravilloso que toda mujer debe
sentir alguna vez en su vida.
—
¿Y no quieres que al menos Hermes lo sepa? Si yo fuera a tener un
hijo, me gustaría saberlo.
—
Ciertamente…, no creo que Hermes esté totalmente ajeno a esto.
—
¿Por qué? ¿Se lo dijiste?
—
No del todo, pero es un hombre inteligente. Lo debe sospechar.
—
¿A qué te refieres?
—
Digamos que le di una pequeña pista en su momento. — dijo riendo
pilla.
—
¿Cuándo nacerá?
—
Debería ser a finales de febrero según mis cálculos.
—
¿Crees que Hermes vendrá a conocerlo?
—
Él es libre como el viento. No quiere compromisos ni
responsabilidades.
—
Es un infantil, madre. — dijo Eros enfadado. Afrodita soltó una
suave risa.
—
¡Sí! Pero eso lo hace ser quien es. En ello se encuentra su atractivo,
hijo.
—
No lo entiendo. Siempre creí que las mujeres les gusta el varón
responsable y maduro.
—
Bueno, a veces también nos gusta despertar a ese varón en uno que
todavía no lo ha descubierto. Cambiar a un casanova en un hombre de provecho,
también forma parte de nuestra naturaleza.
Eros se quedó pensativo, reteniendo las
enseñanzas de la diosa que más sabía de amor, flirteo y feminidad. Cada uno de
los comentarios eran lecciones que él debía aprender como su apoyo y heredero.
—
Dime hijo. ¿Qué tal van Chryssos y Hele? ¿Ya se han declarado su
amor?
—
Bueno… pese a mis esfuerzos los dos se empeñan en enmudecer, pero
sus sentimientos son recíprocos y muy evidentes. Tal vez junté a dos personas
demasiado orgullosas.
—
No, hijo mío, es justo por lo que Hermes te dijo. No quieren que
su entorno empeore. Si Chryssos tiene tantos enemigos, no querrá poner en
peligro a Hele. Por otro lado, Hele no quiere separarse de su madre y cuidarla
hasta su final. ¡Pobre Nefele! Es una buena y justa mujer. Me entristecí mucho
cuando la repudió Atamante. Yo misma dispuse su unión. Aun así, no entiendo qué
clase de magia fue capaz de anular la mía.
Afrodita se enfadaba mucho cuando pensaba en
la pareja real rota. No le gustaba que
deshicieran sus obras.
—
Esa Ino… no me gusta nada. Me da muy mala espina.
—
Estoy contigo, hijo, pero una cosa te digo; si algo he visto en mi
larga vida, es que siempre la gente recibe lo que se merece.
Afrodita bostezó perezosa.
—
Perdona madre. Es muy tarde y te he entretenido demasiado.
—
No te preocupes. Duerme aquí esta noche y vete mañana temprano.
—
Está bien.
Eros acompañó a su madre a la cama y luego él
quiso irse, pero Afrodita le dijo que durmiera en su cama como solía hacer
cuando era niño.
—
Como desees, madre.
Eros se recostó en la cama. Era ya muy mayor
para esas cosas, y le daba un poco de vergüenza, pero desde que su madre estaba
embarazada se había vuelto muy caprichosa y con muchos cambios de humor. Con
tal de no volver a ser testigo de uno de ellos lo hizo. Menos molestia era
hacerlo; que no hacerlo y tener que presenciar un espectáculo bochornoso. Se
bloqueaba cuando las hormonas empezaban a atacar a su madre, todavía tenía que
entender muchos misterios que encerraban a la mujer.
El
mensajero de los dioses hizo un parón en el camino. La aurora ya había pasado y
antes de que comenzara a aclararse más el cielo, quiso lavarse las manos ensangrentadas
en el arroyo de Hélade. La sangre había llegado hasta su dorso y desnudándose
se metió de golpe dentro y se refrotó intentando que desapareciera la sensación
pegajosa de su piel. Todavía no podía dar crédito a lo que había pasado, pero
se sentía bastante bien en ese momento. Pensándolo en frío le había dado un
ataque de risa y eso siempre era una buena terapia de choque.
—
Qué mal rato…— dijo resoplando. Nunca se había percatado hasta ese
día de lo que suponía el nacimiento de un niño. Saber que él tenía unos cuantos
en Grecia hicieron recorrer escalofríos por su espalda. — Debería controlarme más
cuando las artes amatorias me dominen— En ese momento el llanto del niño le
despejó de sus pensamientos.
Hermes se asomó
al bebé. El niño también estaba todavía
lleno de esa gelatinosa substancia ya reseca. Se le habían pegado a la piel
como costras amarillentas. Le daban un aspecto enfermizo y desagradable.
—
Parece que te has retozado en una pocilga, enano. — Le dijo al
bebé malhumorado. El niño le respondió con su primera carcajada. Al verle
extendió los brazos queriendo alcanzar la cara de Hermes. El mensajero se cruzó
de brazos y se alejó temiendo que volviera a darle al crío por pellizcarle su
cara bonita. Le miró suspendido. — ¡No me mires así! ¡No sabes en la que me has
metido! — El niño siguió asomando su enternecedora risa. Hermes miró para otra
parte intentando ignorarle, pero el niño era cada vez más ruidoso y parecía
querer tocar con más insistencia a Hermes. El mensajero resopló resignado y
girándose lo tomó con muy poca maña de las axilas. — ¿Qué quieres? — dijo
alejando su cara todo lo que pudo para que no le alcanzaran los deditos del
bebé.
El bebé desvió su
atención al agua abriendo los ojos de sorpresa. Había descubierto algo tan
llamativo como las alas del petaso de Hermes y sus suaves patillas. Extendió sus cortos y rollizos brazos,
queriendo alcanzar el arroyo.
—
¿Tú también quieres un baño? — El niño volvió a responderle con
una risa, asomando sus encías sin dientes en un simpático gesto. Hermes sonrió.
— Está bien. Está un poco fría, pero después del jarro que antes te he tirado,
te parecerá que ésta mejor.
Con cuidado Hermes metió el cuerpecito del
niño en el arroyo. El bebé comenzó a chapotear feliz.
—
¡Hey! no me salpiques que yo te puedo salpicar más. Soy más grande
y fuerte que tú. — Hermes comenzó a salpicar la cara del niño. La primera
reacción del bebé fue de desconcierto, pero luego parecía disfrutar e intentó
imitar a Hermes. Sin poder coordinar con la misma precisión que su hermano
mayor.
El mensajero se percató entonces que el niño
era muy espabilado para ser recién nacido, lo que le despertó una gran intriga sobre
que sería capaz de hacer a tan pequeña edad. Después se fijó en sus ojos; eran
grandes y azules como los de Zeus. Quitándole los restos de líquido, o lo que
fuera esa cera, apareció un espeso pelo color vino de punta que le daban un
aspecto travieso.
—
Eres mono… pero no me superarás a mí. Yo soy una persona genuina e
irrepetible. — dijo vanidoso con su conocida sonrisa torcida— Mi largo
historial me avala. Puedes preguntar a cualquiera.
El argicida, que ahora estaba también
ejerciendo el papel de niñera, se vistió, después envolvió al bebé seco en la
túnica, cuidadosamente colocada a modo de bandolera que le sostendría muy bien
contra su pecho. Las manitas del niño tocaron al mensajero sonriente y se
enterraron encantados entre los pectorales del dios, detectando el calor de
éste.
—
¡No se te ocurra engancharte a mi pezón que yo no tengo leche! — Advirtió
el mensajero mientras le rugían las tripas de hambre. Fue entonces cuando se percató de no haber desayunado
y decidió buscar algo para comer, que calmara las voces de su estómago.
El mensajero emprendió el vuelo hasta la aldea
más cercana. Atraído por el olor de pan recién hecho se asomó a una de las
casas. Por la ventana vio unas hogazas de pan y queso en dulce de membrillo. La
puerta estaba abierta mientras la mujer recogía agua del pozo. Sin pensarlo dos
veces, el dios entró y robó la comida. Sobre la lumbre había una hoya de barro
donde se calentaba vino. Rápidamente cogió un botijo y lo hundió en el
recipiente.
Saliendo de la casa, sin que se percatara la
mujer, se sentó sobre el tejado a tomar su desayuno. El niño contemplaba a
Hermes comiendo, intentando arrebatarle el botijo al mensajero.
—
¿Tú también tienes hambre? Espera. — Mirando a su alrededor, el cilenio
intentó avistar alguna granja de vacas. Sin darse cuenta, el botijo rebosante
de vino dejó escapar por la boquilla el líquido caliente. El bebé tomó la
boquilla encajando su tierna boca en él. — ¿Qué haces? ¡No debes tomar vino! —
Hermes separó al niño, lleno de churretones rojos. Estaba sonriente y sus
mejillas encendidas. — ¡No me lo puedo creer! ¿Te ha gustado? — dijo riéndose divertido.
— Ya me has adelantado en mi primera borrachera. Como seas igual de precoz en
otras cosas, me vas hacer competencia.
El niño quería más vino, pero Hermes que no
quería cargar con la responsabilidad de enfermar a su hermano, no le dejó más. Alejándose
de la aldea, pronto avistó una granja de vacas y se fue directo a ella donde un
cubo de leche recién ordeñada descansaba bajo el animal.
—
Estupendo.
Hermes sacó una bosa de cuero de su botín y la
llenó de leche. Ésta estaba todavía caliente, lo cual daba más posibilidades de
ser bebida por el niño. Cuando la bolsa estuvo totalmente llena, Hermes la ató
por encima, anudó con una cuerda uno de los extremos para que simulara un pezón
y le hizo una incisión en la punta. Sin dudarlo lo introdujo en la boca del
niño que enseguida comenzó a mamar.
—
Buen niño. — dijo Hermes. — A ver si ahora te duermes. Nos espera
todavía un rato de viaje. Y sobre todo ¡no vomites!
Aunque de esto último no estaba seguro Hermes,
pues no era muy tranquilo para un niño recién comido, un agitado vuelo.
Hermes llegó al palacio de Atamante cuando el
sol ya estaba lo suficientemente alejado de horizonte del este, pero no todavía
lo suficientemente alto y despierto como para empezar a emitir su calor. Apoyando el pie del caduceo a la altura de su
tobillo derecho y apoyando su mano sobre la visera de su petaso para ajustárselo,
echó una mirada a su hermano quien seguía durmiendo apaciblemente. En el
instante en que había tomado la leche había caído y no le había dado ninguna
lata el resto del viaje. Esto había facilitado mucho el trabajo y le había
encantado al mensajero; por eso mismo le sonreía, pero luego cuando volvió a
pensar lo que verdaderamente le había traído a Orcómeno, se enfureció. Su halo
se tiñó en ese momento de odio hacia la que se iba a convertir en la madre
adoptiva de su hermano.
—
No me hace ninguna gracia dejarte con Ino, pero, puesto que no me
puedo oponer al deseo de nuestro padre, aquí vas a tener que criarte. No
obstante, no temas, tengo planes contigo mientras estés bajo el techo de esa
bruja.
Así es, Hermes había planeado el futuro de su
hermano. Éste se iba a convertir en su principal arma de ataque contra la
inestable mujer que ahora ocupaba el lugar de Nefele y había destruido la vida
de tanta gente. ¿Cómo? Eso el tiempo lo
iría desvelado.
Alzó su mirada hacia la majestuosa construcción
y avanzó con paso firme y seguro. Cuando llegó a la puerta, el halo malvado de
su odio hacia Ino, no se había desvanecido. Los guardias recién refrescados, contemplaron
inquietos al visitante. Cuando vieron sus atributos divinos, ninguno podía
creerlo. El jefe les ordenó que no abrieran, siguiendo las estrictas órdenes de
Ino, quien había prohibido que dejaran entrar a Hermes. La reina estaba
perfectamente convencida de que algún disgusto le iba a costar.
—
Pero es un dios. — dijo uno de los guardias asustado. — Y si
enfurece.
—
Pues si tan dios es ¿por qué no ha entrado por otro lado? — dijo
irónico el jefe.
—
Porque vengo en son de paz, jefe de la guardia, tengo un mensaje
del Olimpo para sus majestades los reyes de Orcómeno. Mejor dicho, un obsequio
de los dioses. — Hermes alzó sus ojos asomando una risa que parecía más helada
que afable.
—
Me está dando miedo. — dijo otro guardia.
—
Vamos obediente y leal soldado. — Dijo socarrón Hermes. — Si
quisiera destruir este palacio ¿No lo habría hecho ya? Te aseguro que un
escuadrón es poco de entre todo lo que podría destruir con estas bonitas manos
que he heredado.
—
¿Qué hacemos, señor? — dijo el guardia mientras los encargados de
la puerta esperaban la respuesta de su comandante. El comandante se encontraba
en un gran dilema.
—
¡Abre la puerta! — dijo Hermes. — ¿O quieres otro baño en la mar?
— dijo amenazante Hermes, al reconocer al mismo comandante que hipnotizó y
humilló en su última visita a Nefele.
—
Está bien…— dijo el comandante. — abrid la puerta.
El cabo envió la orden a los centinelas de la
puerta quienes abrieron las gruesas cerraduras.
—
Gracias. — dijo Hermes reverenciando burlón y entrando en el
interior. El comandante y doce hombres le rodearon. — Está bien, está bien. Si
tantas ganas tenéis de acompañarme, adelante.
Avanzaron todos tras Hermes vigilándole como depredadores
por si percibían cualquier movimiento sospechoso. Hermes avanzó tranquilo
contemplando como se abrían todas las puertas delante suyo e inclinaba la
cabeza cobardes y temerosos.
—
Ya veo los cuentos que os habrá contado Ino sobre mí. – dijo Hermes.
— por eso todos me mostráis tanto respeto. Me lo tomaré como un cumplido.
El comandante notaba cierta malicia en todo
cuanto decía Hermes, así como una extraña percepción en el ambiente. Aunque los
hombres eran incapaces de percibir el cosmos maligno que en ese momento rodeaba
a Hermes, los luchadores podían oler el peligro.
No fue lo mismo para Atamante, quién, pleno
conocedor del cosmos, como hijo de Eolo que era, había notado una increíble
maldad contenida. Se quedó muy impactado por ese poderoso cosmos que se dirigía
directamente hacia el salón del trono. El rey se encontraba allí dispuesto a
cumplir con las primeras tareas de su agenda. Cuando se abrió la puerta se
levantó de golpe, cayendo los pergaminos que estaba consultando en ese momento
de sus rodillas. Fue un acto reflejo, como si se preparara a frenar un pronto
ataque sorpresa.
—
¡Hermes! — exclamó. — ¿qué significa ese fuerte halo amenazante
que encuentro en ti?
—
¿Halo amenazante? — dijo Hermes desinteresadamente. — Será porque
no he dormido bien esta noche. Si no duermo bien me suelo levantar con un humor
de perros. — emitió una disimulada sonrisa, mientras desaparecía el halo de
maldad tan pronto como se había despertado. — Por cierto. ¡Buenos días rey
Atamante! — Dijo quitándose el petaso gentilmente y reverenciado.
Atamante le miró confuso. Ya no notaba esa
maldad en el dios. Extrañado dijo.
—
¡Buenos días, mensajero del Olimpo! ¿Qué ha venido a hacer un hijo
de Zeus a mi palacio? ¿Acaso tienes un mensaje para mí?
—
Así es. Me congratula ser portador de tan buen obsequio y
noticias. Pero ¿Dónde está la noble y hermosa reina? Para ella también son.
—
Aquí estoy.
Ino apareció en ese momento por un lateral del
salón, acompañada por toda su corte de damas.
Miró a Hermes altiva mientras se acercaba a su esposo.
—
Me sorprende verte aquí, pues creo recordar que di estrictas
órdenes de que no te dejaran pasar. — dijo Ino echando una malvada mirada al
jefe.
—
¿Cómo se te ocurre prohibir la entrada al mensajero de los dioses?
— dijo sorprendido Atamante. — ahora entiendo su enfado. Se ha debido sentir
abochornado.
—
¿Desde cuándo defiendes tú tanto a los dioses, querido? Creía que
siempre te habías mantenido al margen de sus caprichos.
—
Desde que uno decidiera matar a todo el pueblo de Orcómeno con una
plaga. No deseo más muertes inocentes. Por eso edifiqué ese maldito templo. Si
así dejo contento a un desquiciado, me basta. — después miró a Hermes. —
Perdona a mi esposa, Hermes.
—
Perdonada está. — dijo Hermes. — Nadie mejor que yo sabe del humor
cambiante de las mujeres. Ahora habréis de sentiros mas unidos, pues vengo a
obsequiaros a ambos.
—
¿Qué llevas en ese manto? — dijo Ino
—
La respuesta a tus plegarias a Hera, Ino.
Con cuidado desató Hermes la bandolera de su
cuello y abrigó más a su hermano antes de mostrarlo a los reyes. Cuando vieron
al hermoso retoño, los reyes se quedaron prendados. Los ojos de Ino de
humedecieron de emoción.
—
El hijo que tanto habéis ansiado tú y Atamante engendrar. — Ino Se
abrazó a Atamante llorando de alegría.
—
Los dioses por fin bendicen esa desdichada villa con un bebé para
nosotros, Ino. — dijo Atamante rodeándola por el cuello.
—
Así es.
—
“Cuando las hojas se doren y caigan muertas…, — repitió Atamante
el mensaje de Delfos. — … el país de Copais, recibirá el néctar divino que
sanará sus tierras.”
—
Veo que gozáis de una increíble memoria, Atamante
—
“Un tesoro que llegará directamente de Zeus.” Ahora lo comprendo.
La profecía de Delfos se refería a este bebé.
Hermes
contemplaba a Ino quién no pudo ocultar su extrañeza al escuchar esas palabras.
No coincidían con las que ella pensaba hacer llegar a Atamante. Hermes sonrió
por dentro su victoria al ver el rostro temeroso de Ino.
—
¿No quiere la madre tomarlo en brazos? — dijo Hermes.
Ino miró a
Atamante, quién asintió a su todavía confusa mujer para que lo tomara. Pensaba
el rey que esa reacción se debía a la increíble sorpresa que también se había
llevado su esposa. Accediendo, Ino tomó al niño en brazos. En el momento que lo
tuvo así, desapareció su inquietud, pues el pequeño tenía un especial don para
calmar las preocupaciones y dolencias de las personas. Tal vez ese iba a ser el
hermoso poder heredado de su verdadera procedencia.
—
No tiene nombre todavía, así que deberíais buscarle uno.
Disfrutadlo.
—
Dionisos. — dijo Ino. — Se llamará Dionisos, porque nos vino
directamente de Zeus.
—
Me gusta. — dijo Atamante.
—
Muy bien. Ahora si sus majestades me disculpan, tengo que volver a
mis quehaceres.
—
¡Gracias Hermes! Lo cuidaremos como si fuera nuestro propio hijo.
— dijo Atamante.
Con una
reverencia Hermes dio media vuelta para marcharse. Ajustándose el petaso antes
de echar a andar, los llantos del bebé le pararon. Hermes se volvió a girar,
mientras veía las manitas de su hermano intentando alcanzarle para que no se
separara de él. Hermes se quedó confuso mirándole y un extraño sentimiento le
inundó el pecho. Un sentimiento que nunca antes había sentido.
—
Parece que se ha acostumbrado a su niñera. — dijo riendo
afablemente Atamante.
—
No. ya sé lo que quiere. — El nieto de Atlante se arrancó unas
plumas de su petaso y se las entregó al bebé. Éste las tomó acallando su llanto
y comenzando a jugar con ellas— Lleva todo el día queriéndolas tocar. — dijo
Hermes sonriente a los reyes. — Cuidad
de él.
Diciendo esto se
marchó dejando a los reyes con su hijo adoptivo, pero antes de alejarse
completamente del palacio, había sellado en la mente de su hermano unas
palabras.
“Nunca olvides de donde procedes, ni quién es
tu padre.”
Después se dijo en voz alta:
“Disfruta cuanto puedas Ino, porque lo que hoy
es causa de tu alegría, mañana será la causa de tu absoluta desgracia.”
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