CAPÍTULO 7: La pinza del cangrejo





Chryssos regresó a su cueva, seguía furioso por lo que había pasado pues había comprendido perfectamente que Atenea no pudo nunca haber encargado a alguien como él semejante matanza. Se había dejado enredar por las elocuencias del mensajero. Su madre bien le había advertido sobre los dioses del Olimpo, y muy especialmente sobre el tramposo de Hermes, el cual, nunca se podía intuir lo que navegaba en su desordenada cabeza. Ella había tenido la oportunidad de conocerle cuando era pequeña, así como al resto de los dioses, bajo el cargo de su madre Eos. La diosa de la aurora, Selene y Helios eran los únicos Titanes libres de la tierra. Habían ganado ese privilegio por mantenerse neutrales a la Titanomaquia.
Se sentó derrumbado en el húmedo suelo y se arrancó a jirones los vestidos, para vendarse su herida abdominal. Pese a que no había sido grave gracias a su divina piel dorada, le sangraba y no descartaba la posibilidad de una sutura.
Al fin y al cabo, pese a su monstruoso aspecto, había sido dotado del regalo de su vellón dorado. No obstante, lo odiaba, porque, así como le protegía en la lucha le provocaba absoluto rechazo. El horrendo aspecto que tenía el carnero, es la desgracia heredada de su padre Poseidón.
Recordaba sus tiernos días de infancia en los que estaba feliz a orillas de los mares junto a su madre. Ésta siempre le había mostrado las maravillas del mundo que les rodeaba y juntos se ponían a dar nombres a las estrellas más luminosas del Cielo. Los dos estaban seguros que en torno a esas estrellas otros titanes, como ellos, disfrutaban del mismo plano celestial. Todo era muy fácil en esa época; hasta que comenzó a cambiar su aspecto de forma incomprensible, convirtiéndose en la persona que ahora habitaba esa cueva.
Pero un nombre ahora ocupaba sus pensamientos:
“Hele…”
Susurró.
Mientras se enroscaba las vendas en torno a la fisura de su tripa, el dolor de la misma no era tanto como el que tenía más adentro. En su dura y dorada piel, en lo más profundo de su pecho; ardía un corazón ansioso de amar. La bondad y el amor que brotaba de él, eran fruto de su madre…Y ese enorme corazón amó mucho a la princesa de Orcómeno.
Su separación, aunque Hele nunca lo supiera, fue igual de dura para él como para ella.
El carnero no quería abandonarla, pero había otros intereses en juego. Al percatarse de la locura ambiciosa de su padre, provocada por el descubrimiento de los poderes que empezaron a despertar en el chico, le encendió su ambición. El dios de los mares quería utilizarle para destruir la Tierra y someter a sus habitantes; mas el hijo de Teófane, que era de alma honorable y justa, huyó para no poner en peligro a los suyos. La única compañía de su madre durante los años de fuga, le habían hecho bien en sus entrenamientos, pero él siempre se preguntaba:
“¿Y si le hubiese pedido que viniera conmigo…?”
Agitó su cabeza de un lado a otro su largo y platino cabello se sacudió con el movimiento.
“Al haber visto mi auténtico aspecto, probablemente me hubiera dejado de amar.”
Una estela muy hermosa y cálida sintió en ese momento. Frente a él apareció su abuela Eos sonriéndole benevolente y con sus plateados hermosos cabellos flotando en el aire.
— ¿Ya has salido, abuela? Ni siquiera me he percatado de que había caído la noche y ya amanece.
— Qué vas a saber tú, hijo mío, si no sales de esta cueva que es siempre oscura. ¿Acaso no te has dado cuenta que la batalla en la que has participado ha terminado cuando tu tío abuelo ya se estaba escondiendo?
Eos posó su mano en la cabeza de su nieto y se lo acercó a su maternal regazo.
— ¿Cuánto me alegra verte vivo, hijo? Eres lo único que me queda de tu madre.
— Yo también te añoraba. Tantos años encerrado en aquel lugar… te veía surcar a ti y a Helios el cielo y me preguntaba si podíais verme cuando la marea subía.
— Cabo Sunion es una prisión terrible para un descendiente de Hiperión. Los Olímpicos se enorgullecen en decir que son justos, pero lo cierto es que muchos de ellos han heredado la locura de su padre Cronos. Así como por ejemplo Poseidón y Hades, no hay más que observarles. Pero a veces hay uno que brilla por su bondad.
— Atenea
— Así es.
— Vi a Hele y no supe qué decirle.
— A penas sí le miraste a la cara para que no descubriera tu aspecto. ¿Cómo es posible que pienses que te va a rechazar si no te ha visto desde entonces?
— Pero ya no solo es eso. Atamante me expulsó porque sabía que era un peligro para Orcómeno. Si soy tal cosa, también lo soy para Hele.
— Deja a las personas elegir su propio camino. Tal vez el de Hele sea estar contigo pese a lo que eres. No elijas tú por ella lo que le conviene porque nadie más que cada uno sabe lo que quiere y le conviene.
Por la entrada de la cueva el resplandor del sol comenzó a alumbrar el cielo.
— Es hora de irme. Zeus es muy estricto en la organización. Antes debo decirte que ya ha llegado a oídos de Poseidón tu asistencia a Asea y cuando sepa que también lo has hecho en Olimpia su cólera será desmesurada. Viene en tu busca Glauco. Ino ha descubierto tu paradero. Los dos hicieron un pacto por el cual mientras el general conseguía que Atamante la amara, ella debía encontrarte.
— ¿Y qué es de tía Nefele y de Frixo, y de mi amada Hele?
— No lo sé hijo mío, están destruyendo nuevamente a nuestra familia y tú debes huir, no quiero ver muerto a otro de mis descendientes.
— ¿Y adónde voy?
— A un lugar que te tenga bien protegido, donde no puedan hallarte y donde te encuentres con nuestra familia… en él estarás en paz.
— Jamir…
Eos asintió.
— De acuerdo. — Dijo resuelto el carnero.
Eos dio un beso a su nieto y se fue dejando solo a Chryssos en la cueva.



Autólico atravesó el umbral del templo de Zeus. Milagrosamente éste se había mantenido en pie gracias a la intervención del Carnero de Oro. Por fin se encontraba en uno de los lugares que deseaba conocer junto al Oráculo de Delfos y Atenas. De pequeño, en Ítaca, su abuelo le solía contar historias de la península griega acerca de esos lugares.
Repentinamente se acordó de su hermanastro Mírtilo. Ese nombre le implicaba pensar en el padre que tenía en común con el auriga más elogiado de toda Grecia. Le implicaba pensar en su padre Hermes.
Su ser se acongojó otra vez, había visto con su madre la repentina aparición del dios para parar las ambiciones de Ares y su corazón dio un vuelco. Jamás le había visto en persona y pese a que su madre le hablaba sobre el dios con el desprecio más absoluto, él siempre tuvo curiosidad en conocerle. Ella podría decir, que el dios era egoísta, caprichoso y malo, pero Autólico le acababa de ver salvar Olimpia y se había convertido en un héroe por ello.
Por ese aprecio que tenía oculto el niño en su corazón, sintió temor al verle dispuesto a luchar con Ares y no haber vuelto a aparecer para demostrar su victoria. ¿Era tal vez porque había perecido en la batalla? ¡Pero no puede ser! Los dioses son inmortales y no mueren… ¿O tal vez sí? Para él era todo tan misterioso que intentaba no pensarlo demasiado, pero era inevitable hacerlo para un carácter tan avispado y abierto como el suyo.
Probablemente el príncipe de Ítaca se había refugiado en el templo, porque el hecho de que hubiera un altar dedicado a su padre, le hacía pensar que estaba así cerca de él, o tal vez le viera descansar ahí después de la pelea.
Todos estos pensamientos desaparecieron de su mente cuando vio un montón de ofrendas de comida en el altar. Sus tripas comenzaron a rugir ensordeciendo sus inquietudes afectivas. Desde el asalto en Asea, donde unos bandidos le habían robado todo a él y a su madre, no habían comido en condiciones y de eso hacía ya al menos cuatro días.
Sin dudarlo se abalanzó sobre las ofrendas y las devoró con avidez. Metiéndose algunas piezas de fruta en los huecos de su toga arrastrando también alguna joya y monedas de oro.
Entonces escuchó un estruendoso ruido y al girarse vio agujereado el techo de templo. En el suelo, cristalizado y azulado, un cuerpo que despedía un olor desagradable. Se acercó al mismo y miró precavido.
Podía distinguir bajo el hielo una armadura dorada y alas en pies y cabeza. La mano pareció reaccionar al mover un poco los dedos y un caduceo alado con dos ensortijadas serpientes apareció entre esos dedos.
Cuando el chico vio aquel emblema su corazón comenzó a latirle a toda velocidad, ¿se trataba de quien sospechaba…?
La escarcha saltó al aire, obligando al niño alejarse para que no le cortara la piel. El individuo congelado, se levantó rápidamente y se sacudió muslos, abdomen y brazos. El niño contempló asombrado la corpulenta y atlética figura de sandalias y petaso alado, así como la espléndida armadura de jade y oro.
Sin duda era él, era su padre, era ¡¡HERMES!!
— Pensaba que no alcanzaría a tiempo la órbita de Urano. — comenzó a pensar en voz alta el dios. — cuando me iba evaporando supe que solo sus ríos de hielo eran mi salvación. Gracias a que recuperé el conocimiento y al torbellino de Pegaso, he regresado de una pieza y tan guapo como siempre. — Miró su reflejo en una de las escarchas que se estaba derritiendo. Se sacudió el pelo coqueto y comenzó a hacer estiramientos mostrando sus poderosos músculos. Entonces vio a Autólico en el reflejo y todo su altar de ofrendas asaltado deteniendo su narcisismo cómico.
El dios se giró hacia el polizón con una ceja de extrañeza levantada.
Autólico sintió que el corazón se le iba a escapar de su pecho. Era un mar de sentimientos contradictorios. Por un lado, tenía una mezcla de vergüenza y nervios porque su padre le había sorprendido robando; y, por otro lado, estaba tieso como una estatua de emoción, al ver los ojos de Hermes mirándole por primera vez.
Las pupilas del dios rodearon el entorno de su altar, y volvieron a mirar al chico cuyos churretones delataban su crimen, con mirada analítica y penetrante. Eso debía ser lo más parecido a la seriedad de un padre antes de castigar a su hijo.
— ¿Acaso pensabas engañar al dios de los ladrones? — Dijo con maliciosidad el dios. Después, hizo el amago de andar y Autólico comenzó a correr.
Fue inútil. Antes de haber pegado la primera zancada el niño, se vio levantado del suelo por la fuerza descomunal de su padre. Éste le sacudió como a un saco de patatas, cayendo todo el botín al suelo.
— Que los ladrones me ofrezcan su botín robado, como dios suyo que soy, no me importa, pero que me roben a mí ya es otra cosa. ¿Adónde crees que ibas con mi aperitivo y mis joyas? — dijo Hermes con el ceño fruncido.
El niño se sintió completamente a merced de su padre quien lo manejaba con la facilidad de un muñeco de trapo. El niño se echó a llorar.
— No me haga nada, señor, solo tenía hambre.
Los berrinches del niño eran realmente molestos para el dios y cada vez se hacían más fuertes.
— ¡¡Ya calla llorón!!—Autólico se calló de golpe siendo solo sollozos su llanto. — Después de una regeneración tan complicada mi oído se vuelve muy sensible. — ¿A quién se le ocurre dejarte solo? ¡Vaya madre que tienes! ¿Dónde está, Eh?
— ¡¡Aquí!!
Ante esa palabra el dios alzó los ojos y vio el bello rostro de la princesa de Ítaca.
— ¡Quíone! — Exclamó soltando al chico. El dios comenzó a asomar una sonrisa pícara, clavándosele un par de hoyuelos en las mejillas. — ¿Cómo tú por aquí? — Dijo andando cortés hacia ella y mirándola conquistador. — ¿Has venido a visitarme? Me echas de menos ¿no es cierto?
Quíone le golpeó el petaso con una jarra, encajando el sombrero hasta el fondo de la cabeza del dios.
— Qué chica más cariñosa. — Dijo el dios desencajándose el petaso. Cuando la hubo mirado otra vez, la princesa le fue tirando más cosas llenas de rabia diciéndole todos los improperios que pudo. Hermes los esquivaba divertido. — ¡Qué bárbaro! ¿Esos son los modales de una princesa?
Llegando al colmo de su furia Quíone se abalanzó sobre Hermes para golpearle con sus propias manos, pero no eran más que cosquillas aquellas para un hijo de Zeus. La inmovilizó con su fuerte abrazo y la inclinó un poco.
— Si llego a saber de esa pasión, créeme que me hubiera ahorrado el encantamiento que te hice para que te me entregaras. — El dios señaló con su caduceo al niño, y a éste se le cerraron los ojos. Intentó abrirlos, pero no podía
Levantó la falda de la princesa pese a la desesperación de ella por desembarazarse del abrazo del dios y decirle que la dejara.
Autólico preguntaba que pasaba preocupado porque no podía ver nada y su propia ansiedad le hicieron romper el encantamiento de Hermes a su ojo y al ver a su madre indefensa se enfureció y se lanzó al cuello de Hermes rodeándolo con sus brazos.
Hermes sintió una descomunal fuerza que se había apoderado de su cuello como una gruesa y afilada cuerda. Era ésta tan apretada, que parecía tener más la intención de decapitarle que de ahogarle.
Autólico se iluminaba por un aura radiante como la de Tiresias y como la de Chryssos.
— ¡Ese cosmos! — Dijo el dios luchando para abrir los brazos de su hijo tan afilado como una guillotina. — Eres aún demasiado joven para poder dominarlo…

¡TORBELLINO DE PEGASO!

El niño salió disparado en ese momento cayendo al suelo su semblante. Quíone se abalanzó sobre él horrorizada de que no hubiera sobrevivido a esa caída. Increpó al dios a lágrima viva al no ver a su hijo reaccionar a su abrazo.
— ¡Es tu hijo, maldito seas! ¡Has matado a tu propio hijo!
Hermes abrió los ojos como platos.
— ¿Cómo dices? — Dijo mientras se apoyaba en la pared.
— Aquella noche cuando te fuiste me dejaste encinta.
El hijo de Poseidón y Maya estaba absolutamente perplejo. Era consciente de que tenía muchos hijos de sus aventuras, pero aquello era distinto, Autólico no era por él conocido.
En esa embarazosa situación, su genial mente se iluminó de repente recordando la fuerza y el cosmos del chico y pudo reconocerla como la misma que brotaba de sus manos.
Tres personas poseían ese poder Chryssos, Tiresias y ahora, Autólico. Sacó la armadura de Atenea y el cosmos de Autólico reaccionó.
— ¡Tienen nuestros poderes! — Exclamó. — Así es… tanto Tiresias, como Chryssos como Autólico son hijos de dioses. Han heredado nuestro poder. — Hermes se puso al lado del chico. Su madre lo abrazaba desesperada. — Quíone no temas, si él tiene el poder que yo imagino, mi ataque no será impedimento para que se levante.
Efectivamente el chico despertó en ese momento. Pudo ver la luz de su cuerpo y la estatuilla que llevaba su padre. La miró maravillado porque le pareció muy bonita y brillaba con armonía. La princesa de Ítaca comenzó a llenarle de besos, mientras el niño comenzó a sentirse incómodo.
“Pero sigo sin entender por qué reaccionan con la armadura de Atenea…”
Siguió pensando Hermes. Desistiendo, guardó la armadura en su zurrón y miró el gesto del chico de protesta intentando liberarse de los brazos de su madre.
— ¡Niño, No seas tan despegado de tu madre! ¡más vale que me obedezcas!
El dios se levantó nuevamente sin separar sus ojos de ellos. Después, dándoles la espalda, se dirigió a su altar pensativo.
— Ares todavía anda por aquí cerca. No es seguro que permanezcáis aquí. — Tomó una bolsa de monedas y se la entregó a Quíone. — Con lo que tenéis aquí será más que suficiente para que volváis a la Isla.
— ¿Por qué…? — Dijo ella, pero el dios no le contestó, se limitó a mirar a Autólico.
— ¿Cuándo cumples años?
— El 17 de julio, señor, haré once veranos.
Hermes se sacó de su cuello un colgante con la forma de una pinza de cangrejo de oro.
— Por esas fechas dispuse yo la constelación de cáncer para que la iluminara el sol. —Le lanzó el colgante a su hijo, quien lo cogió al vuelo. — La pieza en la que está labrada, perteneció a la coraza del cangrejo gigante que abatió Heracles mientras exterminaba a la Hidra de Lerma. La encargué hacer entonces para conmemorar aquel hermoso animal. Guárdala y no la pierdas ni vendas. — El chico asintió emocionado. Jamás había pensado que fuera a recibir un regalo de su padre. — Así por lo menos no te dejaras influir tanto por lo que pueda decir tu madre acerca de mí. — Dijo sonriendo torcidamente.
Quíone se levantó furiosa, y se dispuso a darle una bofetada, pero Hermes le detuvo la muñeca con su mano.
— Una bofetada no va a hacerte sentir mejor, Quíone, asimílalo, aquella noche éramos dos.
— ¡Eres un demonio, Hermes! Jamás he conocido a un ser tan insensible y frívolo como tú.
La princesa echó a correr llorando.
Autólico la miró confuso irse. No sabía qué debía hacer, entre otras cosas, porque no entendía nada de lo que pasaba entre sus padres. Estrechó la pinza del cangrejo entre sus dedos y miró a Hermes con admiración.
— Niño, prométeme, que cuando crezcas y te empiecen a gustar las mujeres, no te complicarás la vida con ellas. Nunca están contentas con nada. — Le puso la mano en la cabeza y frotó sus cabellos azulados como los de él. El chico le abrazó la pierna y Hermes le apartó incómodo. — Tampoco te pases, chaval.
En ese momento escucharon una explosión y salieron a la calle. Hermes alzó el vuelo para aterrizar en la estatuilla más alta del tejado del templo. En las montañas del bosque podía ver los destellos de una batalla.
"¡¡Chryssos!! "

Fue a partir hacia el lugar de la batalla donde se encontraba la cueva de Chryssos, pero alguien se interpuso en su camino. Era Iris.
— Mi señor, le reclaman en el Olimpo de parte del rey de los dioses. ¡Es urgente!
Hermes se encontró en un dilema no sabía si debía ayudar a Chryssos, desobedeciendo a su padre o dejarlo abandonado a su suerte. Pensó rápido:

“Demuestra de quien eres hijo, Chryssos”

En ese momento cambió su dirección de vuelo hacia el Olimpo.

La oscura cueva donde Chryssos se refugiaba había sido destruida. Un montón de rocas reposaban en su lugar y el húmedo suelo estaba bañado de la sangre del carnero como el que se dispone a efectuar un sacrificio a un dios en un altar. Hasta la misma sangre de hijo de Teófane y Poseidón era de oro y resplandecía milagrosamente.
Los cadetes y secuaces de Glauco lo contemplaban maravillados.
— ¿Acaso no eres el hijo de un dios, carnero? — Resonaba la voz del general del Atlántico Norte. — ¡Levántate y lucha!
Le contestó una risa del desfallecido carnero.
— Eres un iluso, Glauco, ¿piensas que tu solo coral podrá destruirme? Solo me ha herido superficialmente.
El carnero se levantó de su nicho, resplandeciendo de fuerza. Los soldados de Glauco y el mismo Glauco, se sorprendieron al ver como nuevamente el vellón que cubría al carnero, se solidificaba marcando potentemente su musculatura y aumentando su volumen. Los cuernos se agrandaron aún más y los orejones cayeron de su base. El pelo platino flotaba en el aire agitado por una invisible brisa. Sus ojos se tiñeron de rojo y una abundante y lanosa cola se agitaba en su espalda, encorvándose un poco más su cuello.
— Soy el hijo de Poseidón y Teófane, y nadie ni nada ha podido destruirme. Ni siquiera el coral venenoso que crece en tu verdosa piel, dragón marino.
El carnero expulsó una enorme cantidad de energía que arrastró a todos los soldados de Glauco hasta el bosque. Manteniéndose solo en pie el general, quién se cubría el rostro con sus brazos escamados. El consejero real estaba realmente impresionado del poder del monstruo de oro. Miró a éste y extendiendo el índice al frente, enmarcó en un triángulo imaginario en el aire la figura del carnero.

¡TRIÁNGULO DE ORO!

Chryssos sintió como era arrojado a la nada mientras escuchaba la voz de Glauco diciendo que, puesto que no había bastado su prisión en Cabo Sunion, debía abandonarlo en otra dimensión para la eternidad y así evitar que volviera a utilizar los poderes en contra de su padre.



Hermes paró su vuelo ipso facto al sentir el aura del carnero atacada. Estaba sorprendido pues no entendía como alguien más podía realizar semejante técnica. Solo él era capaz de arrojar a otra dimensión a un guerrero. Iris le preguntó que ocurría y Hermes le miró diciendo.
—Ve avanzando que yo te alcanzo enseguida.
Iris obedeció y voló dejando su estela de arco iris a su paso.
Hermes cerró los ojos intentando localizar el lugar donde se encontraba Chryssos. Cuando lo hubo hallado quiso ayudarle, pero en ese instante el carnero desapareció de su visión aterrizando de nuevo frente a Glauco.


— ¿Cómo lo has hecho? — Preguntó.
— Tu técnica no es efectiva contra mí. Conozco bien los engaños mentales. Ahora prepárate Glauco porque voy a exterminarte.
Alzando el brazo perpendicular a la tierra se dispuso a realizar una de sus técnicas, pero sintió un pinchazo en su cuerpo obligando a encogerse. Cuando miró su herida abdominal un pedazo de coral comenzó a hundírsele en la piel.
Glauco carcajeó.
— Has bajado la guardia con la furia del combate carnero, y no te has dado cuenta que la herida de Ares te ha hecho vulnerable a mis ataques. Mi coral se cuela por todas partes y solo tenía que buscar la hendidura que el dios ha dejado en tu vellón.
Chryssos se hincó de rodillas sintiendo el inmenso dolor. Glauco se acercó a él.
— Esto te pasa por haberme subestimado cornudo. Aun así, sé que debo rematarte porque un pedacito de coral no es suficiente para exterminarte.
En ese instante el general sintió una inmensa aura entorno al carnero que le impactó. Enseguida la reconoció.
“Atenea…Su aura es indescriptiblemente poderosa. Como una diosa tan débil puede mostrar esa aura para proteger a alguien desde el Olimpo”
— Retrocede Glauco. — Escuchó el general la voz de la diosa. — ¿Acaso te dijo Poseidón que exterminaras a Chryssos, o, por el contrario, que lo trajeras de vuelta con vida?
“Maldita sea…”— se dijo el general. — “Es cierto. Poseidón no me especificó nada con respecto a Chryssos. Si lo exterminara ahora y esa no fuera su voluntad, tal vez firme mi propia sentencia de muerte. ¿Cómo se me ha podido pasar?”
— De cualquier forma. — Le dijo al Carnero. — No te dejaré escapar carnero de oro.
El general le lanzó otra vez el ataque de coral, pero éste quedó atrapado en una red de cristal. Tras esta Chryssos dijo:
— Demasiado tarde, Glauco. Has perdido tu oportunidad.
Y ante el general el carnero de oro desapareció delante de sus ojos por la tele transportación.



En el Olimpo Zeus miraba fijamente a Ares peinándose las blancas barbas con los dedos. El dios estaba asimilando todo lo que le había dicho su hijo como un juez inquisitivo.
Hermes aterrizó en ese instante lanzándose Ares para pegarle un puñetazo.
— ¡Detente Ares! — Exclamó autoritario Zeus. — No levantes la mano a tu hermano menor.
Ares resignado bajó el puño apretando sus mandíbulas.
Zeus miró y señaló a Hermes diciendo:
— ¿Has utilizado la técnica que te prohibí?
El rey de los dioses estaba sumamente enfadado. Hermes lo sabía porque sus ojos comenzaban a destellar como los rayos que procedían de su mortífera técnica. Quitándose el sombrero se rascó la nuca pensando qué iba a decir para mermar la furia de su padre. Era algo previsible el enfado, pero no había pensado antes que le iba a decir para justificarse. Entonces procedió diciendo.
— Padre, tú siempre nos has dicho que debemos proteger lo que es nuestro y eso fue lo que hice. No tuve elección pues Ares estaba usurpando el pedazo de tierra que me correspondía por sorteo sin ni siquiera consultarme nada. De cualquier modo, no te he dejado al margen de esto pues si le apliqué mi técnica fue para que se abrieran tus ojos ante lo que estaba haciendo y para que intervinieras en esto.
“Maldito sea tu pico de oro y genio retórico, Hermes.”
Pensó Ares cerrando los ojos aplacando su ira ante su padre.
Zeus bajó el brazo y resopló. Hermes había conseguido calmarle.
— Si querías que interviniera, mejor habría sido que me lo consultaras antes de utilizar la técnica prohibida, hijo. Soy una persona razonable y muchas vidas se podían haber salvado.
“Sí ya. —pensó Hermes. — Que mal mientes, padre. Estabas demasiado ocupado en impresionar a Sémele, como para que te preocuparas por esto.”
El mensajero intentó aguantar su risa, pero Zeus le miró con recelo. Al averiguar lo que su hijo pensaba le dijo avergonzado.
— ¿Qué falta de respeto es esa frente a tu padre y rey, hijo?
— ¿Qué ocurre? — Dijo Hera que apareció al escuchar los gritos de su esposo.
“Qué bueno. Y qué oportuna aparición de Hera.”
Pensó Hermes.
— Nada. — Dijo Zeus recobrando la compostura. — Tengo una familia demasiado numerosa y problemática.
— Eso es solo tu culpa y lo sabes. — Dijo Hera frunciendo el ceño. — ¿Puedo saber de qué se trata?
— Digamos que nuestro ambicioso hijo quería conquistar las tierras de nuestro mensajero del Olimpo.
— ¿Y qué andarías tú haciendo para que no intervinieras antes?
— Nada. Lo que pasa es que tengo muchas obligaciones como rey del Olimpo.
Hermes se divertía al ver a su padre intentando justificarse con su esposa. Era la única vez que se podía ver la vulnerabilidad de Zeus. Las mujeres eran su debilidad en todos los sentidos de la palabra. El mensajero se relajó soltando su caduceo y dejándose caer en uno de los divanes. Cogió una de las frutas de la mesilla y se puso a comerlas.
— ¿Qué harás ahora, Zeus? — Dijo Hera. — Tal vez debas darle más tierras a Ares hasta que se quede satisfecho.
Hera siempre intentaba que su hijo favorito quedara por encima de los demás bastardos de Zeus. Hermes lo sabía y eso le hacía siempre estar en desventaja con Ares, ya que Hefestos era el hijo no querido de Hera. Sin embargo, no sabía Hera cuan de inteligente era el dios de los artesanos. Larga charla había tenido el mensajero con Hefestos y una amplia amistad había surgido entre los dos. Era el único de sus hermanos a quien verdaderamente admiraba.
— ¿A qué estás tan silencioso, Hermes? — Dijo Zeus. — ¿No vas a decir nada? ¿Estás conforme con la idea de Hera?
— Es tu decisión, padre. — Dijo Hermes. — Pero tu buena voluntad no te deja conforme, pues sabes que los actos de Ares son atroces. Él ha sido el primero en romper la regla de evitar confrontaciones entre dioses y mortales. Fobo y Dimo han intervenido en las guerras.
— ¡Así como Chryssos, estúpido! — Dijo Ares furioso.
— Chryssos no es inmortal. Solo intentaba proteger a la gente. — Dijo Atenea.
Ante los cuatro. Apareció la espléndida diosa de la guerra con su reconfortante aura. Cuando Zeus la contemplaba su rostro se enternecía de cariño y orgullo.
— ¿Qué haces aquí? — Dijo Ares.
— Pretendes que me mantenga al margen de esto, Ares. Pero sabes bien que no puedo. Tú eres el único responsable de la guerra y de lo que acontece en la tierra. Todo es consecuencia de tu sed de sangre y ambición.
— Estás celosa porque yo te gané en la batalla donde nos jugábamos el dominio de la tierra. — Dijo sarcástico y socarrón el dios de la guerra.
— Eso no es cierto. Yo luche porque sabía lo temible que puedes ser. Si la tierra caía en tus manos, todo iba a ser exterminado por tu soberbia y no me equivocaba. Crees que los hombres son juguetes, pero tienen corazón y sentimientos como nosotros.
— ¡Estúpida ingenua! — Dijo Ares. — Los hombres son los primeros que se enlistan en mis guerras y frentes para conseguir gloria y honor. Yo solo les guío para que lo consigan. Por eso nadie más que yo merece ese tributo.
— Al precio de muchas vidas y por la sola razón de que te cubran de agasajos. ¡Ares eres un ser despreciable!
— ¿La diosa de la guerra quiere luchar otra vez contra mí para que la vuelva a vencer? — Dijo burlón. — Adelante, ardo en deseos por volver a combatir contra ti.
— ¿Atenea estás pidiendo la revancha? — Dijo Zeus brillándole los ojos de emoción por volver a ver a su hija en acción.
“No aún no. Atenea.”

La diosa escuchó oír a su hermano Hermes por el pensamiento. 
“¿Qué estás tramando?”
Le contestó ella.
“Eso es solo de mi incumbencia. Tira las armas. Ares te volverá a vencer en un instante y lo sabes.”
Le dijo Hermes. 
Atenea relajó la empuñadura de su lanza y miró a su padre.
— No quiero la revancha aún. Pero te pido, querido padre, que te detengas a pensar en todo lo que ha pasado hasta ahora y si Ares actúa bien. Tú mejor que nadie sabrá solucionar esto.
— Al menos no has perdido tu sensatez. Sabes que te venceré y por eso te has retractado. — Dijo Ares sonriendo torcidamente.
— Me atengo a lo que tú digas, padre. — Dijo reverenciando a Zeus Atenea antes de dirigirse a la salida mirando por el rabillo del ojo a Hermes. La diosa pensó en ese momento:
“Hagas lo que hagas, Hermes, creo que no debo temer nada contigo. Tienes un extraño poder de persuasión y convicción.”
Hermes sonrió al averiguar los pensamientos de su hermana y le dijo pícaramente.
“Ninguna mujer se resiste a mis encantos, incluso tú Atenea, la diosa más pura y virginal que existe.”
Atenea sonrió, pero no le dijo nada sabiendo que su hermano nunca iba a cambiar. Tras de sí cerró la puerta del salón del trono y esperó pacientemente la solución que iba a poner su padre.
— ¿Y bien Zeus? — Dijo Hera. — ¿Qué vas hacer?
Zeus no contestó. Estaba verdaderamente bloqueado. Sabía que Ares había conseguido justamente la Tierra, pero no podía dejar que exterminara todo el mundo que se extendía en sus dominios. Muchas vidas habían perecido.
Cerró los ojos intentando hallar una respuesta.
— Sinceramente. Es una dura decisión y necesito meditarla. Cuando tenga una respuesta os la daré. Ahora retiraros todos. 

Ares y Hera se fueron juntos. Hermes también lo hizo, pero antes de abandonar la estancia, en la puerta, dijo.
— Tal vez la respuesta sea Niké…
Zeus levantó la vista.
— ¿A qué te refieres?
Hermes miró a su padre.
— ¿Por qué Niké decidió darle la victoria a Ares y no a Atenea? Nadie lo sabe, es uno de esos misterios y caprichos que nunca se desvelarán. A no ser que…
— ¿El qué? ¡habla!
— Pues la única forma de que esto se solucione es dejar que todo retorne a la normalidad. Es decir, dejarlo al azar liberando a Niké de las manos de Ares.
— Pero ella no quiere hacerlo. Si lo hubiese querido ya se hubiese liberado de su poder.
— A no ser que algo o alguien la retenga en contra de su voluntad. Padre, no seas necio, conoces bien a tu hijo; el dios de la guerra tiene un enorme orgullo. ¿Iba a dejar él que Niké se escapara de su lado, cediendo la victoria a otro dios que no sea él?
— ¿Qué insinúas?
— Es solo una teoría, pero creo que Niké y Ares no son compatibles, es decir, me extraña que la diosa de la victoria se sienta a gusto con Ares. Todos sabemos que cuando estaba con Atenea siempre andaba por libre coqueteando con los héroes. Hasta a mí me tiró los tejos. Pero desde que está con Ares no la he visto en ningún lugar.
— Resume.
— Quiero decir que creo que Ares la tiene encerrada. El dios de la guerra no quisiera correr el riesgo de que la diosa se enamorara de otro héroe o persona y le diera la victoria a su nuevo amor en lugar de a él.
Zeus pareció verlo todo claro de repente.
— ¡Es cierto! — Exclamó. — Hermes tengo un encargo que pedirte.
— Sí padre.
— Ve y averigua qué pasa entre Ares y Niké. Así como te asigné la muerte de Argos, ahora te asigno que investigues. Si Niké está verdaderamente encerrada, libérala.
— Está bien, padre.
— Sé prudente y no vuelvas a utilizar la técnica que te prohibí, ¿de acuerdo?
— Déjalo todo en mis manos.
La puerta se cerró tras el dios de los mensajeros. Atenea se levantó a su encuentro.
— ¿Y bien? —Le preguntó.
— ¿Cómo vas a conseguir vencer a Ares, hermanita?
— ¿A qué viene esa pregunta?
— Mi siguiente destino es Tracia. Para mí es pan comido burlar la corte de Ares, pero para ti no lo es.
— Hermes sé más claro.
— Ares tiene ejércitos y devotos que le sirven. Eso es lo que más poder le da. Su divinidad es infranqueable por todo lo que conlleva la guerra. Tiene legiones ávidas de triunfo y poder que le apoyan. ¿Tú que tienes?
Atenea no contestó.
— Me lo imaginaba. Tú no tienes nada. No sé si debería liberar a Niké. Si ella regresara a tu lado creo que el caos sería tremendo. Al menos Ares tiene guardias que aplastan sublevaciones y rebeldías, aunque sea con el lenguaje de la violencia. Todo ahora está bajo control con él, pero cuando lo controles tú mucho me temo que podrá ser peor, no creo que ellos escuchen tus gentiles palabras.
Hermes siguió su camino. Atenea le tomó del brazo.
— Vas a buscar a Niké.
— ¿Acaso no tienes oídos? Eso he dicho.
— Ella no va a irse contigo y posiblemente tampoco conmigo.
— Hay en la tierra un pequeño grupo de hombres con muchos poderes. No me cabe la menor duda de que se convertirían en apuestos y fuertes jóvenes, pero creo que nadie lo sabe. ¿O tal vez sí, Atenea?

La diosa le soltó el brazo y Hermes emprendió el vuelo.

¿Acaso el dios había descubierto el secreto de la armadura de Atenea al fin?

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